Los últimos autoestopistas o por qué ya nadie viaja a dedo: “Si no pagas por algo, eres sospechoso”

Pau Rodríguez

Barcelona —
2 de agosto de 2025 21:38 h

0

Es 1932, en plena Gran Depresión en Estados Unidos. El joven Ronald, de 21 años, ha concluido sus estudios universitarios y quiere dejar atrás su pueblo natal, Dixon, en busca de una oportunidad en la radio. No tiene coche, así que vestido de forma impecable, con traje y corbata, se planta en la carretera que conduce a la ciudad de Davenport y levanta el dedo para que alguien le recoja.

Pronto se cumplirán cien años de esa anécdota en la que Ronald Reagan, el presidente de la revolución conservadora de Estados Unidos en los 80, tiró de autoestop al principio de su carrera. Levantar el pulgar era una práctica de lo más extendida entonces, alentada incluso por las autoridades para fomentar el ahorro de gasolina y la solidaridad en la II Guerra Mundial, pero desde hace décadas la historia del autoestop es la del declive de este método de transporte hasta rozar la extinción.

Los últimos autoestopistas, quienes no renuncian a la aventura del trayecto con desconocidos, constatan este ocaso sobre todo en los países occidentales. Pero no hace falta ser un veterano del autoestop para corroborarlo. Apenas se ven ya en la carretera, ni siquiera en las áreas de servicio y gasolineras, tampoco en los accesos a autovías, a las habituales parejas o viajeros solitarios con el pulgar –o el cartel– alzado a la espera de un amable conductor.

“Se ha notado muchísimo”, arranca Albert Casals, de 35 años, con dos décadas de autoestop a sus espaldas y más de cien países recorridos a dedo, desde España a China y de Nueva Zelanda a la mayoría de Sudamérica. “Antes ibas en verano por ejemplo por Francia y en cada gasolinera te encontrabas muchísimos viajeros, te abrazabas con ellos, compartías el rato… Ahora no hay en casi ninguna. Se ha ido reduciendo progresivamente”, constata.

Aunque legal, la práctica del autoestop está fuera de cualquier registro oficial, con lo que calibrar su descenso resulta complicado. Solo algunas encuestas recientes lo atestiguan. Una de la Automobile Association constató que entre 2009 y 2011 había caído del 25% al 9% el porcentaje de conductores dispuestos a subir a un viajero. Y lo más llamativo: el 90% de menores de 34 años reconocía no haber hecho nunca autoestop, mientras que entre los mayores de 55 años estos suponían solo el 55%.

Estos datos aparecen en el libro Driving with strangers. What hitchhiking tells us about humanity (Manchester University Press, 2020), un viaje por la historia desde los inicios de este método de transporte hasta su actual declive. Su autor, el sociólogo Jonathan Purkis, recuerda de hecho que este descenso no es un fenómeno nuevo, sino que comenzó tras la última época dorada del autoestop, la de los 60 y 70, espoleada por la crisis del petróleo y los movimientos contraculturales. “La idea de ‘qué mató al autoestop’ ya empezó a ser un tema popular en los suplementos de los periódicos en la década de los 90”, advierte este académico.

Prolífico autoestopista durante casi tres décadas, este académico atiende a elDiario.es por videollamada para repasar las razones del ocaso del viaje a dedo. En síntesis, dice, las explicaciones –y sus partidarios– se dividen en dos tipos: aquellas que apelan a un cambio de mentalidad de la población (más miedo, más desconfianza, más individualismo, más planificación), y las que descansan sobre un cambio de usos y tecnologías: hoy tenemos más coches por habitante, vuelos más baratos, autopistas vetadas al autoestop y, por si fuera poco y para darle la puntilla, apps en el móvil para compartir vehículo.

Purkis es más partidario de estos últimos argumentos. “Creo que ha influido mucho en general la disponibilidad de trayectos en autobús y en tren, y por supuesto los sistemas de coche compartido”, señala. Su libro recoge incluso el factor –que él no comparte– de que hoy los coches son más limpios y sofisticados, con aire acondicionado, ambientador y música a placer, un clima que para nada invita a subir a mochileros sudados y sucios.

