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30 años de grafitis en el metro de Barcelona: una práctica ilegal cargada de riesgo y adrenalina

Un grafitero en el metro de Barcelona, en una imagen reciente.

Pol Pareja

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¿Quién fue el primer barcelonés que, hace más de 30 años, decidió colarse en el metro para pintar un graffiti en uno de sus vagones? Nadie lo sabe y la incógnita difícilmente será resuelta, pero ese día empezó un fenómeno ilegal que sigue vivo tres décadas después y lleva de cabeza a las autoridades. A día de hoy, casi cada noche hay grupos de jóvenes -y no tan jóvenes- que se juegan la vida para colarse en el suburbano, pintar en sus vagones y vivir una experiencia cargada de adrenalina. 

Se pasan horas vigilando al personal de seguridad para conocer sus rutinas. Burlan sensores de movimiento y cámaras de vigilancia. Acceden por respiraderos y conductos de ventilación a lugares reservados. Esquivan metros en movimiento. Fabrican escaleras de cuerda para salvar desniveles de varios metros y se conocen como nadie las tripas de la ciudad. Todo ello para hacer unas pintadas efímeras que nadie va a ver porque son borradas a las pocas horas. 

El libro ‘Barcelona Showdown’ analiza por primera vez este fenómeno en la ciudad desde sus inicios hasta la actualidad. Sus autores han buceado en archivos de viejas fotos analógicas y han contactado con veteranos grafiteros que ahora son padres de familia y tienen casi 50 años. También han entrevistado a decenas de protagonistas de este submundo que hasta la irrupción de las redes sociales había pasado prácticamente desapercibido.

El resultado es un libro de más de 250 páginas, editado gracias a una campaña de crowdfunding, del que se han vendido un millar de ejemplares en apenas unas semanas. Después de recopilar más de 1.000 imágenes y hacer más de 30 entrevistas, el volumen ofrece acceso a este movimiento clandestino que nació en los 70 en el metro de Nueva York y acabó revolucionando el mundo del arte contemporáneo. Tras desaparecer de la Gran Manzana a finales de los 80, el grafiti en el metro saltó a las principales ciudades europeas, donde se ha mantenido hasta la actualidad como una especie de sociedad secreta que actúa bajo tierra.

Lo que para muchos es una simple gamberrada adquiere en estas páginas otro cariz: se analiza como un fenómeno artístico y social que ha ligado durante décadas a distintas generaciones de vándalos en la ciudad: los viejos enseñaban a los más jóvenes y así sucesivamente hasta trazar una historia propia del grafiti en Barcelona. Una actividad que, pese al romanticismo con el que se aborda, costó en 2019 más de 4 millones de euros a la empresa que gestiona el suburbano de la capital catalana (sin contar el dinero destinado a seguridad).

“Me di cuenta de que no se había hecho ningún libro específico que documentara esta escena en la ciudad”, explica en una cafetería de Barcelona Mark Madness, pseudónimo de la persona que ha coordinado el proyecto. Durante lustros él también fue uno de esos grafiteros -entre ellos se llaman escritores- hasta que hace cuatro años aparcó los espráis aunque siguió participando en las incursiones en el metro. “Sentí la necesidad de fotografiarlo todo: los momentos previos, los posteriores y los minutos en los que duraba la acción de pintar”, remacha.

A pesar de ser un viejo conocido del grafiti barcelonés, tuvo que superar las reticencias de un submundo totalmente hermético, alérgico a compartir información e imágenes de las obras pintadas con cualquiera que no forme parte de su círculo más próximo. “Muchos desconfiaban de mí, había muchas reticencias”, recuerda. “No sabían qué iba a hacer con las fotografías que habían estado guardando bajo llave durante años”.

Los pioneros del movimiento

‘Barcelona Showdown’ hace un meritorio esfuerzo para responder a una pregunta: ¿Cómo y cuándo empezó este fenómeno en la ciudad? Gracias a los textos del doctor en Historia del Arte y estudioso del grafiti Jaume Gómez, el libro ofrece mucha información sobre los inicios de este fenómeno a mediados de los 80 y su evolución posterior.

El origen se sitúa en los grupos de bailarines de breakdance que en 1984 se juntaban en la estación de metro de plaza Universitat. Atraídos por todo lo vinculado a la cultura hip hop, los breakers empezaron también a hacer firmas y pintadas a imitación de la escasa información que llegaba de Nueva York. 

Con los años empezaron a consolidarse los primeros escritores en una Barcelona preolímpica en plena expansión, donde se fueron creando de manera improvisada espacios en los que los grafiteros desarrollaron su técnica y estilos. Desde EEUU llegaron los primeros documentales como Style Wars (1983), que mostraba la escena en el suburbano de Nueva York, y los inexpertos grafiteros catalanes empezaron a mirar el sistema de metro de la ciudad.

