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Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho“… La cita está recogida textualmente de la Declaración de Schuman que, fechada un 9 de mayo de 1950, recoge la propuesta francesa de instaurar una entidad supranacional europea, ”una Alta Autoridad común“ que mediante la gestión de los recursos de carbón y acero de Francia y Alemania, y de cuantas naciones quisieran sumarse al acuerdo, serviría para garantizar una paz duradera entre ambos países.
La idea era simple y tremendamente sugerente para un continente que había vivido dos Guerras Mundiales devastadoras en apenas treinta años. Crear una Europa unida para construir una paz duradera, levantando el primer escalón con la unificación del mercado del carbón y del acero (materias fundamentales para hacer la guerra) bajo una misma Alta Autoridad europea, lo que significaba tanto controlar a través de una entidad superior la fabricación y el mercado de armamento tanto como la puesta disposición de todos los países de materias primas fundamentales para su reconstrucción. Francia lo tenía claro: “La solidaridad de producción que así se cree pondrá de manifiesto que cualquier guerra entre Francia y Alemania no sólo resulta impensable, sino materialmente imposible”. “Dicha producción se ofrecerá a todo el mundo sin distinción ni exclusión, para contribuir al aumento del nivel de vida y al progreso de las obras de paz”.
El resto es historia conocida. Un año después, Francia, Alemania Occidental, Italia, los Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo ponían en marcha la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero), y paso a paso, se ha llegado a un punto que algunos consideran de inflexión, y otros de máximo desarrollo posible del sueño de una Europa Unida: la Unión Europa con 28 países miembros, cuyas instituciones tienen capacidad de decisión sobre distintas e importantes políticas comunes y otras con competencias compartidas con los Estados miembros. Ello incide de forma directa, como no puede ser de otra manera, en la vida de sus 508 millones de habitantes, distribuidos a lo largo de una superficie de 4 millones de km².
Políticas que van desde la Agricultura, el Medio Ambiente, una única Aduana Común, con el correspondiente Mercado Único y la Política Comercial hasta los transportes, las telecomunicaciones o la libre competencia; desde la política exterior hasta la circulación interior de personas, capitales y mercancías.
Para España, 2016 es un año especial, pues se cumplen treinta años de nuestro ingreso como Estado miembro de pleno derecho, tras la firma del acuerdo de adhesión en aquella histórica jornada del 1 de junio de 1985, en el Palacio Real, con Felipe González firmando en nombre de todos los españoles. Aquel primer Gobierno socialista que tanta incertidumbre y temores había despertado en una derecha muy anclada todavía en el triste pasado reciente, dirigía a España hacia el lugar que históricamente le correspondía en la construcción de una Europa unida en la defensa de la democracia, los derechos humanos y la paz continental.
Desde entonces, la apuesta por construir una Europa cada vez más solidaria, más amplia y más decidida en la apertura de espacios abiertos ha sido un punto de consenso esencial en nuestro país, independientemente del partido en el Gobierno, en cierto modo porque como Schuman en 1950, veíamos en Europa la vía de superación de tremendas heridas internas y el ámbito ideal para alejar de nuestra conciencia la posibilidad de nuevos enfrentamientos fraticidas o de nuevas aventuras golpistas.
Con el paso del tiempo, y merced a nuestro compromiso con la Unión Europea, España ha ido reduciendo notablemente su déficit de renta, riqueza y bienestar con respecto a otros países de su entorno (en aquel momento España era uno de los países más pobres de Europa), y también ha paliado muchas de las graves diferencias socioeconómicas entre regiones y territorios de nuestro país. En este tiempo, España ha presido en cuatro ocasiones, por un periodo de seis meses, el Consejo de la Unión Europea, tiene amplia y constante presencia en el Comité Económico y Social y en el Comité de Regiones, y ha ampliado su presencia en el mundo.
En la actualidad, hay hasta 33 proyectos europeos con posibilidades de desarrollo en España, además de la disponibilidad financiera de los Fondos Estructurales, puestos al servicios de los entes locales, regionales y nacionales, que supusieron un presupuesto global de inversión de la Unión en nuestro país, solo en el año 2014, de 11.539 millones de euros, aunque al final no todos los fondos pudieron absorberse. Teniendo en cuenta que nuestra aportación al presupuesto de la Unión fue de 9.978 millones de euros, hubiéramos podido continuar siendo ese año perceptores netos de fondos comunitarios. Por ello, mi Gobierno ha hecho una apuesta decidida y clara por la optimización de dichos fondos en la parte que nos corresponde.
Para Castilla-La Mancha, estar en Europa ha supuesto un gran balón de oxígeno y realizar importantes inversiones en infraestructuras (carreteras, ferroviarias, etc.), mejorar nuestras estructuras agrarias y percibir cuantiosas ayudas procedentes de la PAC. Nuestra región actualmente está considerada como región en transición para el periodo 2014-2020, por estar su PIB entre el 75% y el 90% de la media de la UE, habiendo abandonado la categoría de región de “convergencia” (antiguo objetivo nº 1).
Pero Europa está presente en cada rincón de esta región. Nuestros amplios espacios naturales están reconocidos y protegidos por legislación europea y es gracias a ésta que se han podido salvaguardar amplios espacios condenados a la explotación irracional o su destrucción directamente. Nuestros pueblos siguen viendo la llegada de fondos europeos a través de los programas de desarrollo rural, y la PAC es una política que afecta directa e indirectamente a la mayor parte de la población. Nuestros jóvenes estudiantes “se van de Erasmus” y nuestras aulas universitarias se pueblan de jóvenes europeos.
Nuestra moneda es la misma que en la mayor parte de los países de la Unión, y nuestras exportaciones conviven en plano de igualdad con las de otras potencias europeas, teniendo con ellas un comercio muy intenso. Hay un gran espacio social y comunicativo europeo que supera las barreras y las fronteras y, en definitiva, nos sentimos europeos y detentamos jurídicamente la ciudadanía europea.
Cierto que, como decía al principio, Europa parece haber llegado a su máximo punto de desarrollo, y que nacionalismos de nuevo cuño y miedos viejos parecen querer dinamitar la construcción europea que tantos años nos ha costado asentar. Pero la respuesta no es menos unión, sino más Europa. Más coraje para defender un espacio común, y para dejar que las instituciones europeas ejerzan su tarea. Y sobre, más ilusión y perseverancia para acogerse al paraguas amigo de la Unión a la hora de afrontar la crisis y generar un concepto amplio y firme de ciudadanía europea.
Nuestra posición oficial como país no ha cambiado, ni debe cambiar. La Unión Europea es el marco natural de desarrollo político y económico de nuestro país, y es por ello que en estos momentos España asume sus responsabilidades impulsando una Unión más eficaz, más democrática, más próxima a los ciudadanos, capaz de responder a los retos y necesidades del nuevo siglo y así debe seguir siendo. Treinta años en la Unión Europa nos ha permitido cambiar a mejor nuestra forma de vida, y también la de millones de europeos.