Palabras Clave es el espacio de opinión, análisis y reflexión de eldiario.es Castilla-La Mancha, un punto de encuentro y participación colectiva.
Las opiniones vertidas en este espacio son responsabilidad de sus autores.
Este artículo nace de una fotografía tomada en Estoril en agosto de 1988. Dos muchachos, JAB y Brodsky posan a media tarde envueltos en una bruma marítima, detrás de ellos la punta de tierra de Cascais. Durante estos días he tenido al lado del cuaderno la fotografía. Me la había mandado JAB hace un par de semanas, y se la hice llegar a Brodsky. Una metaimagen del tiempo muerto, una visión del instante, un sesentavo de segundo o el cuatromilavo que logra capturar la luz y con él, la esencia de esos muchachos.
Sin embargo, esa imagen apenas ha sido capturada, comienza a envejecer y a sentir el paso del tiempo, su evolución. La luz la ha blanqueado durante todos estos años en los que permaneció olvidada en algún cajón, o entre las hojas de un libro. Dos muchachos de apenas veinte años posando en el estuario. Están envueltos en la bruma marítima, una luz cenital, de media tarde, detrás de ellos la punta de Cascais y los acantilados de la Boca del Infierno, donde un día de 1930 Pessoa y el ocultista inglés Alesister Crowley simularon un suicidio arrojandose a aquel agujero negro.
Esos huecos oscuros entre un tiempo y otro son el espacio de la memoria, en esos profundos e infinitos agujeros oceánicos la memoria crea un espacio mítico. Las fotografías esconden más que muestran, esta se ha vuelto a revelar con todo su sentido y su fuerza. Esos dos muchachos, ahora son más jóvenes que entonces, más inocentes e idealistas que en aquellos días. Sobrecoge mirarla detenidamente, ver como el color se ha velado, y la luz se ha ido comiendo esos rostros hasta devolvernos el instante tal y como fue. Ahora queda el aura de aquella alegría y de aquellos días gozosos en unos muchachos que se fueron río abajo a conocer el lugar donde muere el río.
Si la fotografía estuvo olvidada tanto tiempo entre las páginas de un libro, o en una bolsa negra entre otras fotografías, fue precisamente para revelarse ahora nuevamente con todo su sentido. Una reliquia más que un documento, o una instantánea de aquel tiempo nuevo, como quien para copiar un Vermer, prefiere la fotografía a tamaño real que el cuadro mismo, pero sólo después de unos años, para darle su luz verdadera, la luz del alma de las cosas. Han pasado más de treinta años, y como un armagnac la imagen de aquellos muchachos ha cogido graduación, se ha revelado en espíritu a pesar de que la luz haya arrasado el papel, como el tiempo arrasa las revoluciones y los sueños.
Quizás el destino de esta fotografía sea volver a quedar olvidada durante mucho tiempo entre las páginas de un libro o dentro de un sobre blanco junto a otras fotografías hasta la llegada de otro momento propicio. En este tiempo oscuro en el que apenas se revela nada más que lo fantasmagórico, hay una cámara oscura donde las imágenes del futuro aparecen veladas e irreconocibles. La nostalgia se vuelve una energía del futuro, la necesitas, necesitas de ella para construirte y volver a revelarte entre los hombres. Si desapareciera esta fotografía nuevamente, que al menos quede aplastada dentro del libro de las imágenes de Rilke.
