Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
Sin Ciencia no hay Futuro
“Sin ciencia no hay futuro” ha envejecido muy rápido y puede sonar a un lema pasado de moda. Sin embargo, sigue siendo uno de los argumentos más sólidos a favor del apoyo a la ciencia. Un apoyo que estos días se ha reavivado por las movilizaciones virtuales de los científicos y científicas que claman, una vez más, por un aumento en la inversión en ciencia. Como la sanidad, la investigación pública sigue olvidada e infrafinanciada, y agoniza lentamente mientras atraviesa uno de los peores momentos de su historia.
Agravando más si cabe esta situación de supervivencia precaria, la ciencia está sufriendo una crisis de credibilidad por parte algunos sectores de la sociedad. En medio de la epidemia global más grave desde hace un siglo, la población parece haberse dividido entre partidarios y detractores de la ciencia y los científicos y, entre estos últimos, una buena parte se dedica a atacar abiertamente a uno de los colectivos que (junto a otros sectores fundamentales como el personal sanitario) nos está sacando de este lío, trabajando duro y arrimando el hombro por el bien de todos.
La ciencia ha sido, durante siglos, símbolo de avance, de progreso, de lucidez. Hemos sido testigos de cómo la civilización humana, gracias a la investigación y la tecnología, ha erradicado infecciones y superado enfermedades, ha llegado a la luna o visitado los fondos oceánicos, ha sentado las bases sociales y económicas del bien común, y nos ha alertado del rumbo suicida de nuestro modelo actual de desarrollo. Sin embargo, sorprendentemente, estamos en un período caracterizado por una nueva desconfianza en la ciencia, reflejada en el surgimiento y auge de movimientos realmente absurdos como el terraplanismo, los antivacunas, el chamanismo homeopático, o conspiranoias varias como los chemtrails o los chips de Bill Gates y el 5G. Movimientos que se aprovechan de la “democratización de la ignorancia” proporcionada por las redes sociales para acaparar la atención acrítica del público y de algunos medios de comunicación.
¿De dónde procede esa nueva desconfianza en la ciencia? Probablemente del desconocimiento profundo de cómo funciona la investigación y de cómo esta contribuye al avance real del conocimiento. Hay que dejar algo claro: no es necesario creer en la ciencia, porque la ciencia no se basa en creencias. Tampoco hay que asumir ciegamente lo que diga alguna eminencia: la validez de cualquier afirmación se basa en la evidencia que la soporte, no en el cargo o fama de quien lo emita. Todo conocimiento científico es “falsable”, es decir, no es una verdad inmutable, sino que está sujeta al escrutinio y la comprobación, y siempre pueden aparecer nuevas evidencias que limiten su grado de aplicación o las rebatan por completo. Esto implica que toda afirmación planteada por la ciencia debe poder corroborarse con evidencias, debe poder evaluarse de forma empírica y ser replicable por personas independientes.
El método científico ha demostrado con creces ser el más práctico y el más fiable, ya que se basa en planteamientos lógicos y procesos de evaluación continuados. No es un dogma de fe: se revisa continuamente y es capaz de corregirse a sí mismo y evolucionar, mejorando su capacidad predictiva. Esta es la razón por la que los científicos realmente profesionales no afirman tajantemente nada; de hecho, es probable que dichas afirmaciones vengan prudentemente acompañadas por frases del tipo “pensamos que”, “la evidencia indica”, “se estima”, etc. Estas afirmaciones admiten posibilidades de error e incluyen incertidumbre, algo con lo que los científicos convivimos en nuestro día a día. Puede que estas actitudes prudentes no sean especialmente populares en la era de la inmediatez, el sensacionalismo barato y las llamadas recurrentes al liderazgo visionario; tampoco lo es el hecho de corregirse y rectificar, en estos tiempos de tozudez y ciega porfía. La prudencia es malinterpretada, confundiéndola con debilidad, obviando explicaciones consolidadas por cantidades ingentes de evidencia (como la evolución de las especies, el calentamiento global antropogénico o la imperfecta esfericidad de la Tierra).
