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Hondas glosas de Cees Nooteboom

'Borrando las Meninas', cuadro del pintor Áureo

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Hace algún tiempo publiqué un artículo sobre la escritura del periodista Alfonso Armada, destacando su obra ‘Por carreteras secundarias’, donde el acreditado reportero y sagaz escritor transcribe el viaje a lo largo de España que, por entregas, fue primeramente publicado en ABC; luego, aumentado, en un volumen. Un trayecto curioso por absolutamente antitópico, es decir, antiturístico, evitando el manido litoral español.

A una amiga mía le envié el recorte, y en su acuse de recibo me recomendó el libro ‘El desvío a Santiago’, del neerlandés Cees Nooteboom, católico, y lo digo porque esto se acusa marcadamente en algunos de sus comentarios. Nootebbom es un notable hispanista que en este tomo vierte agudas observaciones basadas en las impresiones de sus viajes por España. El contenido de ambos títulos se parecen hasta cierto punto. Mientras que Armada realiza un par de itinerarios que duraron un mes cada uno, en dos años consecutivos, Nooteboom registra en sus capítulos recorridos dispersos que ocupan una década y media.

Cees Nooteboom más que describir sus encuentros con la innata imagen española (muy bonita su descripción de San Sebastián), lo que hace es reflexionar destapando la historia de España, tanto la pasada como la actual, incidiendo en la psicología de sus gentes atribuida, más que nada, a la en ocasiones inmisericorde orografía del territorio: “Comunicaciones difíciles, caracteres distintos, el amor por lo propio, lo cercano, la ciudad, la región, la propia lengua, siempre más grande que la idea de la colectividad.” Palabras que vienen a constituirse en un reproche sobre el quizá constitutivo carácter español (distinto al del país nórdico del autor), donde prima más lo individual que lo colectivo, prevaleciendo en muchas ocasiones lo mezquino sobre lo generoso.

Lúcidamente Nooteboom nos recuerda la tremenda realidad española acuñando su acusada marca a través de los siglos. Sabemos que durante siete centurias la España islámica estuvo dotada de un destacado refinamiento en sus hábitos: “Al-Andalus –afirma el escritor- tenía un nivel de vida y una cultura mucho más elevados que la población musulmana del norte de África y Arabia.” Los reinos de taifas se erigen en adecuado emblema de esta situación, tolerando la compañía de judíos y cristianos. Pero económicamente no estaban tan bien, necesitando ser protegidos por los reyes cristianos del norte, quienes recaudaban de sus finos amigos sureños buenísimos puñados de oro. Al cabo, esos reinos no tuvieron más remedio que acudir, por su debilidad, a la fuerza bruta de almohades y almorávides.

Entonces, la España del Norte era auténticamente europea, alcanzando la más idónea condición de la Edad Media. España unida a Europa eficazmente a través del rico intercambio que con harta fluidez proporcionaba el Camino de Santiago, haciendo discurrir constantemente cultura y bienes por una cómoda y pulcra ruta. A finales del siglo XI Castilla es el reino cristiano más importante. Es Alfonso VI quien proclama una cruzada nacional. El reino islámico de Toledo es la mira para su proyectada expansión cristiana. Y antes de penetrar en Toledo, pidió ayuda a la comunidad mozárabe, esos cristianos que convivían con los musulmanes.  Relata Nooteboom: “En 1085 entró en la ciudad, pero lo hizo elegantemente. Autonomía para las comunidades musulmanas y cristianas, un periodo de transición en el que los cristianos visigóticos podían conservar su propio rito. Él se nombró, ¡oh, ejemplo!, Emperador de las Dos Religiones.”

Los desplazamientos del autor por la geografía española suponen un socorrido pretexto para entrar a comentar diferentes sucesos de la historia de España. Sucesos que el neerlandés convierte en atinadas semblanzas. Una visita al Prado le lleva a hablar de una íntima intrahistoria: la ubicación de Diego Velázquez en el ambiente de la digamos fraterna convivencia con su rey, Felipe IV, quien no podía estar mucho tiempo sin gozar de la presencia del artista; por eso el monarca irrumpía con mucha frecuencia en su taller e interrumpía con asiduidad las estancias del pintor en el extranjero. Velázquez, “ese cortesano que había penetrado tan hondamente en la telaraña del poder de forma que podía pintar a los protagonistas de la época como parte del propio entorno cotidiano”.

