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No resulta usual que la lectura de relatos de terror nos lleve más allá de la fantasía y nos evoque a realidades más o menos cercanas, y menos a nuestra realidad política. Pero a mí me ha sucedido con la lectura de un pasaje del ensayo de Michel Houellebeq sobre H.P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida (Anagrama, 2021), que refiere:
“Podríamos resumir como sigue una concepción clásica del relato fantástico: al principio, no ocurre absolutamente nada. Una felicidad trivial y beatífica inunda a los personajes, felicidad adecuadamente representada por la vida de familia de un agente de seguros en una zona residencial norteamericana. Los niños juegan al beisbol, la esposa toca un poco el piano, etc. Todo va bien.
Luego, poco a poco, empiezan a multiplicarse incidentes casi insignificantes, que coinciden de manera peligrosa. El barniz de la trivialidad se agrieta, dejando paso a inquietantes hipótesis. Inexorablemente, las fuerzas del mal hacen su entrada en escena.“
Fue también en un escenario de normalidad política aquel en el que Hitler ganó las elecciones de 1933 con nada menos que un 44% de los votos, primer paso para su ascenso al poder en Alemania; después comenzaría la Segunda Guerra Mundial. Hoy en Europa sufrimos la cuarta ola de ultraderecha en países como Hungría, Polonia… pero también ya en Italia, en Francia y, reconozcámoslo, también en España, un país marcado por cuarenta años de severa dictadura. Algo por lo que, precisamente, nos creíamos libres de ese mal.
Habrá quien piense que términos como fascismo y ultraderecha son demasiado tensos o gruesos, pero si se toma la definición de fascismo del politólogo británico Roger Griffin: “Forma palingenética de ultranacionalismo populista”, quizás nos demos cuenta de que tenemos más cerca de lo que creemos movimientos políticos afines o próximos a tales postulados.
En Europa esa cuarta ola de ultraderecha deviene como respuesta a cuestiones tales como la crisis financiera de 2008, la inmigración, el desplazamiento laboral que causa la nueva revolución tecnológica, el envejecimiento de la población y una galopante crisis de los sistemas políticos actuales donde se produce un divorcio, cada vez más significativo, entre la población y una clase política muchas veces endogámica. La respuesta se traduce en esa forma palingenética de defensa de un nacionalismo arcaico y un populismo de masas, representada en iconos que han sido tan poderosos como Trump o Bolsonaro, que osaron poner en cuestión e incluso asaltar las estructuras de los sistemas democráticos de sus respectivos países.
Lo más preocupante es que estos asaltos se hacen, como en el relato de Houellebeq, en silencio y desde dentro, utilizando el propio sistema que se quiere conquistar o incluso destruir. Y muchas veces, es tarde cuando nos damos cuenta de ello, porque no lo hemos visto o porque nos empeñamos en negar el conflicto y el riesgo social subyacente (“vivimos en un islote de plácida ignorancia en el seno de los oscuros océanos del infinito”, escribía precisamente Lovecraft). En este escenario, la reacción frente a los extremismos que cuestionan los valores de consenso alcanzados y compartidos de nuestra sociedad es obligada, pero hacerlo tarde, cuando aquellos hayan ocupado ya importantes parcelas de poder, puede resultar sin duda traumático.
En nuestro país no estamos alejados de este riesgo. La ultraderecha ha vuelto, y lo ha hecho con fuerza y arrastrando incluso a masas de población alejadas en principio de sus radicales postulados. Sin duda la debilidad del tradicional partido de la derecha española, el Partido Popular, aquejado de una falta de liderazgo y de credibilidad que se materializó en los años 2017 y 2018 con el referéndum catalán y la moción de censura que desalojó a Rajoy de la Moncloa, sirvió a Santiago Abascal para recoger a su favor gran parte del caudal de descontento de los votantes del PP.
