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Sentimiento, esperpento y populismo

Jordi Corominas i Julián

Suelo aprovechar las navidades para dar su oportunidad a muchas lecturas pendientes. La más destacada de estos últimos días ha sido La trahison des clercs, de Julien Benda, traducida al valenciano por la editorial Bromera. Esta obra de 1927 ha envejecido con mucha dignidad y resulta interesante leerlo desde el presente porque demuestra cómo determinados factores no han cambiado tanto de un siglo a otro.

Si lo analizamos en clave catalana alguna de sus perlas son todavía más vigentes. Casi al final del volumen encontramos la siguiente frase: Las multitudes no escriben sus memorias y los que las redactan no hablan de ellas. La sentencia es muy afortunada al demostrar cómo el juicio histórico privilegia el recuerdo de determinados nombres y olvida el conjunto de la ciudadanía que los apoyó a partir de ciertas premisas derivadas del contexto histórico.

Benda está obsesionado por un mundo que ha perdido su razón de ser porque los intelectuales han depositado la razón en un cajón sin fondo por la necesidad de estar presentes en la opinión pública y desdeñar su auténtica función, de la de formular juicios desligados de lo temporal para ser certeros sin dejar arrastrarse por las pasiones, que suelen basarse en el sentimiento. De repente figurar se volvió más importante que proponer desde el espejo que más tarde Andy Warhol llamaría los quince minutos de gloria, que en Catalunya se ha reflejado en muchos prismas que empezaron con los hombres de cultura flanqueando al President después de su retorno a Madrid y han alcanzado el paroxismo con una serie de manifiestos repletos de nombres con mucha queja y poca sustancia.

Gran parte del Procés desde la base debe entenderse desde ese sentimiento que las élites han alentado porque pocas han sido las propuestas de cara a un futuro país independiente. Dice Benda que al popularizarse el sentimiento nacional se ha convertido en orgullo susceptible que enfrenta unas formas de espíritu con otras. Ahí surge el horrible acto de la superioridad de una Nación contra otra mezclada con agravios que crecen al mencionarse el pasado como fuente de los mismos hasta llegar a un pozo sin fondo donde se imposibilita el diálogo y la cerrazón fortalece su frontera.

Los pasos esgrimidos por Benda han marcado la agenda política durante los últimos tres años y medio. Muchos han perdido el oremus sin considerar la posibilidad de fortalecer la idea, porque no ha existido otra, mediante argumentos que fueran más allá de grandes concentraciones, proclamas épicas o performances de regusto añejo. La última bala de la pistola fue la creación de Junts pel Sí y salió mal porque no consiguió su objetivo de lograr mayoría absoluta en las elecciones del 27S, complicándose la cuestión cuando en los siguientes comicios ganó En Comú Podem, defensora de un término medio bien distante de los extremos enfrentados.

Desde el 20D el esperpento, por la típica velocidad de los acontecimientos, se ha acelerado sin marchas forzadas, imponiéndose con naturalidad. Lo contemplamos con la asamblea de la CUP que quizá se mencione en el futuro como el extraño caso de la diabólica aritmética, pero si esa votación nos pareció aberrante sólo nos faltaba la noticia de una huelga de hambre para el acuerdo, un encierro de veinticuatro horas que en las redes muchos han visto como una estupenda oportunidad para perder los kilos ganados tras tantas cenas opíparas.

Al saber del ayuno pensé en Valle-Inclán y miré el calendario por si el desfase de las fiestas me había hecho retroceder hasta el 28 de diciembre. Mientras escribía el artículo la CUP ha decidido no apoyar la investidura de Artur Mas y la cuestión rebasa los límites de este texto al abrirse un nuevo panorama que en mi opinión depende de dos factores: la repetición del experimento de Junts pel Sí, mermado se mire como se mire, y si Ada Colau apoya a la variante catalana de Podemos. De ser así el abanico podría generar un parlamento con cuatro fuerzas capaces de tener entre veinte y veinticinco diputados y hasta se podría pensar en un futuro gobierno de izquierdas, pero es prematuro meditarlo, aún faltan muchos ingredientes en un plato que a buen seguro se llenará dentro de poco de muchos condimentos inesperados.

Los actuales líderes del vodevil no tienen altura para dirigirlo. Es muy difícil cambiar los cromos del álbum y en ocasiones es insuficiente. Lo mismo sirve para España, donde los autoproclamados partidos constitucionalistas ofrecen un espectáculo lamentable con su ceguera política. Susana Díaz y los Barones, muchos de ellos apoyados en sus comunidades por Podemos, rechazan el pacto con la formación de Pablo Iglesias, quien desde mi humilde punto de vista es muy inteligente al plantear la necesidad de un referéndum y ser coherente tanto con su programa como con las mareas que propician en gran parte sus sesenta y nueve diputados en el Congreso.

La celebración del plebiscito legitimado abriría las puertas a celebrarlos con más frecuencia como sucede en Italia. Esa sería una posibilidad. La otra se sustentaría en que el resultado de la consulta catalana no arrojaría un porcentaje determinante ni a favor ni en contra de la independencia, por lo que lo más lógico sería una solución a la escocesa que mejoraría la situación de Catalunya en el marco del Estado y abonaría el camino para una reforma constitucional.

No entender este punto es ponerse una venda en los ojos de tamaño mastodóntico. La llevan un grupo de bloqueadores. En un palacio quieren irse a toda costa. En el otro dicen que pactar con el diablo con coleta es romper el hilo que une dos sensibilidades mientras niegan la obvia realidad plurinacional del tejido. En ambos casos han perdido la razón al supeditar la política al populismo que creen efectivo cuando, en realidad, sólo aumentan la pérdida de su escaso crédito. Coser pequeños cambios suele renovar el vestido durante más tiempo del que creemos.

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