Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
Mi vida en la frontera
Según contaba mi abuelo, mi interés por la astronomía despertó una noche mientras miraba la luna llena con la esperanza de ver pasar a Peter Pan volando hacia el país de Nunca Jamás. No conseguí ver al legendario niño que se niega a crecer, pero descubrí un mundo si cabe aún más fascinante: el de esos puntitos brillantes que resultan ser soles que se encuentran lejísimos, tal y como me explicaba él entonces.
Aquel hallazgo azuzó mi curiosidad infantil hasta el punto de provocar que la niña que era entonces se resistiese a crecer, como Peter Pan. Y así ha sido: aquella niña inquieta sigue habitando en mi interior medio siglo después, manteniendo intacta su capacidad de maravillarse con el mundo que nos rodea.
Nos enseñan a renegar de ese niño que somos, a “matarlo”, como condición necesaria para madurar y ser capaces de enfrentar la realidad. Sin embargo, al “matar al niño” corremos el riesgo de perder la curiosidad, la ilusión por descubrir, la capacidad de asombrarnos con este mundo nuestro rebosante de fenómenos tan bellos como prodigiosos. El niño es el científico que anida en nosotros, el filósofo, el poeta. Creo que somos muchos los que hemos conseguido mantenerlo a salvo en nuestro interior, aunque pongamos empeño, eso sí, en mantenerlo oculto a las miradas ajenas.
Tras aquella noche mágica en la que descubrí la inmensa belleza del cielo nocturno no dudé ni un momento que de mayor sería astrónoma, objetivo conseguido años más tarde al doctorarme en astrofísica por la Universidad de Granada con una tesis sobre las galaxias enanas azules. Mi sueño iba tomando forma mientras participaba en proyectos internacionales fascinantes como el del “Herschel Deep Field”, la imagen más profunda del universo tomada desde telescopios en tierra. Durante algún tiempo incluso disfruté del privilegio de aprender de la mano de los mejores maestros, un auténtico tesoro.
Después de varios años de estancia en universidades extranjeras volví a España con la esperanza de conseguir una plaza estable de investigador. No fui la única: el impulso dado a la investigación durante los 80 había hecho germinar una generación de jóvenes doctores que volvíamos a España en los 90. Jóvenes con una sólida formación, tal y como atestiguaban nuestros CV, que desembarcábamos con nuestras mochilas repletas de experiencia e ilusión a partes iguales.
La vuelta supuso el principio del fin de mi carrera científica: éramos muchos más los investigadores “en precario” que aspirábamos a una plaza, que las plazas que había disponibles. A mitad de camino entre frustrados y engañados, tratamos de pelear, sin éxito, para que la inversión en ciencia se acercara a la del resto del mundo desarrollado y abrieran más plazas para la nueva generación de científicos formados fuera. Manifestaciones, concentraciones en la puerta del congreso, del Ministerio de Educación y Ciencia, firma de manifiestos por la ciencia, encierros en la central del CSIC… ¡Hasta organizamos un full monty de científicos en la sala Galileo Galilei, que obtuvo una reseña en la prestigiosa revista Nature! “La ciencia española al desnudo: por un 2% del PIB”.
España estaba muy lejos de invertir en I+D lo que otros países de nuestro entorno con los que trataba de homologarse. Exactamente igual que sigue ocurriendo 25 años más tarde. Pero ni entonces, ni ahora, los políticos se dignan a contestar dos preguntas que resultan de Perogrullo: ¿Qué sentido tiene destinar recursos en formar investigadores, para dejarlos tirados en la cuneta cuando más tienen que ofrecer? Y ¿cómo vamos a competir en una economía global basada en la innovación, sin un tejido investigador capaz de innovar?
Tal y como les ocurrió a muchos otros compañeros, mientras caminaba con paso firme hacia los 40 me vi en la tesitura de elegir entre volver al extranjero, donde manteníamos puertas abiertas (lo de la vergonzosa “fuga de cerebros” viene de antiguo), o quedarme en España y reinventarme en otra profesión. Por razones personales me decidí por lo segundo.
Dejar la astrofísica me dolió tanto que llegué a sentirlo de manera casi física. Durante años tuve que desconectar por completo: no quería saber nada de los nuevos avances y descubrimientos que se iban produciendo. No podía ni mirar al cielo por la noche. Dolía demasiado. Afortunadamente, mi flamante trabajo me mantenía 100% atareada: transformarme de astrofísica en consultora de tecnologías de la información (TI) de un día para el siguiente es difícil, ¡aunque no tanto como lo fue conseguir un puesto de trabajo!