Cuando se realiza un descubrimiento científico, habitualmente se da a conocer publicándolo en una revista científica. Este proceso, que de primeras suena sencillo, es en realidad lento, e incluso farragoso. En primer lugar, cuando alguien realiza un hallazgo en un laboratorio o mediante un experimento observacional, lo primero que hace es repetir el experimento para ver si el resultado puede replicarse de forma predecible. Después, es recomendable comprobar por otra vía que este resultado es certero y no un artefacto de experimentación. Vendrán, tras este, muchos otros experimentos para comprender el fenómeno que estudiamos. Además, para interpretarlo adecuadamente y situar los resultados en el marco del conocimiento actual, se realiza una revisión exhaustiva de trabajos de otros científicos realizados por todo el mundo, una perspectiva sin la cual no se puede confeccionar el manuscrito que finalmente se enviará a una revista. El editor de la revista que recibe el trabajo constituye un primer filtro; lo revisará y considerará si cumple los criterios mínimos necesarios de pasar a la revisión por pares. En esta fase, otros dos o tres expertos reconocidos en la materia de estudio revisarán concienzudamente el trabajo, se asegurarán de que el diseño sea verdaderamente repetible, los resultados robustos, la revisión bibliográfica completa y los análisis estadísticos correctos; buscarán puntos débiles de nuestra argumentación, exigirán aclaraciones a sus dudas o críticas, y sugerirán arreglos, análisis e incluso experimentos nuevos que consideran necesarios para sostener nuestras afirmaciones. Lo más normal es que el manuscrito sea devuelto con una larga ristra de comentarios críticos y pase un proceso de corrección y mejora por parte de los autores antes de volver de nuevo a la revista y al mismo grupo de expertos, que volverán a revisarlo. Este proceso se puede repetir varias veces, a lo largo de las cuales el manuscrito va tomando cada vez mayor solidez, hasta que se considera preparado para ser presentado al resto de la comunidad científica; es decir, publicado en forma de artículo científico.
Este largo proceso constituye hoy en día una pieza fundamental del debate científico, pero no su parte final. Una vez publicado en una revista o en un congreso, estará sometido a la crítica de los compañeros, que podrán escribir artículos de respuesta criticando su diseño y análisis o rebatiendo sus afirmaciones, y sus conclusiones tampoco serán realmente aceptadas hasta que otros grupos de investigación en laboratorios independientes sean capaces de replicarlas y confirmarlas. El proceso no está libre de trampas ni de los sesgos personales de quienes lo ejecutan, pero sí garantiza que, si una afirmación es errónea, es detectada más pronto que tarde, como ha demostrado el reciente “fiasco de la hidroxicloroquina” en The Lancet. Y así es como progresa, de forma lenta pero segura, el conocimiento científico.
El trabajo científico es un trabajo de hormiguitas, en el que grano a grano se construye un hormiguero lleno de galerías, o se mueven montañas de tierra. Y el punto de partida es siempre el escepticismo. Aunque este sistema de conocimiento está abierto a novedades, no se pueden aceptar argumentos que no estén basados en evidencia sólida (esto es, especulaciones) porque eso desdibujaría el objeto a estudio y sólo generaría confusión. Toda la información que no esté verificada y probada debe ser dejada fuera hasta que pueda ser apoyada en evidencias. Y desde luego no puede ignorar todas las evidencias que ya han sido de sobra probadas. No nos sorprendamos, pues, de que la comunidad científica se plante firmemente frente al pseudoconocimiento que hoy en día plaga las redes sociales, encontrándolo incluso insultante: teorías que aseguran curar todo tipo de enfermedades con soluciones milagrosas de compuestos tóxicos (MMS) o incluso con agua y azúcar, grupos convencidos de que nos inyectan chips en las vacunas, que nos controlan hombres lagarto o que, incluso, ¡piensan que la tierra es plana! Todos estos bulos e invenciones basados en fuentes falsas, en opiniones sin fundamento, carentes de pruebas y evidencias y que, desde luego, no han pasado por ninguno de los filtros de seguridad por los que pasa el conocimiento científico, coexisten en internet con la información científica solvente. Y no, un testimonio particular se puede aceptar como evidencia a contrastar, pero no sirve para construir explicaciones generales: podría ser un caso fortuito, una casualidad, una percepción sesgada o una mera invención. La evidencia tiene que venir apoyada por observaciones sistemáticas y representativas, grandes números y una evaluación estadística que examine las fuentes de ruido y error.
