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Opinión - Sánchez no puede más, nosotros tampoco. Por Pedro Almodóvar
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Si crees que votar una vez cada cuatro años no es suficiente, este es tu sitio. Participar (más y mejor) nos reconcilia con nuestra condición de ciudadanos, pero no sólo eso. Participar aumenta la calidad de una democracia representativa que ha colapsado y nos permite tener mayor capacidad para la resolución de unos problemas aparentemente malditos. Porque la participación ciudadana es la mejor herramienta en nuestras manos para dotar de inteligencia a unas políticas públicas que nos van a afectar sí o sí, tanto si tomamos partido como si no. Al fin y al cabo, nunca el más sabio de los sabios tomará una decisión más sabia de la que pueda tomar el conjunto de la comunidad.

Daniel Tarragó y Gerard Quiñones (sociólogo el primero, politólogo el segundo, y a pesar de ello, amigos) llevan 15 años abriendo puertas y ventanas de instituciones españolas y latinoamericanas. Ahora abren este espacio para compartir mensualmente sus aprendizajes y experiencias. Y, no nos engañemos, para insistir en que la participación ciudadana no es una alternativa: es una necesidad.

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Y sin embargo, se mueve: sobre la lentitud de la participación ciudadana

Hace unos días, un artículo de eldiario.es lamentaba que “el sueño de la participación ciudadana avanza lento en los ayuntamientos del cambio”. Ocho meses después de las elecciones municipales, la bandera participativa con la que Ada Colau o Manuela Carmena irrumpieron en las instituciones ondea, a primera vista, a media asta. Sin embargo, no está claro a quién hay que culpar de esta situación: ¿a los ayuntamientos del cambio? ¿a la misma participación ciudadana? ¿O a ninguno de ellos porque no hay culpa alguna  a repartir? Quizá nos encontremos sólo delante de un problema de gestión de las expectativas y estemos exigiendo -a los ayuntamientos y a la democracia participativa- más de lo que nos pueden dar… y más deprisa de la cuenta.lamentaba

Democratizar la democracia

Con una crisis de legitimidad galopante, la democracia representativa tal y como la habíamos conocido hasta ahora estaba soportando una presión inaudita por parte de grupos de ciudadanos organizados cada vez más amplios. Una crisis tan profunda que la propia política y el funcionamiento de nuestras instituciones democráticas han dejado de ser la solución para convertirse en parte del problema. El lado bueno de este escenario dantesco es que parecería que, por fin, se podrían estar dando las condiciones objetivas para que las herramientas de la democracia participativa arraiguen.

Sin embargo, con los primeros pasos en esta dirección de aquellos que han abanderado el cambio, afloran argumentos diversos que cuestionan la tan necesaria democratización de nuestra democracia*. Unas críticas que hacen extraños compañeros de cama, ya que se encuentran por igual entre democratizadores y democratizados, entre los partidarios de cambiarlo todo y entre los de que todo siga igual.

La democracia participativa no es un freno; es un acelerador

Y en este memorial de agravios, la supuesta lentitud de la democracia deliberativa está siempre a la cabeza. A saber, la participación ciudadana es lenta porque retrasa la toma de decisiones y acaba convirtiendo la democracia en algo todavía más ineficaz.

La perspectiva del artículo es sintomática, por mayoritaria, y no merece ser objeto de crítica. Porque es cierto: puede que la democracia representativa, en su forma actual, no sea todo lo eficaz y eficiente que debería, pero por lo menos es más rápida. Atenazados por la impaciencia, exigimos respuestas inmediatas a las instituciones, casi por acto reflejo. ¿La introducción de mecanismos de deliberación ralentiza la democracia? Puede que, planteado así, sea cierto. Pero quizá sería más razonable preguntarse si la velocidad es un criterio relevante a la hora de evaluar los distintos tipos de democracia y las políticas públicas que éstas desarrollan.

A diferencia de la democracia representativa, la gestión participada de la cosa pública prioriza la inteligencia a la rapidez. Y para generar inteligencia colectiva es necesario introducir criterios ciudadanos en la definición de las políticas públicas. Lo que requiere invertir tiempo. Y el uso de este concepto -el de la inversión- no es gratuito ni caprichoso, ya que el acierto, la eficacia y la eficiencia de las decisiones dependen de su inteligencia, no de su rapidez. Podría haber, al hilo de lo anterior, una crítica en apariencia más sensata que la de la velocidad en sí: ¿qué tipo de inteligencia estamos obteniendo a cambio de nuestro tiempo? Y todavía más, ¿por qué debería considerarse superior esta supuesta inteligencia, muchas veces fruto de unas pocas voces, a las preferencias individuales agregadas en forma de participación electoral masiva?

