En los últimos meses estamos asistiendo a un goteo de noticias como: “La mítica libreria Canuda de Barcelona cierra y se instalará una tienda Mango” o “El Palacio del Juguete se traslada en previsión de no poder pagar la actualización del alquiler”. Estos hechos no son ni producto de la crisis económica ni noticias puntuales. Al contrario, ocuparán cada vez más las páginas de nuestros diarios a medida que nos acerquemos al 1 de enero de 2015. Forman parte de una ley aprobada hace casi treinta años y que, como suele ocurrir aquí, parece que nadie se encargo (ni antes ni ahora) de ver el efecto real que tendría sobre las personas, las ciudades y su economía.
En el estado español desde 1920 la ley protegía al arrendatario con la prórroga forzosa de su contrato. En 1985 el conocido como Decreto Boyer suprimió esta obligación aunque algunos contratos lo seguían practicando de forma voluntaria. Pero el 1994 la nueva Ley de Arrendamientos Urbanos (LAU) acabó con esta prórroga poniendo como fecha de caducidad máxima el 31 de diciembre de 2014 a todos los contratos de locales comerciales (no afecta a las viviendas). Esto incluye a los que voluntariamente así se pactaron a raíz de una sentencia del Tribunal Supremo de finales del 2011.
El efecto que esto tiene sobre el comercio es fácil de imaginar pero no somos conscientes de la magnitud de la tragedia. Según el Indicador de Comerç de Barcelona (ICOB) afectará el 35,3% de los comercios de Barcelona, casi la mitad de los del Eixample. Los ejes comerciales más afectados son los de Sant Antoni y Sant Andreu, con un 64% de los comercios. Esto es especialmente preocupante ya que son barrios basados en el comercio tradicional e inmersos en procesos de transformación urbanística (como la reforma del Mercado de Sant Antoni o la modificación del planeamiento del Nucli Antic de Sant Andreu) que a día de hoy provocan menos ingresos a los tenderos pero alimentan las ansias especuladoras de algunos propietarios.
El efecto económico
La voluntad de la ley es clara: sacar al mercado libre actual (un mercado muy diferente al año 1985, todavía hoy hinchado por la burbuja inmobiliaria) locales cuyos alquileres sólo habían actualizado en el IPC. De esta forma subir los beneficios que pueden conseguir los propietarios, sobretodo los grandes grupos inversores que los últimos años se han adueñado de los ejes comerciales de nuestras ciudades. Alguien podría pensar que es justo y legítimo, pero debemos pensar que es lo que hace que ese local tenga el valor que hoy tiene. La responsabilidad del propietario, básicamente el mantenimiento de la construcción física del edificio, no es lo que más influye en este precio. Lo que condiciona el precio del metro cuadrado de un local es su situación, y lo que diferencia que una situación sea más atractiva que otra es la construcción colectiva con la que todos hemos colaborado (poniendo nuestras viviendas alrededor, construyendo transportes y equipamientos con nuestros impuestos…), y en gran medida las mismas tiendas creando ejes comerciales, cuyo valor ahora no se podrán permitir el lujo de disfrutar. La calle de Sants ya no es la vía de entrada de la ciudad de Barcelona que era antes de ser anexionado y que fue el motivo de su auge al ser lugar de paso. Su potencial hoy en día se basa en la sinergia comercial más que en un tema de movilidad (y lo mismo podríamos decir de Portal de l’Àngel, la Rambla del Poblenou, Major de Sarrià,...). De esta manera los grupos inversores buscan el lucro a través de lo que se conoce como “renta de monopolio”, obteniendo beneficios de la manipulación y explotación del entorno político y económico, en vez que obtener beneficio aportando valor añadido a los productos.
Nuestros gobiernos están defendiendo los intereses de un sector que quiere vivir del valor que genera la ciudad y la sociedad, sin atender al efecto que tendrá sobre estas, expulsando negocios familiares que ofrecen productos básicos a la población y crean lugares de trabajo más dignos que las cadenas de alimentación rápida y de ropa Made in Bangladesh.
El modelo de ciudad
Esta ley tiene una consecuencia directa sobre la forma en que vivimos y disfrutamos nuestras ciudades. El efecto de la norma no hace más que acelerar la destrucción y banalización de nuestras ciudades, abandonando lo que las ha hecho únicas y especiales. Tanto para las personas que las habitamos como para las que nos visitan, que pasarán menos noches cuando hayan visitado los monumentos de rigor y vean que lo que pueden encontrar aquí es lo mismo que hay en la terminal de cualquier aeropuerto internacional; los no-lugares. Y en realidad esto no es lo más alarmante. Hace ya más de cincuenta años que Jane Jacobs demostró como este comercio de proximidad es uno de los factores más importante para mantener nuestras calles vivas y seguras. Es difícil imaginar el gerente o el trabajador de una cadena de ropa durante su jornada laboral ayudando a subir la compra a la vecina de arriba, orientando a los visitantes o evitando atracos y peleas como acostumbran hacer los tenderos de nuestros barrios.
Sorprende el silencio que estamos viviendo al respeto, sin ningún debate al respeto, desconocido por la mayoría de la población. No sabemos si ya es tarde para que las administraciones busquen una solución ha este problema para proteger nuestro modelo comercial e ir más allá de poner una placa de hierro o publicar libros que recuerden que Barcelona un día fue (como pregona eslogan poco afortunado) “la mejor tienda del mundo”.