En cuanto a las apps, como la francesa BlaBlaCar (ocho millones de usuarios solo en España) este sociólogo defiende que una parte de sus asiduos son en realidad “potenciales autoestopistas”. “Ha canalizado una parte de la energía del autoestop, aunque con un mayor sentido del control y de la seguridad”, dice. También con una transacción económica, puesto que se comparten gastos del viaje.

Para Albert Casals, las apps pueden ser útiles para aprovechar trayectos y para evitar emisiones contaminantes, pero suponen renunciar al espíritu aventurero del autoestop. “Se supedita a la lógica de mercado. Si pagas por algo, es aceptable; si no, es sospechoso y peligroso”, afirma, convencido de que uno de los aspectos más valiosos de esta práctica es que activa la “generosidad” del conductor y la “humildad” del pasajero. “Compartir y recibir ayuda es hoy algo casi inexistente en Occidente”, expresa.

Casals, que se dio a conocer en 2009 con el libro El mundo sobre ruedas (Ed. Martínez Roca), donde narra sus vivencias de autestop de muy joven y con silla de ruedas, defiende la tesis de que el declive se debe a una transformación social y cultural. “El individualismo y el incremento del aislamiento son síntomas de algo que me entristece, y que es la erosión de la comunidad, que sin duda afecta a esta práctica”, reflexiona Casals. Para reforzar su argumento, apunta que en los países latinoamericanos también hay cada vez más vehículos, trenes y apps de carsharing, pero en vez de decrecer, el autoestop va al alza. “Ahora mismo la ruta de Colombia a Chile está llena de autoestopistas, más que hace 20 años; también Japón o China, donde era completamente desconocido hace unos años, ahora son más permeables”, analiza.

En este punto aparecen también las campañas del miedo a lo largo de las décadas, algunas alimentadas por administraciones públicas o por medios de comunicación, y a menudo a raíz de agresiones o asesinatos de autoestopistas. Estados Unidos, el mismo país animó durante la II Guerra Mundial a compartir coche con carteles como Si conduces solo, conduces con Hitler, criminalizó el autoestop a partir de los 50 de la mano del FBI hasta llegar a otro cartel muy recordado, Death in disguise (la muerte disfrazada), que desaconsejaba subir a extraños en la carretera. A ello se le sumaron además el boom mediático de asesinos en serie como Ted Bundy, algunas de cuyas víctimas hacían dedo.

“Todas estas historias causan efecto, es evidente, lo que no sabemos es cuánto. Pero de lo que no hay duda es que la biografía de cualquier autoestopista empieza con alguien diciéndole que el mundo es un lugar peligroso”, señala Purkis. En su libro repasa el impacto del conocido como asesino de los mochileros en Australia a inicios de los 90. Aquello, relata el autor de Driving With Strangers, llegó a provocar un giro en la revista Lonely Planet, la biblia de los mochileros en sus inicios, y que comenzó a desaconsejar el autoestop. En España, quizás el ejemplo más parecido a psicosis vinculada al autoestop llegó con el crimen de Alcásser, con tres menores que hacían dedo de noche para ir de fiesta.

Duna Canyet, 35 años, también acumula casi dos décadas de viajes en autoestop a sus espaldas, desde la adolescencia hasta que empezó a dejarlo atrás hace unos años. Su diagnóstico no difiere de los demás. “Antes, en una gasolinera te cogían en menos de 10 minutos; pero en los últimos tiempos he notado más caras de desconfianza, excusas, incluso notar que mi figura generaba cierta incomodidad”, explica.

Hacer autoestop siendo mujer, y joven, tiene sus particularidades. Por un lado, la ventaja de saber que te cogerán antes. Del otro, un mayor miedo a que te asalten o incluso te violen. “He escuchado a muchas mujeres cuyo miedo ha perjudicado su experiencia, y yo misma me he sentido insegura de subir a coches o camiones por compromiso y pensar que el tío me haría algo. Pero han sido excepciones dentro de los miles y miles de coches a los que me he subido y que me han ayudado a entender mejor los lugares a los que he viajado”, señala Canyet.

