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Un local público de Barcelona ocupado por 50 migrantes sin papeles, ante su desalojo inminente: “Nos joden la vida”

Mahdi, en uno de los cubículos que ha construido en la Tancada Migrant

Sandra Vicente

Barcelona —

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Mahdi tiene 26 años y con 13 migró solo, agarrado a los ejes de un camión, desde Tánger (Marruecos) hasta Barcelona. “Soy de los pocos que ha conseguido hacerlo del tirón”, dice este joven. Toma su teléfono móvil y enseña fotografías de su familia y de algunas habitaciones. Son de Centros Residenciales de Acción Educativa (CRAE) para menores no acompañados en los que estuvo hasta que cumplió 18 años. Luego, se vio sin techo.

“Albergues, casas ocupadas, la calle...”. Mahdi enumera los lugares en los que ha vivido desde su mayoría de edad. Fueron unos dos años de incertidumbre hasta que un amigo le habló de la 'Tancada Migrant'. Se trata de una residencia para personas migrantes situada en uno de los edificios que antaño acogieron la escuela de arte Massana, en el barrio del Raval de Barcelona, y que fue ocupada en 2018.

Pero las cincuenta personas que, como Mahdi, residen allí ya han empezado a buscar otro lugar para vivir. Este espacio, que en su día recibió la visita del president Quim Torra y contó con el beneplácito del consistorio de Ada Colau, ahora pende de un hilo. El Ayuntamiento de Jaume Collboni inició en septiembre un proceso para desalojar el el inmueble -de titularidad pública- y recuperarlo.

Después de diversos intentos de desalojo frustrados por colectivos del barrio, el consistorio dio un plazo de 10 días a los residentes para que se marcharan de forma voluntaria. Ese plazo ha acabado este viernes 8 de marzo y en cualquier momento puede aparecer una patrulla de la Guàrdia Urbana para desalojar a los cincuenta migrantes que viven en la Tancada.

El consistorio ha optado por un desalojo por la vía administrativa, que no pasa por juzgados. Basta con que la administración propietaria del inmueble justifique que el espacio es de utilidad pública y requiere darle uso. La notificación de desalojo, a la que ha tenido acceso este diario, no va firmada por un juez, sino por Albert Batlle, concejal del distrito de Ciutat Vella y también teniente de alcalde y concejal de Seguridad.

Los principales motivos que expone el Ayuntamiento para desalojar el lugar son “los requerimientos de seguridad y salubridad exigibles para el uso de este local” y argumentan que la Guàrdia Urbana ha debido actuar de manera “reiterada” debido a incidentes “de orden público” ocurridos.

Tanto los residentes de la Tancada como colectivos del barrio que los atienden se muestran de acuerdo en que es un espacio “complicado y conflictivo”. “No es un buen lugar para vivir. El problema es que no tienen otra cosa que no sea la calle”, asegura Helena Martín, miembro del Sindicat d'Habitatge del Raval. “De vez en cuando hay peleas porque hay robos o porque hay malentendidos, cuestiones religiosas”, relata Mahdi, que apunta que “pocas cosas pasan” teniendo en cuenta las condiciones en las que viven.

Colchones, chatarra y bicis de Glovo

Al principio, la cincuentena de personas que vivían allí dormían en colchones en el suelo, lidiando con las goteras y humedades, así como con la falta de intimidad y la inseguridad de perder sus pertenencias. Pero con el paso del tiempo, los habitantes fueron construyendo pequeños módulos de menos de 3 metros cuadrados que se cierran con candado y dentro de los cuales cada quién se acomoda como puede.

Mahdi es uno de los más manitas y ha ayudado a sus amigos a construir cubículos de madera, reforzados y hasta con armarios y electricidad. Incluso ha llegado a levantar habitáculos de dos pisos para aprovechar mejor el espacio y dejar más lugar a las zonas comunes. “Hacemos lo que podemos -dice- No es una vida buena, pero es mucho mejor que estar en la calle”, explica Yunes, un joven de 21 años, también de Marruecos y que se dedica a recoger y vender chatarra.

Él llegó al recinto en 2019. Se lo recomendó su hermano, que ya había conseguido otro lugar en el que vivir. “La asamblea votó a favor de que me quedara”, recuerda el chico, explicando los métodos de decisión que se usan para organizar el día a día. Estuvo poco más de dos años porque consiguió un albergue a través de Servicios Sociales.

Pero la gran mayoría de sus compañeros no han tenido esta suerte. Al preguntar sobre si han recibido algún tipo de ayuda, Lili, una mujer nigeriana, se ríe sonoramente. “¿Ayuda? ¿Servicios Sociales? Meses intentando que me atiendan, pero no hay manera. Hoy es miércoles, ¿no? Pues hoy me tendrían que haber llamado y nada”, explica esta mujer, que ha perdido la fe en poder conseguir un techo si desalojan el edificio. “Es muy difícil”.