La inteligencia colectiva permite escuchar, a través del diálogo, voces de actores sociales diversos, lo cual enriquece, y mucho, el contenido de las decisiones de los poderes públicos. No es lo mismo tomar una decisión contando con una única opinión, por válida y competente que sea, que deliberar el contenido de una política pública con un amplio espectro de ciudadanos y entidades. Una manera participada de entender la gestión que conlleva una idea de transparencia real que va mucho más allá de la aplicación cosmética de un cúmulo de indicadores cuantitativos que pocos consultan y nadie entiende (con los que el Ayuntamiento de Valencia consiguió unos sorprendentes 81,3 puntos sobre 100 en 2014).

Este diálogo social aparejado a la democracia deliberativa recupera un componente fundacional de la política, aunque a menudo olvidado: su capacidad pedagógica. La democracia deliberativa tiene la capacidad de crear capital social, incrementar la calidad de las actuaciones y, sobre todo, facilitar su implementación posterior, cuestionando el sambenito de la lentitud con la que se le asocia habitualmente. Los mecanismos de participación son, en realidad, aceleradores ya que no superan los conflictos por la vía de la imposición de las mayorías -como la democracia representativa- sino por la vía del consenso, creando espacios de acuerdo amplios que vencen las resistencias a la puesta en marcha de determinadas políticas públicas. Tomen un ejemplo inapelable: hace diez días en Amposta la gente del Delta se manifestó de nuevo, 15 años después, contra el Plan Hidrológico Nacional. Sin duda, el diseño técnico pudo ser muy rápido, y la iniciativa política para aplicarlo, inmediata. Pero su implementación no es que haya sido lenta, es que parece imposible al no contar con la complicidad sino con la oposición frontal del resto de actores afectados… pero nunca implicados.

La introducción de métodos deliberativos permite limitar, simultáneamente, los espacios a un falso unanimismo y al particularismo, ambos igualmente peligrosos para la gestión de lo común. A la vez que favorece la puesta en marcha de políticas públicas de mayor calidad y es una escuela de ciudadanía. ¿No merecen estos objetivos tan ambiciosos un poco de paciencia?

Un avance lento ¿pero seguro?

Estamos, pues, ante una doble limitación de velocidad: la que imponen las herramientas participativas y la de la adopción de estas herramientas. Y ambas, combinadas, pueden trasladar al ciudadano una sensación de lentitud exasperante.

No es una disculpa, pero sí una explicación plausible: asumiendo que los ayuntamientos de los comunes quieren realmente impulsar la participación ciudadana como manera de entender la cosa pública, deberán emprender antes tareas de desescombro de unos cimientos heredados sobre los que difícilmente se podría construir nada sólido. Y lo segundo impedirá que se vean, de manera inmediata, los frutos de lo primero.

Aunque cabe decir que no siempre es así. Otros grandes ayuntamientos de los llamados “del cambio” -como Badalona- se han puesto en marcha antes, con mayor convencimiento y mejores resultados. Se entiende, pero, que lo que pase en Barcelona y en Madrid va a condicionar las posibilidades de éxito de otras iniciativas que se vayan a poner en marcha o, incluso, de muchas otras que llevan décadas de recorrido.

La cultura política de instituciones mastodónticas como los ayuntamientos de Barcelona y Madrid no se cambia de hoy para mañana y sólo con buenas intenciones. Lo admitía Joan Subirats: “falta cultura de la participación”. Nadie nace enseñado, y se puede y se debe aprender tanto a mandar como a ser mandado. Estamos asistiendo todavía a los primeros pasos de este proceso de alfabetización. Pero si la convicción de sus promotores no desfallece ante la impaciencia de los propios y la presión de los extraños, veremos cómo la curva de aprendizaje crece exponencialmente y las instituciones -ya abiertas, ya coparticipadas por una ciudadanía formada- cogen velocidad de crucero. Todos los indicios apuntan en esta dirección: Barcelona ya ha anunciado más de 1000 talleres participativos para diseñar su Plan de Acción Municipal, y Madrid no le andará a la zaga con la remodelación de Plaza España.

Volviendo al inicio, sí, puede que el sueño de la participación ciudadana avance lentamente. Pero lo noticioso -e importante- no debería ser su lentitud. Sino su avance. Que no es poco.

*Este artículo es el primero de la serie mensual “Los mitos de la participación ciudadana”, que intentará desmontar los distintos argumentos de uso habitual contrarios a la adopción de mecanismos deliberativos.

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Daniel Tarragó y Gerard Quiñones (sociólogo el primero, politólogo el segundo, y a pesar de ello, amigos) llevan 15 años abriendo puertas y ventanas de instituciones españolas y latinoamericanas. Ahora abren este espacio para compartir mensualmente sus aprendizajes y experiencias. Y, no nos engañemos, para insistir en que la participación ciudadana no es una alternativa: es una necesidad.

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