Esta mujer introduce aquí uno de los tesoros que comparten la mayoría de los autoestopistas. Más que viajar gratis, incluso más que la adrenalina de ver cómo alguien te recoge de la carretera tras tostarte al sol durante horas, es la experiencia de compartir trayecto y destino con alguien por descubrir. “Te abre la puerta del lugar al que llegas, a sus formas de vivir y de ver. El viaje comienza con un trayecto de cinco horas de carretera por delante y acaba con una cena con diez invitados en casa de esa persona”.

Con todo, la del autoestop no fue siempre una historia de viajes, experiencias y aventuras. Su origen es indisociable de la evolución de los transportes, y de la necesidad de las personas de moverse incluso a falta de recursos económicos. De hecho, este sigue siendo hoy el motor del autoestop en muchos países. Sin embargo, los orígenes tal y como los conocemos en Europa los sitúa Purkis en Estados Unidos a principios del siglo XX. El signo de levantar el pulgar surgió también en esa época, popularizado por películas como It Happened One Night (1934).

El autoestop caló a nivel cultural gracias a las canciones del trotamundos Woody Guthrie y a las idas y venidas de generación beat de Jack Kerouac. “Yo haría un punto de inflexión en los 60, es entonces cuando creo saltamos a un autoestop más vinculado a un determinado estilo de vida, a la búsqueda de aventuras”, evoca Purkis.

Su genealogía del viaje a dedo, reconoce, adolece de un sesgo occidental. Pero aun así aporta ejemplos de clubs de autoestopistas de todo el mundo, desde Argentina hasta Rusia. Y argumenta que en los países del Este, con pasado comunista, pervive una mayor cultura de hacer dedo. Sobre la Alemania Oriental, afirma: “Hacer autoestop era una parte tan arraigada de su cultura que Angela Merkel recuerda que le dio más miedo hospedarse por primera vez en un hotel de Occidente que cualquier momento que pasó en la carretera durante su juventud”.

Otro ejemplo muy llamativo es el de Polonia, cuyo gobierno comunista llegó a alentar el autoestop incluyendo un programa de sorteos y recompensas a los conductores. Fue en 1958, con la razón de fondo de fomentar el turismo interior y fortalecer la identidad nacional, y duró hasta los 80.

En pleno siglo XXI, los irredentos autoestopistas que quedan en Europa resaltan finalmente una paradoja: justo cuando no se ven ya pulgares levantados en la carretera es cuando más herramientas ha tenido la población a su disposición para hacer autoestop. En los últimos años han proliferado webs de consejos (Hitchwiki a la cabeza) y redes que permiten a estos viajeros estar en contacto. Incluso se celebran anualmente encuentros y congresos. También las ubicaciones en directo de los smartphones permiten dar más seguridad a quien la necesita.

“Hay un montón de recursos en internet, también de redes de hospitalidad, testimonios, consejos para cada país…”, enumera Casals. Explica por ejemplo cómo Google Street View le ayuda a localizar y acceder más fácilmente a gasolineras y áreas de servicio de autopistas, cuando antes gran parte del tiempo –de esperas y de trayectos– los destinaba precisamente a llegar a estos puntos estratégicos desde los que empezar los grandes desplazamientos.

De cara al futuro, los tres autoestopistas consultados se resisten a pensar que esta práctica morirá. “Yo deseo que se pueda seguir haciendo, porque hay un trasfondo de ayuda mutua, a quien no tiene coche o dinero, que nos conecta”, afirma Duna Canyet. “Parar y subir a alguien que está en la carretera es un acto de humanidad muy básico”, argumenta.

Purkis coge ese hilo para defender que quizás veremos pronto un resurgir del autoestop, espoleado por las crecientes desigualdades sociales o por la necesidad de aparcar combustibles para frenar la emergencia climática. “Una mayor incertidumbre puede que traiga más ayuda mutua, aunque a los gobiernos no les interesa alimentarlo demasiado”.