No fue hasta febrero de 1987 que los grafiteros penetraron en los túneles para hacer sus primeras pintadas. No se sabe cuál fue la primera obra, pero varios testimonios la sitúan en febrero de ese año en las desaparecidas cocheras de La Bordeta. En el libro sí que aparece el primer grafiti en el metro del que se tiene constancia documental: una obra en un modelo de vagón que ya no circula actualmente, fotografiado en 1988 desde el puente de Santa Eulàlia (L’Hospitalet).

“Ha sido muy difícil obtener pruebas gráficas de los grafitis de esa época”, explica Mark Madness, que reconoce que ha investigado durante años para intentar saber quién fue el primero de todos en hacerlo en el metro de la ciudad. “A diferencia de ahora, no había tradición de sacar fotos a los grafitis y todo ha quedado en las memorias de sus protagonistas”.

La “profesionalización” de la escena

Según el libro, entre 1994 y 1999 el fenómeno se consolidó y se “profesionalizó”: los tipos que pintaban en el metro de la ciudad ya no eran chavales a los que les gustaba el breakdance, el hip hop y el grafiti en general sino colectivos especializados en esta práctica concreta: un grupo de apenas 20 o 30 grafiteros que se hicieron con el control del subsuelo. 

“A finales de los 90 irrumpieron cuatro o cinco grupos organizados que se especializaron en pintar solamente en el metro”, apunta el autor. “Pintaban cada semana, tenían el control de todo el sistema y quien intentaba acceder a este universo sin su permiso no era bienvenido”.

También empezó en ese periodo la tradición de tomar fotografías de las obras pintadas, un hecho que ha permitido recopilar gran cantidad de los grafitis que se hicieron durante esos años. Aparecieron las primeras publicaciones especializadas que documentaron el fenómeno, así como tiendas para grafiteros e incluso pintura en spray pensada para este colectivo: la empresa catalana Montana Colors fue la primera compañía mundial que en 1994 lanzó aerosoles diseñados para pintar grafitis.

La consolidación de Barcelona como ciudad global a principios de los 2000 atrajo a todo tipo de grafiteros a la capital catalana, convertida por un lado en una de las mecas del arte callejero y por otro en un referente del grafiti ilegal bajo tierra. Las incursiones en el metro se convirtieron en una subcultura dentro de otra subcultura, la del grafiti, que empezaba a ser reconocida por instituciones artísticas y administraciones públicas.

Es a partir de esa época en la que el grafiti en el metro se erige, de alguna manera, en el último eslabón sin comercializar del fenómeno: mientras galerías de arte y marcas de todo tipo empezaron a encumbrar a artistas de la calle, el grafiti en vagones se convirtió en la única vía para mantenerlo fuera del circuito comercial: al ser ilegal nunca podía ser comprado ni vendido ni utilizado para ninguna campaña publicitaria. 

Después ya llegaría internet, las redes sociales y el fenómeno perdería ese halo de secretismo y clandestinidad. A día de hoy hay más grafiteros que nunca y, a diferencia de otras subculturas y tribus urbanas de finales de los 90 y principios de los 2000, parece ir en aumento en lugar de desaparecer paulatinamente.

Una práctica de alto riesgo

Más allá de la vertiente histórica, el libro también muestra cómo actúan los grafiteros a día de hoy con fotografías que rezuman riesgo y adrenalina. Mark Madness se ha pasado tres años acompañando a estos vándalos en sus “misiones” bajo tierra para fotografiar cómo actúan y mostrar hasta qué punto ha cambiado el juego.

Ya no son chavales caminando por túneles a la espera de encontrar vagones aparcados sin vigilancia, sino auténticos profesionales que saben hacer todo tipo de artimañas para colarse en un sistema cada vez más controlado. Tampoco se pintan los vagones durante horas, sino que ahora son acciones rápidas de pocos minutos antes de escabullirse a toda prisa.

“Los que empezaron en los 80 ven como el fenómeno es muy distinto”, señala el autor. “Antes era una especie de juego de niños y ahora es todo mucho más profesional. Hay que usar herramientas, todo tipo de utensilios y cuerdas para descolgarte y acceder a los sitios”. Según explica, el ritmo, dedicación y sacrificio que requiere hoy en día este tipo de grafiti poco tiene que ver con lo que ocurría en los 80. “No solo es el riesgo físico, sino enfrentarse a investigaciones policiales, multas y sentencias judiciales”, remacha.

El propio Mark experimentó los peligros del grafiti en el metro cuando tomaba fotografías para este libro. En una de las noches en las que se coló en los túneles junto a tres grafiteros, un vagón sin luces irrumpió de golpe por una curva en las vías cuando pensaban que el tráfico ya estaba cerrado. “Me pegué como pude a la pared y el metro me pasó a pocos centímetros”, recuerda. “Ese día pensé que iba a morir, pero que lo haría haciendo lo que me gusta”.

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