La Encuesta de Población Activa elaborada por el gobierno español tiene la desfachatez de anunciar un cambio de ciclo tras crearse el pasado año 434.000 puestos de trabajo (solo la mitad con contrato indefinido), a pesar de que el paro se mantiene dentro del récord histórico de 23,7% de la población activa. En Cataluña la creación de puestos de trabajo fue el pasado año de 49.300 ocupados más, con una tasa de paro del 19.9%, superior al 18% de la Comunidad de Madrid.
En el último barómetro municipal, en Barcelona el paro y la precariedad laboral es la primera preocupación de los ciudadanos, por delante de los temas identitarios y territoriales. El paro aun se mantendrá por encima del 21% el año 2019 en España, según el último informe sobre perspectivas laborales elaborado por la Organización Internacional del Trabajo (OIT). En 2005 el paro se situaba en España en un 8,01% y no ha bajado del 20% desde 2009.
El índice de parados forzosos en Cataluña duplica el 10,8% de media en el conjunto de los 28 países de la Unión Europea, según el informe sobre el mercado de trabajo por regiones divulgado por Eurostat, la oficina estadística de la UE. El paro juvenil (entre 15 y 24 años) se sitúa en Cataluña en el 50,7%, mientras que la media europea es del 23,4%. En las demás regiones de los llamados Cuatro Motores de Europa, de los que Cataluña pretendía formar parte, el paro general es del 3,5% de la población activa en Baden-Württemberg, del 8,1% en la Lombardía italiana y del 8,4% en la de Ródano-Alpes francesa.
Nadie se atreve a pronosticar, ni siquiera los ministres del ramo que deberían ocuparse de ello de forma específica, cuándo volverán los niveles de empleo de antes de la crisis. Hablar en estas condiciones de reducción del paro o de cambio de ciclo económico es un espejismo estadístico inmoral.
La ínfima recuperación económica es frágil y mal repartida, penaliza a los jóvenes y favorece los sueldos bajos y la precariedad laboral. La traducción de la actual crisis en una nueva desigualdad social ha sido más acentuada en los países y regiones del sur de Europa. La última Gran Depresión de la economía occidental a partir de 1929 fue combatida por las administraciones públicas con las medidas contracíclicas del keynesianismo, que abrieron paso las décadas siguientes al desarrollo y la reducción de las desigualdades sociales más agudas.
En cambio la actual crisis ha sido “combatida” a partir de 2008 con una colosal inyección de dinero público en la banca privada, una destrucción de 5,6 millones de puestos de trabajo (de los que dos de cada tres corresponden al mercado laboral español) y un recorte general de derechos sociales, comenzando por el derecho a un puesto de trabajo digno, al mismo tiempo que aumentaban los beneficios concentrados en manos de las elites.
La crisis no ha abierto camino a políticas efectivas de enderezamiento de la situación, sino a una durísima ofensiva de “reajuste a la inversa” de la distribución de la riqueza. En Cataluña el movimiento soberanista ha dejado en segundo plano la “cuestión social”, no ha ido acompañado por un plan nacional contra los recortes más injustos, pese a aparecer como primera preocupación de los ciudadanos, como si la misión primordial de los gobernantes y la política no fuese gestionar la situación real con soluciones prácticas.
Incluso el papa Francisco, con la facilidad que otorga el hecho de predicar, ha resumido la situación con la claridad que los responsables principales enmascaran: “Perdonadme por estas duras palabra, pero donde no hay trabajo falta la dignidad. Es difícil tener dignidad sin trabajar, el trabajo es dignidad, llevar el pan a casa, y amar. Vivimos las consecuencias de una decisión mundial, de un sistema económico que conduce a esta tragedia. Un sistema económico que tiene en el centro un ídolo llamado dinero”.