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El comienzo de Ana Karenina se ha convertido en lugar común para quienes reflexionamos sobre la diferencia y la semejanza: “Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”. La formulación tolstoyana podría reescribirse políticamente en una interpretación de la realidad social de los últimos años de nuestro país. Aunque lo cierto es que el actual “motivo especial” para sentirnos desgraciados tiene sus propios antecedentes.
El historiador Tuñón de Lara decía que Joaquín Costa había sufrido un espejismo porque confundía “las causas con las consecuencias. Producto de esa confusión es su ilusión, su espejismo: la revolución desde arriba”. Pero también es plausible pensar que Tuñón se mostraba excesivamente crítico, extralimitándose en su atribución de intenciones revolucionarias impropias. Es cierto que las ideas regeneracionistas de Costa aludían con frecuencia a una terminología radical que gustaba de expresiones como: “La revolución es fuerza puesta al servicio del derecho enfrente de la fuerza puesta al servicio de la injusticia”. Pero, en esencia, era un liberal con un hondo sentido democrático. Posición compleja, cuyas variaciones tendrían más que ver con las circunstancias políticas concretas de la Restauración que con auténticas modificaciones de su línea estratégica: el combate político permanente contra la “oligarquía y el caciquismo”. Las similitudes entre aquellas aspiraciones de regeneración política y las actuales reivindicaciones ciudadanas resultan más que aparentes.
También es fácil rastrear las equivalencias estructurales, y de dinámica institucional, entre la Restauración y el Régimen del 78. La crisis de la Restauración es la crisis de un modelo, su agotamiento, una etapa que pedía el relevo. Y, como toda verdadera crisis, respondió a una multiplicidad de factores y causas. Al “desastre del 98” –la derrota militar frente a EE.UU con la perdida de las últimas colonias- y el asesinato de Cánovas por el militante anarquista Angiolillo, habría que sumar la creciente desafección hacia las instituciones y la crisis económica que asfixiaba a la mayoría social. Una situación agravada, además, por el deficiente funcionamiento de un régimen político basado en el “turnismo” -la alternancia parlamentaria entre conservadores y liberales- en el que el Estado se encontraba sometido al servicio de una minoría oligárquica.
La situación actual no es idéntica, por supuesto, pero conserva elementos centrales de aquel sistema. Un ejemplo sería el citado turnismo; otro, la demostrada impotencia de la vieja partitocracia para asumir el reto de la recuperación social del país. Así lo confirma la perplejidad de los analistas políticos profesionales y su incomprensión de los actuales fenómenos sociales, síntoma evidente de la distancia insalvable entre las realidades artificiales con las que trafican ciertos discursos y la generalizada percepción social de fin de ciclo. Bajo el “manto de normalidad” pregonado por los organismos oficiales han ido creciendo un profundo desasosiego político y el desencanto ciudadano hacia las instituciones. Asistimos a una enmienda a la totalidad del tradicional “sistema de partidos” y sus dinámicas entrópicas. Frente a la irresponsabilidad de los funcionarios del Régimen, la ciudadanía ha roto relaciones.
La ruptura entre la ciudadanía y su actual representación institucional es el resultado de una política diseñada al margen, sino en contra, del interés general de la mayoría social. Tanto el establishment gubernativo, como la cómplice oposición parlamentaria, se han desvinculado unilateralmente de unas demandas ciudadanas que hoy reconstruyen sus lazos afectivos y políticos en nuevos espacios de identificación social colectiva. Nuevas identificaciones políticas que pueden leerse como la insurrección del sentido común de la gente frente a una partitocracia parasitada por la corrupción endémica y el inmovilismo, y que ha incumplido sus compromisos constitucionales operando como instrumento político al servicio de las élites financieras. Una reedición, en toda regla, de la vieja alternancia entre liberales y conservadores que ha subordinado los intereses de nuestro país a los beneficios de la ideología contable y las “cuentas de resultados” de unos pocos. Deberían haber recordado a Cicerón enfrentándose al despotismo de Marco Antonio: “Sea cual sea la forma en la que nos trates, mientras continúes actuando de la misma manera, no has de poder, créeme, durar demasiado”.
Llegados a este punto, el solipsismo orgánico y las inercias caníbales de los partidos tradicionales impide cualquier maniobra efectiva de regeneración democrática interna y/o externa. Cosificados como elementos ornamentales de una mecánica institucional diseñada para neutralizar la acción colectiva, los viejos partidos se han convertido en el símbolo de una renuncia permanente a la acción regeneradora. El único discurso que conocen, el electoralista, formula la renuncia a la política en serio y su sustitución por la demagogia y el barro. Atrapados en un pragmatismo indoloro, dictado por los sondeos de opinión, se han transmutado en artefactos incapaces de canalizar las demandas sociales generales.
El enorme estruendo del silencio incómodo, el canto del mimo, ha ocupado las propuestas programáticas de los partidos del sistema. Dicho de otra manera, aprovechando que Sánchez Ferlosio ha vuelto de nuevo a la escena pública, “lo más sospecho de las soluciones es que se las encuentra siempre que se quiere”. Soluciones encontradas por quienes crearon los problemas; soluciones de urgencia fabricadas para camuflar intereses inconfesables; soluciones gatopardistas para sobrevivir a cualquier precio.
La crisis de los viejos partidos de masas no es contextual, es estructural, y su tendencia a la descomposición es obvia e irreversible: el ciclo político del Régimen del 78 toca a su fin. Podemos es la impugnación ética de una estructura de segmentación y dominación social que ha pretendido enmudecer a la mayoría a través del monopolio del lenguaje político. La nueva cultura política incorpora el vocabulario y el sentido de lo popular, políticamente reactivado, como sujeto colectivo de cambio. Y esta apertura del espacio político es irreversible. Las tentativas de una segunda Restauración, representadas en opciones diseñadas para el recambio, están condenadas a fracasar. El próximo domingo contaremos con una nueva aritmética parlamentaria que certificará la regeneración democrática. Ahora, como entonces, tenemos el deber de (re)construir un país donde la gente tome la iniciativa política para conquistar su presente y su porvenir.