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Sobre este blog

Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.

Contando galaxias en los confines del universo

MACS 0723. Primera imagen profunda del cielo tomada con el telescopio James Webb 
NASA, ESA, CSA, y STScI

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El 17 de febrero de 1600 el gran pensador Giordano Bruno ardía en una pira en el corazón de Roma, acusado de hereje por la inquisición. Entre sus pecados se encontraba el haber proclamado que el universo es infinito y está poblado por infinitas estrellas que son como el Sol, con mundos habitados por animales y seres inteligentes. Esta visión platónica de un universo infinito, estático e inmutable pronto se instaló en la academia, perdurando durante cuatrocientos años hasta que, a principios del siglo XX, Einstein reparaba en un “pequeño gran problema” que debía ser resuelto. Tanto en la versión clásica de la gravitación como en la relativista, un cuerpo tiende a colapsar sobre sí mismo por efecto de la atracción que se ejercen mutuamente entre sí todas sus partes. El colapso sólo es evitable cuando existen otras fuerzas que actúan en sentido opuesto, balanceando la gravedad. Esto es algo extensible al universo: si estamos aquí para contarlo es porque alguna otra fuerza está contrarrestando su autogravedad, pues de lo contrario habría colapsado hace mucho tiempo. A la vez que señalaba el problema, Einstein encontraba una solución matemática en las ecuaciones de campo de la relatividad general capaz de dotar de estabilidad al universo frente a su autogravedad. No obstante, no fue capaz de darle un significado físico que encontrase satisfactorio, limitándose a insinuar que podría estar relacionada con “algún tipo de energía del vacío”. Al poco tiempo renegó de la idea, dejando que cayera en el olvido.

En 1927 el matemático y sacerdote belga George Lemaître se aventuró a proponer una idea bastante “atrevida” para resolver el problema planteado por Einstein: postuló que la razón por la que el universo no colapsa sobre sí mismo es porque se encuentra en expansión. Ahondando en la idea, en 1931 argumentaba que, si hoy se encuentra en expansión, tuvo que haber un momento en el pasado en el que todo el universo se encontraba colapsado en un “átomo primitivo”, un “huevo cósmico” primordial que por alguna razón “estalló”, dando como resultado la expansión actual. Nadie lo tomó en serio. La falta de respaldo inicial llegó a derivar en abierta hostilidad, cuando no en franco pitorreo. En una entrevista para la BBC en 1949 uno de los grandes astrofísicos de la época y acérrimo defensor de que el universo es estático, Sir Fred Hoyle, se mofaba de la idea de Lemaître refiriéndose a ella hasta en tres ocasiones como “Big Bang!”. Cuando Hoyle utilizó esa expresión pretendiendo hacer un chiste, lo último que pudo imaginar es que estaba bautizando una de las teorías científicas más famosas de la historia. Los datos pronto vendrían a respaldarla. La recesión de las galaxias primero (1929), y el descubrimiento de la radiación de fondo algún tiempo después (1964), pondrían los primeros pilares observacionales a la que hoy es la teoría cosmológica aceptada por la academia: el Big Bang.  

Si el universo no es estático e inmutable, si hubo un instante inicial a partir del cual ha estado y sigue estando en expansión, es inevitable preguntarnos por su futuro. ¿Continuará expandiéndose para siempre? ¿Llegará un momento en el que la expansión se detenga y el universo comience a implosionar (el llamado “Big Crunch”)? Esta ha sido, y continúa siendo, una de las cuestiones centrales de la cosmología moderna, una pregunta que ha desatado intensos y apasionados debates entre los astrónomos cuya clave se encuentra en la densidad de materia. En un universo “liviano” la gravedad irá desacelerando la expansión sin llegar a detenerla, por lo que ésta durará para siempre. Por el contrario, si la densidad de materia fuese superior a un cierto valor crítico la gravedad sería lo suficientemente potente para revertir el proceso en un futuro, y el universo acabaría implosionando. (En los modelos cosmológicos la densidad de materia se representa a través del parámetro de densidad , cuyo valor es 1 cuando la densidad tiene justamente el valor crítico).