¿Qué empuja a cierto público a creer ciegamente en teorías histriónicas y a confiar en vendedores de humo, en planes conspiranoicos de todo tipo como los que encontramos en la red? Aparentemente, subyace el pensamiento de que hay fuerzas malignas que mueven los hilos de todo: alguien que quiere engañarnos colectivamente, hacernos enfermar en masa para poder dominarnos, seres a los que no detiene el dolor de los demás con tal de amasar grandes beneficios, y que cuenta con la colaboración de miles de individuos (investigadores, periodistas, funcionarios, políticos) independientes de todo el mundo para llevar a cabo su plan malévolo. Ya sean las grandes potencias (EEUU, China y Rusia), grandes empresarios como Bill Gates o Huawei, o incluso seres venidos del espacio exterior. Con un par de vídeos bien editados y un par de textos de contenido más que dudoso, el ser humano puede creer en cualquier cosa; hay quien incluso se maneja ya en la certeza total de saber de lo que habla por haber leído un par de titulares o “investigado” algunos vídeos de Internet – no digamos ya como se haya leído un par de libros, entonces podemos encontrárnoslo hasta dando conferencias. Se desprecia así la sabiduría y la experiencia de quienes han leído cientos de libros y artículos, de los que se han enfrentado personalmente a una materia durante décadas y, sobre todo, de la combinación de miles de personas examinando de forma agresivamente crítica si es correcto lo que ha dicho su colega en la otra esquina del mundo. Y se desprecia también el conocimiento obtenido por el método científico, que pasa por múltiples puntos de control y que, mejor o peor (porque nada es infalible), contribuye al progreso de nuestras sociedades.
Hay quien atribuye a “la ciencia” objetivos oscuros al servicio de grandes compañías, como las farmacéuticas, que quieren dominar el mundo exprimiendo a la humanidad. Esto demuestra también un enorme desconocimiento de los científicos. En España, y en muchos otros países, casi toda la investigación es financiada con fondos públicos, y los proyectos se conceden en función de parámetros como el interés general, la calidad del grupo receptor de los fondos o la propia viabilidad del proyecto que se propone. La mayoría de proyectos se quedan sin financiación y buena parte de los científicos trabajan en situaciones laborables penosas. Muchos científicos pasan parte de su carrera trabajando gratis, con sueldos miserables, o encadenando contratos de meses durante años, y lo hacen por vocación, por afán de conocimiento, por las ganas de aportar algo importante a la sociedad.
Pero aún hay quien se imagina a los científicos como el Doctor Jekyll o Lex Luthor, tramando cómo dominar la naturaleza humana o incluso la humanidad. Hay quien debe pensar que se trata de seres perversos, ávidos del éxito económico, dedicados a fabricar medicamentos que no curan, sino que enferman, al servicio de las pérfidas farmacéuticas. Pues para hacerse una mejor idea, imagínense gente corriente, jóvenes sin futuro trabajando 10-12 horas al día, de lunes a domingo, para terminar un experimento que falta para el artículo, y que no termina de salir; imagínense una doctoranda agotando la prestación del desempleo para poder terminar su tesis; imagínense a profesionales altamente preparados y con experiencia que no consiguen encontrar trabajo durante meses o años; imagínense un joven jefe de grupo al que no le han concedido medios ni para comprar el material más básico y se plantea cerrar su laboratorio. Con este ejercicio se estarán acercando más a la realidad. ¿Cómo puede estar toda esta gente confabulada para trabajar contra la humanidad? Sus vicios profesionales, que los hay, vienen en general de la precariedad laboral y la falta de financiación, no de las ansias de poder que muestran algunos científicos locos de las historias de ficción. Y sus sesgos, envidias y egoísmos personales, que los hay, no debilitan el sistema porque el sistema ha sido diseñado para desconfiar de las conclusiones de cada individuo: examinando con lupa la evidencia que aporta; mostrándola a todo el mundo académico para que la reexamine, critique, replique o rebata; descartándola si aparece evidencia sólida que confirme que era errónea; y siguiendo adelante, sin cebarse en el error (siempre que haya sido honesto), porque son precisamente esos errores los que hacen avanzar el conocimiento.
La ciencia demuestra cada día que funciona y que es fiable: nuestros médicos y enfermeros nos curan; nuestros coches, bicicletas, trenes y aviones nos transportan; nuestros móviles, televisiones y radios nos permiten comunicarnos; nuestra nevera y nuestra lavadora nos hacen la vida realmente más fácil; los antibióticos y las vacunas ya nos han salvado a todos la salud y la vida en repetidas ocasiones, no lo dudemos. Cada vez comprendemos mejor la realidad que nos rodea gracias al estudio exhaustivo y concienzudo que realiza gente con una enorme vocación, ávida de conocimiento.
La ciencia no es perfecta y nunca ha aspirado a ello. Tiene una enorme capacidad de superación y una capacidad de autocrítica quizá algo exagerada. Pero, hoy más que nunca, hay que defenderla como el sistema más eficiente para generar conocimiento que haya encontrado la humanidad, y probablemente como el único que va a poder salvarnos de la debacle climática y ambiental a la que nos precipitamos a toda velocidad. Es el conocimiento contra el colapso de nuestra civilización. Más que nunca, ahora podemos afirmar, con mayúsculas, que “Sin Ciencia no hay Futuro”.
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