Sorprende un poco que, teniendo en cuenta los múltiples cambios que estamos viviendo y sufriendo las sociedades contemporáneas en los últimos años, pensemos en el futuro tomando como referencia un pasado que, por otra parte, todo apunta a que difícilmente volveremos a vivir. A estas alturas deberíamos ir asimilando que las fuertes transformaciones que estamos experimentando en todos los ámbitos (económico, laboral, social, ambiental y también en las esferas más vitales y cotidianas) no parece que sean pasajeras. De la convulsa situación actual no saldremos volviendo a la sociedad del bienestar, sino que saldremos construyendo una nueva sociedad (y en el caso catalán, quizá incluso un nuevo Estado) basada en unos nuevos parámetros, unos nuevos valores y nuevas formas de hacer, de relacionarse y de gobernarse. La pregunta, por tanto, es pertinente. Estamos a las puertas de una nueva época y, por tanto, no sólo hay que preguntarse cómo queremos que sea la “nueva” Cataluña, sino que también tenemos que poner sobre la mesa nuestra capacidad de agencia para influir en su configuración.
No podemos pretender volver a la Cataluña de antes de la crisis. Sin menospreciar la labor de la sociedad civil y las instituciones públicas a lo largo de todos estos años, y reconociendo que puede haber una continuidad e incluso una cierta dependencia entre la vieja y la nueva sociedad, no podemos olvidar nuestro punto de partida actual: vivimos en una nueva realidad, la sociedad ha cambiado, los problemas son otros y, por tanto, nos hemos de organizar colectivamente de otra manera. En otras palabras, la construcción de la Cataluña del futuro deberá ir acompañada, en mayor o menor medida, de un proceso destituyente de las formas de regulación del conflicto social propias de la vieja sociedad del bienestar.
Tampoco podemos pensar que, en un mundo globalizado y extremadamente interdependiente como el actual, podremos construir, únicamente desde Cataluña, una realidad paralela a imagen y semejanza de nuestras voluntades y nuestros deseos. En todo caso podemos pensar como, desde Cataluña y en red con otros actores y territorios, podemos articular respuestas específicas para hacer frente a la actual situación. Vivimos en un mundo marcado por múltiples fenómenos globales (la crisis financiera, la economía de libre mercado, el cambio climático, Internet) que, al mismo tiempo, tienen enormes consecuencias de carácter local (paro, desahucios, exclusión social, catástrofes naturales, catástrofes tecnológicas). Aunque la globalización no ha sido un fenómeno únicamente económico, sino también social y cultural, lejos de homogeneizarnos coma sociedad, nos ha diversificado, nos ha individualizado, nos ha hecho más heterogéneos y nos ha traído unos nuevos problemas complejos caracterizados por su especificidad regional, local e incluso personal.
No parece que tenga demasiado sentido, pues, creer que la construcción de una nueva sociedad, hoy, pueda hacerse desde la lógica de los Estados-Nación, unos entes político- administrativos surgidos en los siglos XVII y XVIII y sustentados no sólo sobre su población soberana (de la que emerge su legitimidad) sino también sobre una territorialidad bien definida, a la que se aplica el ejercicio del poder. Hoy tenemos múltiples problemáticas de carácter multiescalar y experimentamos, día tras día, actuaciones políticas promovidas, y en el mejor de los casos articuladas, a través de múltiples niveles de gobierno: las estructuras político-económicas que toman decisiones globales, la Unión Europea, sus estados miembros, los gobiernos regionales, los gobiernos locales... Por tanto , hay que pensar la nueva sociedad teniendo en cuenta esta realidad.
Por otra parte, si realmente nos creemos eso de la “radicalidad democrática”, no podemos sustentar la construcción de una nueva sociedad (o de un nuevo Estado) en base a principios y valores hegemónicos. La democracia, y aún más en una sociedad diversa y compleja como la nuestra, debe basarse en la posibilidad de contraponer modelos de país divergentes. Si el proceso soberanista elude el disenso político sobre el modelo de país y se construye únicamente sobre la base de un supuesto consenso moral, corre el riesgo de convertirse en un proceso altamente despolitizando, que nos sitúe en lo que autores como Slavoj Žižek, Jacques Rancière o Chantal Mouffe han calificado como condiciones post-políticas y post-democráticas.
Históricamente los períodos de cambio social y político han sido momentos de conflicto , que se han resuelto, bien a través de guerras, revoluciones o imposiciones, bien a través de grandes pactos sociales. La situación actual no es una excepción: es un momento de conflicto entre diferentes modos de ver y de entender el mundo; entre los valores de la sociedad del pasado y los nuevos valores emergentes, entre los que quieren seguir disfrutando de los privilegios del capitalismo y los que han quedado excluidos de este modelo social; entre los grandes y difusos ámbitos de decisión globales (los mercados, la troika, los acuerdos internacionales) y los gobiernos regionales y locales que se ven obligados a acatar esas decisiones y deben gestionar las consecuencias de la crisis; entre los grandes intereses políticos y económicos que quieren imponer un determinado sistema y una sociedad civil que, castigada por los efectos de la crisis, cada vez está más movilizada y propone modelos y estilos alternativos.
Si queremos que la nueva sociedad que está emergiendo sea el resultado de un proceso democrático real, entonces hay que visualizar los modelos en disputa, hay que re-politizar el proceso. Con todos los matices habidos y por haber, debemos poder debatir si queremos un país basado en valores como la competitividad y el individualismo, o si apostamos por valores como la cooperación y la colaboración; si queremos poner la economía de libre mercado por delante de todo o si apostamos por una economía social y solidaria; si restringimos la capacidad de acción de los gobiernos locales o si apostamos por una democracia de proximidad; si privatizamos servicios como el agua , la sanidad o la educación o si apostamos por un modelo público fuerte; si aceptamos que el Estado pierda poder para pasarlo a los mercados o si apostamos por empoderar a la sociedad civil; si mantenemos el actual modelo de democracia representativa o si apostamos por nuevos modelos, más participativos.