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Olvidados de la democracia española: barrios de paro y bajos salarios

Olvidados de la democracia (Foto: EFE)

Zyab Ibañez

Desde cualquier presente surge la tentación de imaginarse en un gran fin de ciclo, donde todo lo pasado fue mejor, o, si uno se ve optimista, en el principio de otro, con lo bueno por llegar. Basta un azar del calendario para reforzar la ilusión. Pasa con los cumpleaños, las Nocheviejas, unas elecciones políticas o una crisis espectacular, como la que ahora atraviesa Europa y todavía peor España. Quizá el cambio social se acelere, y cada supuesto fin o principio de etapa pierda dramatismo. En cualquier caso, destaca la tozuda persistencia de algunas debilidades españolas, sobre todo aquellas en las que las políticas públicas se muestran una y otra vez incapaces de corregir los desmanes del mercado, tal y como ocurre con los males endémicos del desempleo, los bajos salarios o el acceso a la vivienda.

Es verdad que la sociedad y la economía españolas han evolucionado radicalmente desde la transición a la democracia, incluso antes, beneficiándose de manera más o menos directa del resurgir europeo tras la segunda guerra mundial. No obstante, durante todos esos años, la mitad de la población no se ha visto librada de la amenaza del desempleo, los bajos salarios y sus carestías vitales. Una de las más visibles ha sido la dificultad de acceder a una vivienda y la mala calidad de muchas de las construidas en sucesivas oleadas de bloques de extrarradio.

Tanto el desempleo y los bajos salarios como los barrios hacinados parecían transmitir un mismo mensaje, más o menos explícito: este es un país donde sobra casi la mitad de la gente. Desde luego, esta realidad, además de otras cosas, alberga un arsenal disciplinario.

Fue así desde los primeros intentos desarrollistas de los años 50, cuando, a diferencia de otros países europeos, la industrialización española se mostraba insuficiente para absorber las nuevas generaciones. Seguramente esa industrialización tardía e insuficiente comparte las raíces de problemas que llegan hasta la actualidad. Después, los ciclos de crecimiento, el último alimentado por los bajos intereses del euro, prometían un despegue definitivo de ese triste pasado, pero tras años de espejismo, vuelve el desempleo por encima del 25%, y se recrudecen los bajos salarios y la precariedad. Además, como la ilusión ha sido más larga y embaucadora, a diferencia de los colapsos anteriores, el presente supone un salto de escala en los sufrimientos, y a generación tras generación de juventudes perdidas en pos de los “pisitos”, se añaden las tragedias de los desahucios o los endeudamientos biográficos que alcanzan un grado de sometimiento casi feudal.

Que ese enquistamiento laboral y del problema de la vivienda coincida con la espectacular evolución política y social del país en las últimas décadas, sugiere que España ha llevado, al menos desde la transición política, una doble vida, en universos paralelos bastante contradictorios. Por un lado, y con la mirada puesta en Europa, tuvo lugar el desarrollo ambicioso de los derechos de ciudadanía que ha estado detrás, y por orden cronológico, de la extensión del acceso a educación superior y la sanidad, una gran apertura a la diversidad de valores (modelos de familia, sexualidad), la incorporación masiva de las mujeres al empleo y la relativamente civilizada recepción de 5 millones de inmigrantes. Por otro lado, sin embargo, persistía la desoladora realidad laboral, que ni siquiera en los mejores años de la burbuja conseguía alejar el desempleo del 10%, ni evitaba que una mayoría de españoles viera sus salarios estancados, o que incluso bajaran para muchos, a pesar de grandes y sostenidos excedentes empresariales. Todo ello agravado por el liderazgo europeo en cuanto a incrementos anuales del precio de la vivienda (periodo 1980-2006), lo que ha exigido de muchos colectivos un esfuerzo en el alquiler o la compra de vivienda sin parangón entre los vecinos europeos.

