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En septiembre de este 2017 se cumplirán veintidós años de la celebración en Pekín de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, seguramente la más emblemática que las Naciones Unidas ha celebrado en favor de la mujeres y de la igualdad de género, consagrándose en la también denominada Cumbre de Beijing la estrategia de transversalidad como instrumento para que todos los niveles sociales, tanto verticales como horizontales, y especialmente aquellos relacionados con la toma de decisiones, se vieran impregnados por el principio de igualdad de género.
Para poder combatir eficazmente la desigualdad estructural que discrimina a las mujeres y que perjudica a la sociedad en su conjunto, siendo la violencia de género la manifestación más cruel y dramática de esas desigualdades, es necesario entender los resortes que la sustentan como también su multidimensionalidad. Además, debemos ser conscientes de que nuestras intervenciones como profesionales del Trabajo Social pueden contribuir a la erradicación de las desigualdades, pero también a reproducirlas y a perpetuarlas.
Así, resulta útil, por no decir indispensable, la integración de la perspectiva de género en la práctica del Trabajo Social; con ella no sólo detectaremos los factores de desigualdad vinculados al género así como otros que se unen a esta situación, provocando discriminaciones múltiples que hacen aún más vulnerables a las mujeres que las padecen (a la cuestión de género se unen otras circunstancias que refuerzan las desigualdades, como la edad, la ruralidad, la nacionalidad, la discapacidad, la orientación sexual, el riesgo de exclusión, la explotación sexual, etc.), sino que también podremos actuar más eficazmente contra los estereotipos de género. Por otra parte, especialmente en el ámbito del trabajo comunitario, no debemos olvidar que el género es un concepto que va más allá del de mujer, de manera que para poder superar los obstáculos del denominado sistema del patriarcado que da soporte al machismo, es preciso actuar tanto con las mujeres como con los hombres, a través de la autonomía, la participación y el empoderamiento y del fomento de nuevas masculinidades, rompiendo con el modelo masculino hegemónico.
En este sentido, la intervención social puede facilitar no solo una mejora sobre la percepción que las mujeres tienen de sí mismas, sino también en su posición social y en la promoción de una cambio en la distribución del poder con el objetivo de alcanzar una situación de equidad entre los sexos. Esto significa que desde el comienzo de una intervención o de un programa, pasando por su ejecución hasta su finalización –sin descuidar la necesaria aunque no siempre bien atendida fase de evaluación-, hay que evitar que se generen impactos negativos sobre las mujeres, pues está demostrado que las acciones neutras al género no existen.
Para ir finalizando, no quisiera olvidarme de los micromachismos, los cuales están tan naturalizados, que se aceptan sin apenas darnos cuenta de lo destructivos que pueden llegar a ser, pues de una manera sutil pero enormemente persistente legitiman tanto los roles como los estereotipos de género que hacen que las mujeres y los hombres no disfrutemos de las mismas oportunidades ni ocupemos los mismos espacios (materiales, simbólicos ni prácticos).
En una profesión fuertemente feminizada como la nuestra, también observamos cómo el patriarcado opera a través de la injusticia que supone la falta de reconocimiento social de nuestro quehacer. Como trabajadoras y trabajadores sociales sabemos muy bien que lo contrario de la igualdad no es la diferencia, sino la desigualdad. Hemos de hacer visibles las aportaciones que el Trabajo Social -sea en su vertiente práctica, sea en la académica- realiza para la construcción de una sociedad que acepta la diferencia y la diversidad como características que enriquecen dicha sociedad y sus sistemas comunitarios.