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Pioneros del cine (y II): David Wark Griffith

Antonio Moreno, actor español que trabajó con Griffith en los años 20 del pasado siglo

El cronista sentimental

En busca de mí mismo, me arrojé a la muchedumbre. Madrid era entonces, como lo es hoy, una explosión de vida que compensaba el silencio mortuorio de Castilla, la quietud sepulcral de La Mancha, esa que retrató Azorín de manera magistral, con impresiones de trazo corto y de emoción y pensamiento hondos. Me vi, en una mañana de domingo, secundando la corriente del copioso caudal de humanidad que fluía por las arterias donde se asienta el Rastro.

Como habría de ser el triste signo de época en la Sociedad de la Información que se avecinaría poco después, entre el tropel y el gentío, me sentí, como Diógenes el cínico, buscando “una persona”. A mi alrededor, un bosque de seres maquinales se dejaban llevar por la fiebre del consumo a la que parecía impeler el ciclo económico alcista. Era un bosque animado, ciertamente, pero, humano, demasiado humano, sin espacio – y, probablemente, ya sin tiempo - para las hadas.

Me detuve ante un puesto de libros de viejo en la calle de Carlos Arniches. Con visión estratégica de librero antiguo, el responsable de aquellos ejemplares manoseados, había dispuesto, en paralelo, una edición de 'España en su historia', de Américo Castro, junto a 'España, un enigma histórico', de Claudio Sánchez Albornoz…¿Una España mestiza producto de la convivencia de judíos, moros y cristianos? ¿Toledo, “morada vital” de esa coexistencia? ¿Castilla, espacio repoblado y ajeno a las relaciones de sumisión feudal como alma de España? Tal vez fueron esos pensamientos errabundos y esas preguntas escépticas los que me condujeron al barrio de Lavapiés, mixto, intercultural, libre...Y fue allí, entre corralas y ruinas, mientras resonaban, dentro de mí, las desdeñosas descripciones de Mesonero Romanos (“la Manolería”, “pueblo bajo de Madrid”),  paseando por la calle del Olivar que Galdós plasmó en su 'Misericordia', en aquel escenario simbólico de la “España Olvidada”, entre negros, chinos, musulmanes de toda procedencia, latinoamericanos que mezclaban el cristianismo y la santería, y quizás agnósticos, apóstatas y algún cura despistado entre las ruinas de las Escuelas Pías de San Fernando, cuando sentí el desarraigo en Madrid.

Decidí regresar a mi pueblo, a los orígenes, para buscar allí las respuestas. Comencé a elucubrar con la idea del regreso, con la noción de 'nostos', del héroe, que vuelve y halla, finalmente, la plenitud, tras tantas vicisitudes, tras tantas adversidades vencidas. Mi expedición me encaminaría en busca de un lugar en el mundo y de un sentido de la vida (o, tal vez, de un lugar en que vivir una vida con cierto sentido). Ese era mi vellocino de oro, y, mi nave Argos, un incómodo autobús de La Sepulvedana en que se mezclaban intensos olores de gasóleo y de animales de granja, que partía de la Estación del Norte para acceder a la carretera de Extremadura. En mi mochila, había metido, premiosamente, unos libros: la 'Odisea', la Biblia, los poemas de Kavafis…Saqué un volumen sin mirar. Lo abrí al azar. Kavafis me hablaba desde sus versos: “El dios abandona a Antonio”.  Lo que me esperaba al final del viaje no era la Cólquide ni Ítaca ni Jerusalén, sino un poblachón de la “España Olvidada”, a orillas del Tajo.  Fue allí, en la Casa de la Cultura de mi pueblo, en el origen mismo de mi despertar a la ficción, en la sede del viejo cineclub en que el cine se me había prendido de alma, donde me planteé preguntarme, de nuevo, por mí mismo, por mi identidad, desde el principio, desde la 'arché' de la ficción…Y propuse, y se me concedió, un ciclo de cine sobre los pioneros.

Aquellos pases de películas antiguas parecían quedar al margen del tiempo y del espacio. Antes o después de los pases, aprovechaba yo esa vida muelle y ociosa del retorno derrotado a mi pueblo para brujulear por la biblioteca de la Casa de la Cultura donde los fondos de libros sobre cine eran bastante amplios. Así, entre la lectura de los libros y la contemplación de las viejas películas, descubrí cómo, en Hollywood, en la primera década del siglo XX, tuvo lugar el nacimiento del estrellato de los grandes actores y actrices y la producción seriada de películas de medio o largo metraje para crear una necesidad, y satisfacerla, en el ámbito de la industria del ocio. Y pude comprobar, también – en lo que me pareció una paradoja inexplicable – que, en el seno del tránsito de los nickelodeón a las grandes salas de exhibición y a los estudios cinematográficos concebidos como ingentes manufacturas de creación de productos de consumo, paralelamente al ajuste de los grandes engranajes de la industria, América alumbraba un nuevo arte por efecto de la irrupción de un genio, acaso el mayor que jamás haya dado el cine, David Wark Griffith. Aturdido y deslumbrado por el fulgor y la dimensión de la figura de este hombre, logré descubrir que su primera tentativa de encontrar sitio en el cine fue como guionista; descubrí que sus primeros pasos fueron como actor ('El nido del águila'1907).