Ya en los años “buenos” o menos malos, según para quién, los tres grandes avances mencionados -llegada en masa a la universidad, participación laboral femenina y apertura de fronteras- eran mal digeridos por el mercado laboral, lo que acentuaba viejas tensiones y creaba algunas nuevas. Se multiplicó la oferta de trabajadores reales y en potencia, con claros efectos de ejército de reserva, mientras que la demanda de empleo seguía adoleciendo de sus males tradicionales: escasa la de calidad y, la otra, habituada a la precariedad. Una precariedad que ya llevan más de una década sufriendo jóvenes, mujeres e inmigrantes. Recordemos que el término “mileurista” se populariza en 2005, cuando buena parte de nuestra clase política miraba a Italia y casi a Francia con cierto desdén aunque la mitad de los españoles cobrara menos de 1000€, bastante por debajo del salario mínimo francés.

En ese ambiente tan vulnerable, llegó la crisis, sus recortes, y el uso de la austeridad como excusa para reforzar las tendencias hacia la privatización en sanidad, una polarización creciente entre la educación pública y concertada, y un abuso sistemático de los grupos débiles del mercado laboral que tienen muy difícil traducir su número en peso político.

Así, a la histórica esperanza democrática de que algo del empuje igualitario de las esferas pública y política llegue al mercado laboral y a necesidades básicas como la vivienda, se opone el temor a la inercia contraria, a que la desigualdad creciente en lo económico adquiera más y más presencia en las otras áreas sociales. El recrudecimiento de la crisis puede aproximar esa doble vida en el sentido inverso del que muchos desearíamos. Escuelas de ricos, medio ricos, medio pobres y pobres del todo, algo parecido con los hospitales, y los ricos viviendo cada vez más lejos de los pobres. Muchas señoras de la limpieza cada vez pasan más horas en los autobuses que las transportan entre sus domicilios y sus lugares de trabajo.

Obviamente, las soluciones a estos problemas, empezando por su mera comprensión, son antes muertas que sencillas, al combinar desde factores transnacionales a otros de carácter histórico, pasando por complicados entramados institucionales, muy difíciles de evaluar. Un desafío que seguro va más allá de las capacidades cognitivas de los actores y de los gobiernos que hacen frente a tales problemas, lo que disculpa parte de su impotencia. Pero no explica para nada los excesos de euforia, autocomplacencia y falta de audacia mostrados por gobiernos de distinto color durante los últimos 15, 20, 30 o más años. ¿Por qué, tras casi 40 años de democracia, muchos grupos cercanos al poder, desde banqueros a controladores aéreos, siguen teniendo privilegios muy por encima de sus colegas europeos, mientras que recolectores agrícolas, educadoras infantiles o cajeras de supermercado cobran la mitad que sus vecinas francesas? ¿Por qué un país con una de las menores densidades de población de Europa, y tras tres booms de la construcción, sigue teniendo muchos de los barrios más hacinados y de peor relación calidad-precio? ¿Cómo calificar las políticas de vivienda de la democracia, cuando algunos de los espacios codiciados hoy en Barcelona o Madrid son calles de viviendas obreras de principios del S. XX? ¿Por qué durante 15 años de crecimiento acumulado, y a pesar de tener la mitad de la población por debajo del mileurismo, se ha hecho tan poco para subir el salario mínimo?

Si no aceptamos descartar a la mitad de la población como perezosa o torpe, hasta el punto de merecer sus penurias actuales, o aun peores, necesitamos de verdad unos cuántos porqués. Mientras tanto, queda el consuelo de que para afrontar esta crisis no se vuelva a pervertir la política de vivienda como motor económico de arranque, tal y como ocurrió en los 50, 80 y 90. Con el mayor parque de viviendas por habitante de Europa, muchas de ellas vacías, tal vez podamos dirigir nuestras energías con más imaginación. Para finalizar, una alerta: ojo con las iniciativas disfrazadas de rehabilitación que está considerando el Gobierno; y una propuesta: para evitar ser mercados cautivos de los agentes responsables de las burbujas, y con los mlibres que ofrece la extensión del país, ¿puede haber espacio para iniciativas de autoconstrucción como, por ejemplo, los exitosos programas de “viviendas incrementales” de Latinoamérica?

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