Los astrónomos se pusieron manos a la obra a “pesar” el universo, una tarea considerablemente compleja como cualquiera puede imaginar, que se volvió aún más difícil tras la aparición en escena de la materia oscura, llamada así porque, al no interaccionar con los fotones, sólo es posible “verla” de forma indirecta a través de la influencia gravitacional que ejerce sobre la materia bariónica (la materia “ordinaria” a la que estamos acostumbrados en la Tierra). Uno de los métodos que se propusieron para tratar de “pesar” el universo fue el conteo de galaxias en imágenes muy profundas del cielo. Para explicar en qué consiste vamos a comenzar por imaginar que hacemos una fotografía de un campo de girasoles. Si contamos el número de girasoles que vemos en distintas partes de la foto, es evidente que el número por área aumenta a medida que son más pequeños;  es decir, en la imagen vemos muchos más girasoles lejanos que cercanos pues el campo de visión se va ampliando con la distancia.

Lo mismo ocurre al contar galaxias en imágenes profundas del cielo en función de su luminosidad: vemos muchas más galaxias débiles (lejanas) que brillantes (cercanas), con una proporción entre sí que depende del campo de visión delineado por la geometría del universo. Puesto que, según nos muestra la teoría de la relatividad, la masa deforma el tejido del espacio-tiempo, esta geometría podrá ser plana, abierta, o cerrada dependiendo de la densidad de materia. En la Tierra el efecto relativista es inapreciable, pero cuando nos sumergimos en el espacio profundo se va haciendo cada vez más notorio.  

Dicho, y hecho. Entre 1994 y 1999 un grupo de astrónomos de la Universidad de Durham (en el que una de nosotros, A. C., tuvo la inmensa fortuna de participar), tomaba la fotografía más profunda del cielo jamás hecha desde telescopios en Tierra. Tras muchas horas de observación en el telescopio William Herschel del Observatorio de La Palma (WHT) y en el telescopio infrarrojo del Observatorio de Hawaii (UKIRT) se obtuvieron decenas de imágenes de un mismo campo del cielo las cuales, tras un cuidadoso y complejo tratamiento, consiguieron llevarnos “donde nadie antes había llegado”. Así lo relataba a la prensa el Prof. Tom Shanks, líder del equipo de investigación, emulando con entusiasmo al legendario capitán Kirk. Durante un tiempo el William Herschel Deep Field se convertía en el auténtico “Enterprise” del espacio profundo, aunque la gloria no le duraría mucho pues pronto le saldría una seria competencia desde el telescopio espacial Hubble. En 1996 el STScI hacía pública una imagen aún más profunda y con mucha mejor resolución (aunque cubriendo un área del cielo 8 veces menor), el Hubble Deep Field-North, cuyo éxito era continuado en 1998 por el Hubble Deep Field-South. Finalmente, en 2004 se pulverizaban los récords con el Ultra Hubble Deep Field, la fotografía más profunda del cielo jamás tomada en luz visible. Durante los siguientes años nuevos equipos de investigación se animaron a continuar por el camino abierto por estos trabajos pioneros, aprovechando la enorme potencia de observación ofrecida por las nuevas generaciones de telescopios. Tal y como sería de esperar, los conteos de galaxias en las distintas imágenes han mostrado un acuerdo excelente entre sí.  

A la hora de analizar los conteos de galaxias la mayor dificultad que enfrentamos se debe a que las galaxias no sólo evolucionan con el tiempo, sino que las hay de muy variados tipos. Así, para reproducir los conteos es necesario incorporar un modelo que tenga en cuenta tanto esta variedad como la evolución. Una forma de abordar el problema es mediante la utilización de fotografías del mismo campo del cielo con distintos filtros, para acotar y/o contrastar los modelos. No obstante, la experiencia ha puesto de manifiesto que las incertidumbres que existen sobre el proceso de formación y evolución de las galaxias son tantas, y tan profundas, que impiden extraer conclusiones robustas sobre el objetivo inicialmente perseguido con los cálculos: “pesar” el universo. Pese a ello, las imágenes profundas del universo no han perdido ni un ápice de actualidad, precisamente por haberse mostrado imprescindibles para escudriñar los múltiples y complejos procesos físicos que han dado lugar tanto a las galaxias como a las estructuras que forman entre sí, grupos, cúmulos y filamentos. De hecho, el interés por bucear en los confines del universo queda patente a través de los múltiples proyectos de investigación que continúan aventurándose por el espacio profundo. 

