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De nuevo absorto en algo, pero sin llegar a un nivel de perplejidad que me impida ver el mundo como realmente es. Anoche escribí en hojas sueltas unos trazos: Una huerta abandonada da ella misma, se da un ojo a las malas hierbas, y así misma el amor del sol, y le quita a lo amado un poco.
Por la mañana Josefine Adler me manda un mensaje con el enlace de un programa de inteligencia artificial llamado Verse by Verse. Ha estado jugando con ello toda la noche. Le ordenó hacer un collage mezclando textos de Emily Dickinson y Emerson, al que tituló los hijos de Dick y los de Emer.
Lo que salió fue –Quien negro para ver su principio plateado. Pero en cada pausa la visión volaba, encuentro de captura social en semblante– En otro mensaje Adler me confirma lo que pienso –Con la poesía por el momento no pueden– Aún nos queda la esperanza de un lenguaje humano. Llueve como dios manda, esta frase es heredada de madres, padres y abuelos, yo la heredé de mi madre. Llueve a gusto de todos.
Me he instalado unos días en una vieja casa de piedra a las afueras de Navasfrías de Ríoseco, el escritor O.H. me la ha prestado hasta las navidades. Desde estos lugares se ve mucho, una gran amplitud de espacio que finalmente se convierte en espíritu. El círculo del paisaje encerraba tierra quemada, más allá lo mismo, tierra quemada de aquí a Portugal. Un círculo imaginario, siguiendo la línea, a cada paso levantaba polvo de ceniza. Hay una bondad negra en ese cultivar un yo insulso.
Mis monasterios y claustros en realidad son cárceles de paja. ¿A que sabe el cielo entonces? El sabor del agua nos da pistas [Eben] Esa transformación o canje entre espacio y espíritu, que aquí se da fácilmente, en las ciudades se invierte. La visión se achica y el hábitat del espíritu se esfuma.
Surge entonces la necesidad vital de la movilidad nerviosa. De un punto a otro de la ciudad se tarda lo mismo que desde aquí a San Martín de Trevejo yendo por la vieja cañada de Aldeia Negra, pero igual que en la ciudad, aquel que va, apenas ya habla con nadie a lo largo del día. Él ha caído en la red como un pájaro para la taxonomía. Aquí, entre valles graníticos que afloran de la tierra apenas podrías hablar con alguien a no ser que te encuentres a lo largo del camino de Foios, mientras buscas el nacimiento del Coa, ya en las altura de sierra Malcata con un cabrero portugués, o al ir a comprar tabaco al estanco del pueblo, siguiendo la estrecha carretera a la que llaman Avenida de Extremadura con el taxista del pueblo.
La conversación será de ¿ascensor? Pero podría darse el encuentro con un charlatán que te desnudase gracias a la inteligencia del suelo. Un habla maravillosa a punto de perderse. El lugar está asolado, la sensación que produce es la de una tierra vieja muy vivida. Ahora descansa aplastada en sus moles graníticas. El libro del paisaje, el aire pasa las páginas, las noches y los días, no hay nada escrito. Lo leemos caminando. En el cuaderno apunto esto, alguna vez se producirá el trasiego. Tengo las manchas de tinta, azul y negras en las camisas y los trajes.
No concibo una jornada de escritura, no más de dos horas y media al día, repartidas en sucesivos instantes, sin que las manos terminen manchadas. A estas manchas de tinta las llamo Taches d`honneur. Acudo siempre al agua para todo, del lavado de manos a nadar en el río ¿Yeltes, Coa, Agueda o el Ladrón? El Coa y el Agueda nacen muy juntos, tienen las mismas fuentes, se tocan el dedito, después siguen cursos diferentes. En el mapa topográfico son dos filamentos o venitas azules. Ríos pequeños entre bosques de ribera. Filogénesis. Él dice que también hay una historia geológica de la poesía, se retrotrae a los átomos. Pronto me di cuenta de que la poesía mancha menos, pero sus Taches d`honneur son más grandes. Lugares donde no se habla, orillas de ríos, desiertos, cimas de montañas.