Las notas de la definición de Roger Griffin, ultranacionalismo y populismo (Ortega Smith con toga en el juicio del Procés ocupando pantallas de televisión durante la campaña de las generales de 2019 es un ejemplo ilustrativo; “hay que hacer cosas de las que no tengan más remedio que hablar” fue frase de Abascal), y la nostalgia de un pasado mítico a restaurar y continuar (Ortega Smith recitando Los Tercios de Flandes con copa de vino en mano es otra 'memorable' escena), se cumplen a la perfección en la caracterización de Vox y en sus posiciones de enfrentamiento y negación frente a temas fundamentales de nuestra actual sociedad: cambio climático, feminismo, ruptura de los moldes de género, revolución digital, patriotismo, modelo educativo, propuestas de ilegalización de partidos; negación de las Comunidades autónomas, etc. Son temas de gran relevancia social donde la posición de Vox se muestra incluso negacionista e intolerante con los postulados de consenso que, desde 1978, recoge nuestra Constitución y que, entre todos, hemos llevado a efecto construyendo las décadas de mayor desarrollo social de nuestro país.
¿Y puede estar todo esto en riego? Por supuesto que sí. Vox es un partido opaco que no tiene rubor en entrar en instituciones de las cuales reniega, como es el caso de las Autonomías, con tal de alcanzar un poder con el que tratar de lograr sus pretensiones. Tampoco tiene rubor en negar hechos acreditados científicamente como es el cambio climático, ni tiene reparos en rechazar la Agenda 2030 cuando se trata de un documento consensuado por los países de la ONU. Hay quienes van contra el mundo, contra la vida. Y también Vox, al cual, por mucho que concurra a las elecciones (también fue el caso en Alemania en 1933), cuesta considerarlo como un partido democrático. Lo es más bien unipersonal y cesarista, como lo demuestran ya varios episodios internos: el último mantenido con la edil de Vox en Guadalajara, Eva Henche, a la cual su líder nacional ha tildado de “chantajista” y “chiquilicuatre”.
El problema, no obstante, trasciende de Vox como partido político cuando otros, el Partido Popular, han pactado con él en diversas autonomías y municipios. El PP no solo 'ha blanqueado' a Vox con estas acciones, sino que, además, lo ha empoderado, poniendo en cuestión sus propios postulados de partido moderado y de centro. Otro ejemplo claro es la hoy presidenta extremeña María Guardiola que, en un principio, se negó a pactar con Vox por su posicionamiento en materias como las relativas al colectivo LGTBI y que, finalmente (son palabras de su compañero el presidente andaluz, Moreno Bonilla) “se tuvo que tragar sus palabras”; algo que no solo llevó a algunos a la desilusión respecto al PP sino que, además, acabaron de dibujar el posicionamiento de un partido que ha preferido echarse en los brazos de la ultraderecha que buscar otros posicionamientos tan válidos y democráticos, como el de dejar gobernar a la lista más votada.
Además, esto último es lo que, paradójicamente, y a diferencia de lo que el PP ha hecho en tantos y tantos municipios de nuestro país, ha propuesto muy recientemente Feijóo (con “cambio de criterio”) al presidente Pedro Sánchez en el último debate mantenido con éste en Atresmedia el pasado día 10 de julio. Tras ello, en una entrevista publicada por El Español el pasado 16 de julio, Feijóo ha añadido más: “Vox, en este momento, no es un buen socio para la gobernabilidad de mi país. Creo que provocaría unas tensiones que son innecesarias y creo que España tiene que ocuparse de lo importante y algunas discusiones que Vox pone encima de la mesa es alejarnos de lo importante y es dividir una sociedad que el Sanchismo ha fracturado tanto que el objetivo sería volver a unir y volver a soldar…”.
¿Ha corregido realmente Feijóo su criterio? ¿Se ha dado cuenta de que echarse en brazos de la extrema derecha, como ha hecho en tantos y tantos municipios y comunidades autónomas, es suicidar a una derecha moderada y constructiva como debiera ser -de una vez por todas- la de nuestro país? Si es así, ¿mantendrá esta posición sean cuales sean los resultados del 23J o, como en las municipales y autonómicas, se trata de más fuego de artificio electoral?
Como dijo Umberto Eco, nuestro deber es, día a día, desenmascarar y apuntar con el dedo cada una de las formas en que se manifieste el fascismo, algo extensible a cualquier otro movimiento antidemocrático. Esperemos que el alejamiento que hoy apunta Feijóo de la ultraderecha de Vox no sea ni un mero espejismo ni una burda triquiñuela que rompa después, con cualquier excusa, tras el 23J. Cuando conozcamos los resultados de estos comicios, nuestra democracia tiene -y nuestra sociedad merece- más alternativas que echarse en los brazos y otorgar el poder a partidos negacionistas, intolerantes y no constitucionalistas como tristemente es Vox.
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