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Las mascaradas, los carnavales más ancestrales, resurgen en Castilla y León

Los Cucurrumachos Navalosa (Ávila).

Ángel Villascusa

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Carnaval es tiempo de mascaradas en Castilla y León. Aunque muchas de ellas se amontonan al inicio de la Cuaresma, estas fiestas prerromanas o célticas, se celebraban en el periodo entre el solsticio de invierno y el equinocio de primavera. Estos carnavales ancestrales están poblados de personajes a caballo entre lo animal y lo humano como los cucurrumachos de Navalosa (Ávila) o los jurrus de Alija del Infantado en León, y se cree se utilizaban para marcar el ritmo de las estaciones así como los ciclos de vida de animales y plantas.

Según explica Bernardo Calvo en su libro Mascaradas en Castilla y León, el tipo de máscara varía según la actividad que tradicionalmente desarrollaban los pueblos en los que tenían lugar las celebraciones. “En las zonas de actividades pastoriles se creaban máscaras demoníacas; el mundo agrario se decantaba por las zoomorfas de vaca; y, como símbolo de la fertilidad universal, el toro; el caballo sirvió para llevar las almas de los antepasados”, relata.

Aunque una veintena de las mascaradas que siguen existiendo se celebran en carnaval o en verano, la concentración al inicio de la Cuaresma, es decir, en el fin de semana de Carnaval, tiene un sentido histórico-religioso. Según explica Calvo, estas festividades de origen prerromano, se adaptaron bien a la cultura romana, dispuesta adoptar costumbres, dioses y fiestas. Con el surgimiento del cristianismo, las mascaradas fueron vistas como representaciones paganos, por lo que muchas desaparecieron paulatinamente. Las que sobrevivieron tuvieron que amoldarse a convivir con una nueva religión.

“Con el tiempo, la cuaresma y el carnaval fueron refugio de algunas mascaradas de invierno ante las presiones eclesiásticas”, explica Bernardo Calvo. A pesar de su carácter evidentemente festivo, para el etnógrafo, las mascaradas “no por ser paganas, son menos religiosas que cualquiera de las celebraciones litúrgicas cristianas”. Con todo, las presiones de la iglesia católica no lograron hacer desaparecer las mascaradas del todo. Pero la despoblación sí las puso en riesgo.

Ni las fuertes multas ni las excomuniones consiguieron acabar con la tradición. Hoy se conservan alrededor de cincuenta mascaradas de invierno, solo en Castilla y León. También se celebran algunas en Galicia y Extremadura. La estocada casi final se la dio el éxodo rural de los años sesenta. “Cercenó a la juventud de las zonas rurales y supuso la desaparición de más del doble de las mascaradas que había hace poco más de medio siglo”, explica Calvo.

Intentos de recuperación

En los últimos años también se han producido intentos para recuperar estas fiestas. En Ávila, la Asociación Sociocultural Siempreviva en Pedro Bernardo, logró recuperar su mascarada local, Los Machurreros. Este hito les llevó a crear en 2013 el proyecto Mascarávila, que trabaja con dos objetivos: consolidar y dar visibilidad estas manifestaciones de patrimonio etnográfico en los pueblos y convertirlas en aliciente turístico para el visitante.

En la provincia de León, la que más mascaradas tiene junto a Zamora, también ha recuperado la tradición en muchos municipios. Riello fue uno de las primeros municipios en hacerlo. En 1987 tras cincuenta años de parón volvió a celebrar la Zafarronada, una fiesta que ha sido declarada de Interés Turístico Provincial. También en la Montaña de Riaño en 2009, un grupo de vecinos logró recuperar el Antruido. Lejos de quedarse en la anécdota la celebración se ha ido extendiendo por toda la comarca.

Las mascardas ya no sólo se concentran en la estación fría. “En invierno, el periodo comenzó en Navidad y termina el martes de carnaval y es este fin de semana cuando se concentran las guirriadas, las madamas, los toros, los antruejos tradicionales que seducen al visitante que no conozca esta tradición”, resume el investigador Iván Martínez. Para garantizar su supervivencia se han movido fiestas tradicionales a los fines de semana, e incluso al verano, para posibilitar la asistencia de aquellos vecinos que se marcharon de los pueblos.

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