En 2013 arrancaba el proyecto Frontier Fields Views con el telescopio espacial Hubble, que tomó varias imágenes profundas del cielo cada una de ellas centrada en un grupo de galaxias lejano. En las imágenes se aprecian unos extraordinarios arcos de luz alrededor de los grupos que resultan ser galaxias muy lejanas, tanto que si no fuese por el grupo que se interpone entre ellas y nosotros, no seríamos capaces de verlas. Nuevamente debemos recurrir a la teoría de la relatividad para entender este sorprendente fenómeno: el grupo de galaxias actúa como un telescopio natural, una “lente gravitacional” que al deformar el espacio a su alrededor provoca este espectacular efecto óptico en las galaxias que hay tras de sí, distorsionando su forma y amplificando su luz. El estudio de estos arcos de luz es una potentísima herramienta para conocer la distribución de materia (visible y oscura) en las agrupaciones de galaxias que hacen de lente.  

El pasado 12 de julio se hacía pública la primera imagen del telescopio espacial James Webb. Siguiendo los pasos de los “campos frontera” del Hubble, la imagen muestra el grupo masivo de galaxias SMACS 0723 localizado a unos 4.600 millones de años luz de distancia. La impresionante imagen del Webb, la más profunda que existe hasta la fecha en el infrarrojo, muestra con nitidez esos arcos de luz producto de la distorsión que produce el grupo al hacer de lente gravitacional a las galaxias que hay tras de sí. Tal y como explicamos en un post anterior, hay que recordar que este telescopio opera en el infrarrojo, a diferencia del Hubble que lo hace en el visible. Dado que, en su viaje por el espacio, la luz se desplaza al rojo por efecto de la expansión, se espera que el James Webb nos permita observar directamente la época en la que comenzaron a formarse las primeras proto-galaxias hace más de 13.000 millones de años. Comenzamos pues un viaje hacia los auténticos confines del universo, más allá de los cuales sólo nos es posible ver la fría luz de la radiación de fondo, la auténtica frontera final. 

Con los conteos profundos de galaxias los astrónomos pretendieron “pesar” el universo a través de su geometría, lo que requiere un complejo modelado previo de la formación y evolución de las galaxias que permita reproducir las cuentas. La historia ha dado la vuelta a la situación: hoy conocemos con un impresionante grado de acierto los parámetros cosmológicos gracias a otros tipos de observaciones, entre los que destacan el análisis detallado de la radiación de fondo y el estudio de supernovas lejanas, lo que nos permite despejar la incógnita del modelo cosmológico de la “ecuación de las cuentas” para centrarnos en el estudio de las galaxias. Según todos los datos de los que disponemos en la actualidad, vivimos en un universo de geometría plana de unos 13.800 millones de años de edad, un universo que en la época actual está compuesto, por un (aprox) 5% de materia bariónica, un 25% de materia oscura, y un 70% de “energía oscura”. Este último componente, incorporado a los modelos tras el inesperado descubrimiento en 1998 de que la expansión del universo se está acelerando, recuerda poderosamente aquella “energía del vacío” que actuaría en sentido opuesto a la gravedad, propuesta (y rechazada) hace un siglo por el genial Einstein. Dado que la suma del parámetro de densidad de materia (bariónica más oscura) y de densidad de energía oscura es igual a 1 con un impresionante grado de precisión de las medidas, todo apunta a que vivimos en un universo plano que continuará expandiéndose para siempre. Cómo será esta expansión en el futuro es una incógnita, pues depende de las propiedades de la energía oscura de la que, básicamente, ¡no sabemos nada! Algunos modelos indican que la expansión podría ser cada vez más y más rápida, hasta llegar a lo se ha llamado un Big Rip, (“gran desgarramiento”). No obstante -¡prudencia obliga!- tal vez lo más inteligente sea mantenerse a la espera de nuevos acontecimientos, sin apostar demasiado fuerte por ninguna opción. 

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