En ellos se escucha el rumor del agua o el silencio de un cielo que huele a barro. Batiburrillos, pero han llegado de alguna manera a ti los Mischmasch. ¿Y de pronto dónde reapareces tú, después de tanto tiempo, mi querida y vieja amiga? Siempre te llamé Vespa o Débora, y tu aguijón dulce se clavaba en la espalda. La última vez fue en la costa. Muchos días junto al mar me aburren ¿el paisaje? ¿existe eso? Un pueblo lleno de pequeños hoteles, distingo cada uno por su olor, cada habitación por su olor ¿cada mar por su olor? En Cuenca crucé el puente de viga de San Pablo corriendo. Caminar sobre el aire, el vértigo, las fuerzas de succión tiran de mí, para contrarrestarlas corro, cuerdas elásticas me sujetan, romper con el pasado es el chasquido que se produce al romperse la cuerda, el latigazo es en el aire.
Ya al otro lado del puente, con respiración agitada contemplo el vacío de la hoz del Huécar, el amigo que venía a mí lado atravesó el puente con los ojos cerrados, ciegamente se guiaba con el tacto en el pasamanos de la barandilla. Confluyeron nuestros vértigos. Lo efímero del tiempo es en realidad el in-a-bar-ca-ble instinto de ser más allá de uno mismo. No existe lo efímero frente a lo eterno. Uno se cansa de ser siempre el mismo, y el tiempo no actúa en nosotros –no contra ti– como si lo hace el agua en los guijarros o el aire en la cárcava, o el yo en el tú de cada uno.
Ese tiempo en nosotros, en el cansado y apático cuerpo actúa como el alma, a veces una sustancia es visible en la otra como reactivo, y solo mientras reacciona. Un camarero en una cafetería de la calle Carreterías me presta un bolígrafo de mina azul de la hermandad de donantes de sangre. La tinta y la sangre, con una mezcla de ambas escribía sus poemas la poeta de Lecce Dionisia Sparza. Oigo a unas señoras decir “Ahora sobra ropa” El frío bueno de las mañanas le da a los días sus horas vírgenes. En las lenguas futuras la palabra frío se extinguirá, o quedará devaluada a una ausencia de calor subjetiva.
En algunas lenguas ni eso, autodestruida, mientras perro o perra sustituirán a hijo e hija. Autodestrucción de todo, de cada cosa, estaban programadas. Yo me programo a favor del tiempo, soy el dueño de un cuerpo que me gobierna. Lo destruyo poco a poco. Apuntalar muros en perfecto estado, una manera de arte. Los troncos que lo apuntalan han sido intervenidos por el artista chino Wang Wei, el blanco de la cal reluce, repele la luz con fuerza, a cierta distancia parece incendiado. El propósito o finalidad de esta instalación ¿ninguno? es el tiempo de la nada, par soi-même duración en el vacío, debe aguantar cientos o miles de miradas. Arte es todo lo que contemplan en un momento dado a la vez un sinfín de personas en un lugar concreto sin un fin más alto.
El tiempo, que sobre todo recorre lo de adentro, se conmina con las fuerzas de la naturaleza contra la eternidad. Un árbol, un cuerpo mientras duerme, se entrañan, su velocidad de crucero es el instante. Después queda lo visual, la nube cambiante, la corriente del río, el tiempo dinamizador. La erosión da la forma verdadera a las cosas. Entonces comienzan interminables y lentos días de lluvia que desmoronan y disuelven la montaña de ceniza y aún más lentamente las moles del berrocal de Mochas.
También le gustaban palabras elásticas, tirar de ellas hasta romperlas, y colgar grandes ciudades de su yo. No hay nada que decir más allá del poema, solo otro poema. Sigo viéndote, allí, muy lejos, cada vez más, contra las leyes de la óptica ¿de nuevo en Cuenca? Por mucho que te alejes no dejo de verte, ni de oírte, en el sol, en el silbido de cada sol, ya no son los ojos ni los oídos, a veces es desesperante, otras me inclino por esto hacia la auténtica alegría. Escribimos para nadie, ya no sentimos temor por eso, tú te vistes dos veces, un traje por encima de otro, ni siquiera necesitas esconderte de ti.
Ahora llueve mucho, de noche llueve. Soñé con mis amapolas de invierno, negras, saliendo de la nieve. Una joven francesa caminaba sobre los lodos refulgentes de la playa de Châtelaillon en marea baja. También oía a los perros de las ciudades. Perros, muchos perros, cientos de perros, se la podría llamar la ciudad de los perros. Sueño con perros, solo oigo perros de madrugada. He ahí un hombre ante los pedazos de su yo.
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