Tal vez por hallarse el cine americano alboreando en un tiempo en que el prosaísmo apremiaba a los creadores de la “fábrica de sueños” a sacar a la luz películas con extraordinaria celeridad, Griffith pasó a ser realizador solo un año después de su primer contacto con el cine. Entró en la nómina de la Biograph, cuando esta productora se encontraba en Nueva Jersey (curiosa prefiguración que emplazaba el cine norteamericano de autor en la costa este del país), y realizó películas a un ritmo frenético, tomando asuntos y argumentos de la literatura culta y popular, de las leyendas nacidas de la conquista del oeste y de los grandes hechos históricos…Él solo estaba conformando una amalgama de referencias con que los pensadores de la Escuela de Francfort (Theodor Adorno y Max Horkheimer, particularmente) identificaron la llamada “industria cultural” y, con ella, la “cultura de masas”.  Se trataba de un nuevo código de la imaginación, un universo renovado de hadas y héroes, una plasmación y hasta una encarnación de la fantasía, y, en su conjunto, del imaginario colectivo. En realidad, una de las más importantes contribuciones a esta nueva dimensión ficcional fue el surgimiento del estrellato, de los actores y actrices - de cuya dirección, Griffith fue un consumado maestro - que ponían rostro y perfil a las ensoñaciones de los espectadores. Entre las estrellas lanzadas por Griffith, nos encontramos con Mary Pickford y las hermanas Lillian y Dorothy Gish, presencias sin las que, hoy, la historia del cine es inconcebible.

Yo, por mi parte, debo confesar que el visionado de aquel ciclo de películas, junto con la lectura de la bibliografía a mi alcance sobre el tema, transcurrió, para mí, en un estado de honda sugestión, como en un suspiro contenido; supuso asistir al nacimiento de un nuevo código semiológico con reglas y símbolos que aún hoy forman parte de la gramática y la estilística cinematográfica: leí que Griffith fue el primero en emplear el plano medio ('Balked at the Altar', 1908), el primero en explotar las posibilidades del suspense ('El teléfono', 1909), el primero en alterar las perspectivas dentro de una misma escena ('Salvada por el telégrafo', 1911), el primero en advertir la posibilidad de alternar dos acciones a través del montaje ('Después de muchos años,' 1908), el primero en utilizar, con intencionalidad comunicativa, la profundidad de campo ('The Musketeers of Pig Alley', 1912), el primero en emplear el plano general ('Ramona', 1910), y, en su último trabajo para la Biograph, el primero en realizar una superproducción ('Judith de Bethulia', 1913-1914). Con este balance de innovaciones, Griffith afrontaría 'El nacimiento de una nación' (1915), una cinta de dos horas y cuarenta y cinco minutos, donde el gran creador compendiaba todos sus hallazgos. El resultado es un poema épico absolutamente sobrecogedor.

Al contemplar aquel monumento cinematográfico, comprendí que Griffith era explicable solo de acuerdo con las premisas con que definimos a los genios: 'El nacimiento de una nación' era ya desde el momento de su rodaje y su estreno, un deplorable documento reaccionario, racista, deudor de la ciencia antropológica del siglo XIX, que predicaba, desde los postulados del evolucionismo biológico, la supremacía de la raza caucásica. Pero es que Griffith era un producto de ese tiempo, un hijo de un viejo confederado, nacido en un villorrio de Kentucky, que tenía, en Dickens, al referente de una narratología cinematográfica que aunaba la grandeza y el melodrama sensiblero y maniqueo, lo sublime y lo folletinesco, la belleza y la grandilocuencia. Al ver 'Intolerancia' (1916), comprendí, definitivamente, que solo un visionario, que, pese a su mentalidad decimonónica, contaba con una capacidad profética de un adelantado a su tiempo, podría concebir algo así. La fundación de la United Artists, en 1919, junto al matrimonio formado por Douglas Fairbanks y Mary Pickford, con Charles Chaplin como cuarto socio, representó el último intento del genio de Kentucky de canalizar su impulso creador.

De ese último arranque pasional, nos quedan títulos como 'La culpa ajena(1919) o 'Las dos huérfanas' (1922).  Parece cierto, como defiende Arnold Hauser, que el siglo XIX concluye con la Primera Guerra Mundial. Y el XIX era, sin duda, el siglo de Griffith, que, con el nuevo tiempo, pareció sufrir un lento fundido en negro que acabaría con el gran realizador filmando algunas producciones totalmente prescindibles, como 'Abraham Lincoln' (1930), una suerte de expiación moral para compensar la náusea de 'El nacimiento de una nación' que no sirve más que para atestiguar su declive definitivo, coincidente con la llegada del sonoro. El cine, como un hijo descastado, repudiaba a su creador.

La sombra de Griffith fue tan alargada que su figura fagocitó toda voluntad de estilo artística hasta la siguiente etapa del cine norteamericano, la de los años 20. Por ello, los nombres coetáneos surgidos en la órbita de este creador quedaron relegados a la condición de sumisos artesanos a sueldo de la industria del entretenimiento donde el director comenzaba a ser concebido como empleado de un equipo sometido a dictados gerenciales. Entre esos realizadores, suele citarse los nombres de Cecil B. De Mille, sobrevalorado director que potenció el cine como espectáculo, Reginald Barker, Stuart Paton, Herbet Brenon, el francés afincado en Estados Unidos Maurice Tourneur y los propios cineastas que compartieron círculo con Griffith en la productora Triangle: Thomas H. Ince, Jack Conway, Allan Dwan, Raoul Walsh, Victor Fleming o Sidney Franklin.

Habría que esperar a la década los años 20 para que el legado de Griffith fructificara tanto en Europa como en América…Pero esa es otra película.

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