La estampa de estos dos ángeles inocentes antes de subirse al tren de Estoril en el Cais de Sodre. Ángeles de una revolución de arena de playa. Una fotografía aplastada entre dos poemas marmóreos de Rilke. Una fotografía radioactiva, lo que de ella emana es el tiempo perdido. JAB y Brodsky antes de subirse al tren de Estoril deambularon por la vieja ciudad. Aquella mañana de agosto subirían y bajarían por las calles del Chiado dejándose deslumbrar en el laberinto de la luz y de las viejas calles adoquinadas, mirarían el río desde el calvario de Morería. Habrían pasado antes por la plaza del Carmo buscando a Salgueiro Maya. Después, agotados, se habrían tirado a descansar a la sombra de un naranjo en una placita de Alfama. Desde allí miraron el río, y las orillas de Barreiro y Almada, pensando en cruzar en transbordador al otro lado. Las aguas ardían como cristales rotos, la luz les hacía daño en los ojos, y ellos, de un lugar de Castilla, río arriba, sin ser gentes fácilmente impresionables, y a los que apenas las cosas de este mundo deslumbran, ya habrían quedado desnudos en la luz, y quemados por el sol, dentro del mismo sueño blanco de la ciudad. Sin embargo JAB, habría dicho, como siempre lo hacía “¿Finalmente es esto? ¿Aguas perdidas en las aguas?” Brodsky asiente, y le da la razón, pero siempre dice “Si, pero”, el “Si, pero” de Brodsky, con su “hemos llegado tarde, siempre llegamos tarde”.
Volverían a pasar de nuevo por el largo del Carmo, donde olerían las jacarandas en las ruinas del convento, desde allí habrían bajado por las estrechas calles que llevan al Rosio, y sin interrupción como dos penitentes de los sueños llegarían de nuevo a la estación de Santa Apolonia, donde muy temprano aquella mañana se habían bajado del tren que les llevó desde T. Brodsky nunca había visto el mar y no sabía nadar, aún hoy no creo que sepa nadar ni montar en bicicleta. JAB había visto el mar por primera vez en Santander, y después en Valencia. Continuaron por las vías del tren en busca de fábricas de cemento, alguien les había dicho que los muros de esas fábricas estaban llenos de imágenes sobre la revolución de abril, y de fantasmas haciendo asambleas de trabajadores y soldados. No encontraron nada digno de mención, cansados de caminar se echaron a descansar en Braço de Prata, a la entrada de una fábrica de lápices. Para aquel viaje habrían botado una barca al río en T. y se habrían dejado llevar aguas abajo. Al menos así lo habían imaginado, así querrían haber llegado a la ciudad. Los días de aquel tiempo se han craquelado a un todo.
Aquella tarde de agosto, cansados de vagar por las calles de Lisboa, se subieron en el Cais de Sodre al tren de Estoril. Las playas estaban llenas de gente, los niños jugaban al futbol, el agua estaba muy fría y por timidez o miedo, ellos sólo se mojaron los pies en ella. De noche plantaron una vieja tienda de campaña en la playa. Brodsky nunca había visto el mar y no sabía nadar, llevaba en su mochila un libro de Karl Popper y un ejemplar del New York Times que había comprado en la estación y le servía de sabana; terminó haciéndose con una de las hojas un gorro de papel para proteger su cabeza del sol.
Sin haber calculado el efecto de subida y bajada de las aguas que podría tener la marea del océano, en el momento álgido de la pleamar, durante la madrugada, el agua les entró en la tienda mientras dormían. Aquella frágil casa de tela terminó a la mañana siguiente en un cubo de basura. La fotografía dice todas esas cosas, sólo hay que mirarla muy detenidamente. Después deambularon unos días más entre Lisboa y Sintra buscando incansablemente a Salgueiro Maya.
Estos dos muchachos, estos dos amigos ahora son más jóvenes que entonces, más inocentes e idealistas que en aquellos días de sol y revoluciones de arena. Como en una odisea pequeñita vagaron por la ciudad y sus calvarios en un viaje iniciático que jamás olvidaremos. Se fueron rio abajo buscando el lugar donde muere en el río. Quizás aprendieron que las revoluciones no existen más allá de las fotografías. Junto al cuaderno la tengo, ahora irradia lo que aquel momento no irradió. Ha retenido el espíritu del momento. Contemplarla ahora es embriagarse de nuevo con la emoción retenida durante más de treinta años. Brodsky lo sostiene, JAB no llega a desmentirlo, pero quien hizo esa fotografía aquella tarde de agosto fue el capitán Salgueiro Maya. Se lo habían encontrado en una terraza junto al mar y le pidieron ese favor. Sus ojos, los ojos del eterno capitán de Abril.
0