Buena parte de la opinión pública catalana sigue perpleja después de la comparecencia del expresidente Jordi Pujol, su esposa y su primogénito ante la comisión del Parlament que investiga el fraude fiscal. Quienes votaron, creyeron y admiraron a Pujol siguen de luto después de descubrir de forma descarnada la naturaleza del personaje y de su familia. Incluso quienes nunca le votaron confiesan su estupor. Las tres horas y media de un Jordi Pujol Ferrusola desatado, desafiante, chulesco, ante los diputados resultaron especialmente reveladoras del pujolismo, del sistema de poder e influencias que dominó Catalunya durante décadas. Su padre, Jordi Pujol, y su madre, Marta Ferrusola, hablaron mucho menos pero dejaron algunas frases demoledoras.
El lunes comparecen otros tres hijos de los Pujol: Marta, Pere y Oriol, el elegido por el clan para ser el sucesor de Artur Mas. Algunos ven en la llamada Comisión Pujol una catarsis sobre el pasado reciente de Catalunya. La búsqueda colectiva de respuestas a una pregunta inquietante: ¿cómo una sociedad avanzada y democrática como la catalana otorgó tanta confianza y durante tanto tiempo a personajes como los que se exhiben ahora en el Parlament? Quizás la sociedad catalana ni era tan avanzada como creíamos, ni había superado los hábitos del franquismo.
Ni disfrutaba de una calidad democrática (separación de poderes, prensa independiente, oposición activa, sociedad civil movilizada...) como la que pensábamos. A la hora de imaginar el futuro, Catalunya buscaba sus referentes en el norte de Europa (Dinamarca, Suecia, Finlandia...) o, incluso, en Estados Unidos (Massachusetts), pero a la hora de explicar su pasado reciente debería, quizás, fijar su mirada en otra dirección, en Italia, en el sur de Italia. Las comparaciones son odiosas, y a menudo imposibles, pero alguien ahora, después de ver a los Pujol en el Parlament, puede tener la tentación de hablar de padrinos, familias todopoderosas, clientelismos, omertá, tráfico de influencias, corrupción sistémica... incluso de un núcleo de poder que actuaba como una mafia. O como los caciques modernos de Valencia, Baleares, Madrid, Andalucía...
Estos días en Catalunya se escuchan argumentos retorcidos para justificar lo injustificable. Quizás el ejemplo más delirante se oyó la noche del pasado lunes en TV3, sólo minutos después de la impúdica declaración de Jordi Pujol Ferrusola. Un tertuliano, de nombre Enric Vila, dijo textualmente: “Los Pujol no deben pedir perdón, sino lo contrario, no doblegarse al chantaje (...) porque era imposible construir poder sin ensuciarse las manos (...) y porque todo responde a una estrategia del Estado español para explotar la envidia que siente la inmigración franquista hacia los catalanes (...) Tú tienes un país que más o menos está estructurado, de familias que están aquí y que, por tanto, tienen una riqueza acumulada. Y a este país llegan gente con una mano delante y otra detrás”.
Conclusión, los Pujol son víctimas de la “envidia” de aquellos ciudadanos que en los años cincuenta y sesenta llegaron a Catalunya en busca de un futuro. Xenofobia en estado puro esgrimida por alguien que tiene voz en los medios públicos, es profesor de universidad y escribe en los periódicos.
Muchos de quienes dieron cobertura intelectual al pujolismo son más inteligentes y ahora reniegan de sus mentores. La tesis es clara. Pasemos página. Ya es historia. Pero el pasado se resiste a desaparecer. Porque el pujolismo no era la obra de un único personaje, o de una familia. Fue todo un sistema, toda una concepción de Catalunya como un instrumento de poder y de enriquecimiento. Era un patrimonio que algunos consideraban que les venía dado por nacimiento, por familia. Así quedó patente en las palabras, gestos y actitudes de los Pujol en el Parlament y en la voz de aquel insensato tertuliano de TV3. Catalunya descubre estos días su lado más oscuro, en la Comisión Pujol y en algunos de los argumentos que le siguen. Por eso Catalunya precisa una verdadera regeneración democrática y no sólo la condena pública del clan Pujol.