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Un colono de Encinares es poeta, tiene una caseja en la aldea y viene por aquí de vez en cuando. Le gusta frecuentar la terraza del bar. Y una mañana lo vi sentado en una de las mesas con unos cuantos de sus amigotes. Al lado, yo ocupaba, a dos metros, y obligatoriamente con la mascarilla puesta, otra mesa. Contaba el pájaro a sus compinches sus vacaciones en la playa, de la que acababa de volver. Le oí todo lo que, aproximadamente, transcribo en tercera persona:
Tras pensárselo bastante, decidió marchar de veraneo, durante unos días, pese a las medidas restrictivas impuestas por el Gobierno a causa de la pandémica enfermedad COVID-19, causada por un muy prolífico virus apellidado Corona. Medidas que, desinflándose, en principio abrieron las restricciones. Aunque los inclementes brotes surgidos al poco de instaurarse la “nueva normalidad”, recrudecían el panorama. Él organizó sus vacaciones aún en la desescalada, informado de que en las playas se establecerían obligatorias distancias entre los bañistas, de que algunos chiringuitos no ofrecerían su interior, o lo ofrecerían con feas mamparas, reduciendo las terrazas, engañosamente, un poco el aforo, aunque ensanchando el espacio. En teoría, toda cubertería, en el sector de la hostelería, debía entregarse a los clientes escrupulosamente desinfectada. Sólo en teoría. Sobre las mesas, se ordenó entonces la prohibición de los servilleteros y las cartas, teniéndose uno que enterar del menú a través del código QR activado por la aplicación del móvil. Y en los hoteles, desde el mando del televisor hasta el conjunto de textiles (ropas, toallas), tendrían que ser asimismo escrupulosamente desinfectados. ¡Vaya rollo, pero si se quiere este año veranear…!, se dijo.
De modo que, aunque su mujer se mostraba reacia por las latosas normas proclamadas, se puso en contacto con una pareja amiga y alquiló un apartamento en un barrio costero de una ciudad del sur. En la maleta, un obligado recambio de mascarillas quirúrgicas y guantes de plástico, tanto las unas como los otros en un color azul clarito.
Ya desde el primer día, con su mujer y la otra pareja, convenientemente separados, se disponía gustosamente a consumir las horas tumbado en la orilla de una de las playas de ese animado barrio de la ciudad costera. A la entrada, dudosos controles para ubicar debidamente a la gente. Por un módico precio se han alquilado cada uno una larga y reclinable hamaca de plástico y rafia, y cada dos una sombrilla de esparto con funcionales alcayatas clavadas en su palo, tronco de la simulada palmera, muy útiles para colgar algún objeto de lo que portan. Entre las dos parejas, una sombrilla, sin ocupar, por medio .
En la hilera anterior se ha colocado (también mediando el espacio vacío de otras dos sombrillas) un grupo de mujeres de diferentes edades. Todas, con sus mascarillas encajadas en boca y nariz, se habían despojado ya de sus vestidos y lucían sus trajes de baño, mayormente bikinis. Destaca una muchacha joven, rubia, rostro risueño y ojos algo achinados. Representa unos treinta años, edad de una exquisita juventud experimentada.
En un momento dado la chica se despojó de la parte superior del bikini y, frente a él, mostró su pecho. No descubrió su cara pero sí sus senos. Su silueta no era ni delgada ni gruesa. Su piel clara, de barniz blanquecino, estaba acariciada por un suave pigmento de sol benevolente. Su pecho no era ni turgente ni caído, la aureola en torno a los pezones se manifestaba con una timidez aguerridamente rosada. Su belleza era una belleza discreta, sumamente agradable. Él la miraba complacido y sereno, sin excitación sexual.
En el largo rato en que pudo tener totalmente a su disposición el gozo de observar su perfecto pecho, no vio a la chica en todo momento, pues su hamaca se situaba de espaldas a él. Sólo si se levantaba y se giraba para alcanzar alguna fruta, el frasco de gel hidroalcohólico o dar crema bronceadora a su madre, sí podía disfrutar del merecido turno en su delectación, contemplando la suave piel del pecho y sus ojos tan sensualmente resaltados sobre la precisa y opaca extensión de la mascarilla ocultando labios, nariz, parte de las mejillas.
Cuando ella se dirigió al encuentro de las olas rompientes, también él se levantó y la siguió adentrándose en el mar. Sin quitarse la mascarilla, ella recorrió unos metros de la playa, hacia el horizonte, en busca de las olas más lejanas, volviéndose entonces hacia él, también con la mascarilla puesta, desdeñando así el horizonte y enseñando de nuevo su lustroso pecho. Fue la única vez que oblicua y relajadamente se miraron por encima de sus necesarios disfraces.
De nuevo ambos en la arena, la mujer se sentó en una silla de tijera, al sol, situada de tal manera que, en la sombra, él la podía contemplar por entero. Nunca se enlazaron en una tensa mirada, pero la posición ladina de la cabeza de ella se orientaba en ocasiones a la zona de él. La mascarilla acrecentaba la placentera sensación.
Un momento antes de retirarse las dos parejas a comer, el grupo de mujeres se vistió, ella se ciñó la parte de arriba de su bikini y se cubrió con su ligero vestidito, manteniéndose con la mascarilla puesta. Dejaron todas sus bártulos en su plaza y se alejaron en dirección a un contiguo chiringuito. Al poco rato, los cuatro amigos hicieron lo mismo, alargando las toallas en las hamacas para gustosamente almorzar en el lindo patio de la casa alquilada en el trasegado paseo marítimo, a sólo unos metros de la playa.
Al tornar a la arena, el espacio ocupado en la mañana por el grupo de mujeres estaba totalmente vacío. Las hamacas sin toallas. Ningún cesto a su vera. De las alcayatas no colgaba nada. Los esplendentes pechos se habían ido, la intensidad de la belleza de los ojos potenciada por la mascarilla se había ido, y los exacerbados trazos de las pestañas, ¡para siempre! Superó su pequeña contrariedad recordando los magníficos versos de Gabino-Alejandro Carriedo que proclaman que en esta vida todo pasa. Todo en el mundo pasa, “salvo la cicatriz”. Así apostilló el poeta el final de su relato.
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