En la mención de Zurbarán también insiste, contándonos en todo un capítulo la gran cantidad de cuadros que ha admirado del pintor pacense a lo largo de galerías de medio mundo. Se pregunta con avidez por el significado de los tejidos minuciosamente exhibidos en los lienzos de Zurbarán, esa “lujuriosa sensualidad de terciopelo, seda y satén” hallada en el cuadro de Santa Águeda, interpretando que hay “una sensualidad apasionada y contenida en esas vestiduras”, concebida como “el otro lado –flamígero pero, en embargo, recogido- del alma española.”

Cees Nooteboom va a muchos sitios, mas donde siempre quiere con empeño encaminarse, no consiguiéndolo la mayor parte de las veces, es a Santiago de Compostela, complicándose en muchos desvíos. En Segovia se aloja en el parador, y al contemplar desde la ventana de su cuarto la silueta de la ciudad, inmediatamente desvía una posible descripción urbana y paisajística para disertar sobre los comuneros y la guerra civil, moviéndose a extenderse en la terrible represión iniciada en España contra la izquierda a partir de abril de 1939.

El autor reproduce las palabras de Franco pronunciadas en la catedral de Segovia: “La patria ha de ser renovada, hay que arrancar todas las malas hierbas, extirpar las malas semillas. No es tiempo de escrúpulos.” Y refiere la actitud de los izquierdistas, víctimas de un poder que desdeñó los juicios justos, impulsando el terror de las ejecuciones sumarias. Muchos se negaban a taparse los ojos ante el pelotón de fusilamiento, gritando en el momento del disparo “¡Viva la República!”. Mujeres ofrendaban su último instante al hecho de subirse todo el vestido hasta la cabeza, mostrando su pura desnudez para vergüenza de sus agresores. Todo este extremo sufrimiento de una guerra, la ejecución para el que la sufre, para el que dispara y para los mirones que observan el fusilamiento, implica inexcusablemente a todos, dejando amarga huella en todos.

Un capítulo de este libro se titula 'Tras las huellas de Don Quijote. Un viaje por los caminos de La Mancha'. Irónicamente elogia a Almagro como “una de esas maravillas españolas de las que nunca han oído hablar los visitantes de Benidorm”. Sirviéndose del magno personaje cervantino especula con los conceptos de ficción y de realidad, confundiéndolos.

Don Quijote tiene, en efecto, existencia real, aunque es una existencia imaginada. Nooteboom aduce que el conocido rostro de Cervantes es dudoso, ya que parte de un retrato apócrifo. Sin embargo, no hay duda de las facciones ciertas de Don Quijote reveladas en los grabados de Doré. También puede suceder al revés: que se tenga por imaginada una existencia real, por ejemplo El Toboso.

Un conocido mío, toboseño, lleva viviendo en Madrid toda la vida. De niño su maestro le preguntaba que de dónde era; y él respondía, orgulloso, que de El Toboso, a lo que el profesor bromista replicaba: ¡Qué va, si El Toboso no existe, es un invento de Cervantes! Naturalmente, el niño protestaba, mas hemos de reconocer que en el mundo muchos individuos creerán que ese pueblo toledano, cuna de la famosa Dulcinea, en un ente de ficción, como el Macondo de García Márquez.

Siguiendo con el juego de considerar la realidad o no realidad de las cosas, Cees Nooteboom nos cuenta que en El Toboso visita la Casa de Dulcinea: “Está allí, la puedes tocar, puedes incluso entrar dentro. Para alguien que ha hecho de la escritura su vida es un momento maravilloso. Entrar en la casa real de alguien que nunca ha existido no es ninguna nimiedad.”

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