Desde el Ayuntamiento aseguran que se ha “solicitado la actuación de Servicios Sociales para explorar la situación” y poder dar la “atención social necesaria a los ocupantes” tras el desalojo. Pero el Sindicat d'Habitatge del Raval desmiente al consistorio y denuncia que los trabajadores sociales solo pasaron por el espacio en septiembre (cuando se incoó el expediente) para realizar un censo preliminar, pero no para estudiar cada caso. “Han tenido que pedir hora ellos y, algunos, sin éxito”, resume Martín.

“No nos van a ayudar”, sentencia Mahdi. “Y, aunque lo hicieran, ¿de qué me sirve un albergue?”, se pregunta, señalando diversas bicicletas con la característica caja amarilla de Glovo y un armario en el que hay sopletes, herramientas y diversos cableados. Este joven marroquí, como muchos de sus compañeros del lugar, trabaja como rider. “Es de las pocas maneras de currar si no tienes papeles”, explica.

Trabaja muchas horas y no gana demasiado; al no tener permiso de trabajo, Mahdi realquila de manera ilegal la cuenta de trabajo de Glovo a alguien que sí tiene papeles y que paga la Seguridad Social a cambio de un 30% de lo que gane. Así que no tiene más remedio que complementar sus ingresos con un pequeño taller de reparación de patinetes que ha montado en el edificio, en el que también arregla las bicicletas de otros riders.

Lo que más le preocupa ahora es no tener dónde guardar sus pertenencias, que son con lo que se gana la vida. “Si no tengo dónde reparar patinetes o si me roban la bici, me matan”, resume Mahdi. En los meses buenos, puede sacar unos 1.000 euros con sus dos trabajos. “Nos ganamos la vida como podemos, pero ¿quién nos va a alquilar un piso?”, añade.

Lili se hace la misma pregunta pero, en su caso, con un sustento mucho menor. Es una de las tres mujeres que residen en este local y relata que tiene muchos más problemas que los hombres para ganarse unos euros. Por eso, sus compañeros le dejaron instalar una pequeña tienda de ropa que cose ella misma en uno de los accesos del edificio.

Posa para el fotógrafo ante sus telas y con el cuello rodeado de una cinta métrica, justo cuando un par de mujeres se acercan a preguntarle el precio de unos bolsos. Son ocho euros, pero les parece excesivo y se van sin decir nada a Lili, que las mira con una evidente frustración. “Hay muchos días en que no vendo nada de nada”, se lamenta.

Un destino incierto

“La Tancada Migrant ha ido degenerando, pero antes era un lugar de cooperación y ayuda mutua”, recuerda Martín. Hace unos años, se establecieron puntos de asesoramiento legal para conseguir la residencia, permisos de trabajo o se informaba sobre cursos y demás oportunidades. Aquello se hacía de la mano de trabajadores sociales o funcionarios del Ayuntamiento de Barcelona, que acudían al espacio de manera “regular”, tal como explica a este diario Jordi Rabassa, exconcejal de Ciutat Vella durante el mandato de Colau.

Rabassa apunta que es consciente de que el recinto “no es un buen lugar para vivir”, pero recuerda que el sistema actual “excluye a muchas personas” y lamenta que el actual consistorio no sólo “no tenga contactos fluidos” con este espacio, sino que haya decidido desalojarlo. “Es un error”, remacha.

De hecho, cuando se ocupó el edificio, el Ayuntamiento de los comuns también incoó un expediente administrativo para recuperar la propiedad, pero tal como recuerda Rabassa, se suspendió el trámite porque “se priorizó buscar soluciones para las personas que vivían allí y acompañarlos en sus actividades comunitarias”.

Este expediente suspendido es una de las herramientas que quiere usar el Sindicat d'Habitatge para frenar el desalojo. Según sus abogados, cuando se suspende un expediente de este tipo y no se hace nada durante un año, la propiedad pierde el derecho a recuperar el inmueble por la vía administrativa y sólo puede hacerlo por la vía judicial, que es más lenta e incierta.

Por eso, están trabajando en un recurso contra el Ayuntamiento y pedirán medidas cautelares que impidan el desalojo hasta que el juez resuelva. Por su parte, desde el Ayuntamiento aseguran que el proceso se está haciendo “siguiendo todos los pasos necesarios, con todas las garantías jurídicas y procedimentales” e insisten en que su voluntad es dar a este espacio un “uso público como equipamiento para el barrio, la ciudad y el distrito”.

Desde el Sindicat d'Habitatge lamentan, sin embargo, que “jamás” se les ha explicado cuál es ese uso público, que el Ayuntamiento tampoco ha concretado a preguntas de este medio. “Será tristísimo que les echen, se vayan a la calle y esto se quede cerrado a cal y canto durante mucho tiempo”, aventura Martín.

Mahdi está resignado y nervioso por lo que le pueda pasar. “Nos van a joder la vida. Y no solo la nuestra: de mí depende mi madre, a quien le envío dinero todos los meses”, explica. Él, como todos, ha empezado a mover hilos y a buscarse la vida. Algunos ya han encontrado lugar en alguna casa ocupada. Unos pocos tienen todavía esperanza de acabar en un albergue y otros tienen claro que acabarán en la calle. “Ahora, a muchos sólo les quedará la calle y tendremos que montar un campamento. Pero, si lo hacemos, que tengan claro que será en Plaça Sant Jaume”, avisan.  

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