De la dificilísima búsqueda de empleo me han quedado anécdotas dignas de la mejor tragicomedia. Tras enviar sin éxito decenas de CV por fin me citaron para mi primera entrevista. Me recibió una chica joven que lucía un aire muy profesional, con su gesto adusto y su elegantísimo traje de chaqueta. Tras indagar un poco sobre mi vida como astrónoma, se lanzó sin pudor alguno a preguntarme si creía en Dios, en los marcianos y en el horóscopo. Armándome de paciencia, sorteé como pude el peculiar interrogatorio de la “experta en RRHH”, para tener que escuchar que “me habían llamado porque nunca habían visto un CV como el mío, aunque no tenían el más mínimo interés en contratarme”.
En estado de shock por lo sucedido, los artículos comenzaron a desaparecer uno tras otro de un CV que menguaba por momentos. ¡Hasta dejé caer la tesis! Finalmente conseguí “colarme” en una consultora muy pequeña gracias a la inestimable mediación de una amiga. Comenzaba mi transformación, que en poco tiempo me llevaría a lndra, mi empresa durante muchos años en la que me he sentido integrada y apreciada pese a ser “diferente”.
Durante el tiempo dedicado a la investigación, todos mis esfuerzos estuvieron centrados en la astrofísica. No había espacio para nada más. Primero fue el reto de la tesis, luego los proyectos postdoctorales, y finalmente la enorme presión por publicar para conseguir una plaza. Esta suerte de “monopolio intelectual” de la física cedió el pasó a la TI: fue mucho lo que tuve que estudiar hasta sentirme cómoda en mi nuevo trabajo. Pero conforme mi situación laboral se normalizaba, iba encontrando tiempo para dedicarlo a otros temas por los que me sentía atraída: historia antigua, filosofía, antropología, política internacional, primatología, historia de las religiones…
Mi vida se ligó para siempre a una frontera intelectual que podía traspasar a mi antojo: sólo yo decidía hasta donde me internaba en un terreno, y cuando cruzaba a otro. Y también se ancló a una frontera profesional: ya no era un científico, puesto que no me dedicaba a la investigación sino a la consultoría. Pero tampoco era un consultor “al 100%”, pues lo cierto es que nunca dejé de ser un científico. Una sensación similar a la que sentimos tras vivir muchos años en un país diferente, que nos adopta como si fuese el de nacimiento.
Y así, lo que había sido una “mala fortuna” que me hirió hasta las entrañas, no sólo me brindaba la oportunidad de aprender cómo funciona un mundo diferente, el de la empresa, sino que me permitía dar rienda suelta a esa niña curiosa que de todo quiere saber porque todo le parece asombroso. Mágico. Apasionante. Con el tiempo volví a disfrutar del cielo nocturno, y mis libros de física volvieron a ocupar un lugar destacado en mi librería, aunque hubieran perdido la exclusividad de épocas pasadas. En lo negativo habían brotado semillas de lo positivo.
Siempre me quedará la duda de saber qué habría ocurrido de conseguir una plaza de investigador. ¿Habría continuado atrapada por el “monopolio intelectual” de la física? Puede que sí. La enorme competición en la que se desarrollan las carreras científicas hoy en día, presionadas por la necesidad de conseguir financiación, es sencillamente colosal. La ciencia no es ajena a ese mantra moderno que es el triunfo inmediato, el imperativo autoimpuesto por ser el número uno. Una tiranía que, desde mi punto de vista, amenaza con desnaturalizar la esencia de las actividades humanas, empezando por la que nos define como especie: la búsqueda de conocimiento. “¿Para qué sirve lo que haces? Para saber”. Una respuesta convertida en anatema en estos tiempos en los que el espíritu crítico ha llegado a diluirse tanto, que muchos creen que “libertad” es tomar una caña al solecito.
La frontera es un sitio único para desarrollar el verdadero espíritu libre, un lugar al que sólo puede accederse dejando atrás dogmas y prejuicios. Te mueves a tu antojo, dejándote llevar por el fluir de los conocimientos que vas atesorando, desde esa perspectiva única que te ofrece lo multidisciplinar. Y lo haces sin competir con nadie, pues la ausencia de reglas aborta cualquier pretensión de rivalizar. La frontera es una vida interior que convive con esa otra, mucho más prosaica, en la que nos vemos obligados a trabajar para ganar un sueldo con el que pagar las facturas. El tiempo que cede esta segunda vida a la primera suele ser pequeñísimo, pero en lugar de reivindicar la necesidad de disponer de ese espacio tan precioso en el que crecer como personas, a menudo nos instalamos en el torbellino de la cotidianidad, de lo inmediato, de la carrera por progresar, dando la espalda a nuestro mundo interior.
En mi deambular por esa tierra de nadie que es la frontera llegó un día en que sentí un impulso irrefrenable por sentarme frente a un papel en blanco y comenzar a escribir. Tal vez sea el devenir natural de quien ha amado los libros con pasión desde siempre, y no olvida que las muchísimas horas de satisfacción que nos proporcionan se deben a aquellos que también se enfrentaron a un papel en blanco. Cuando desarrollamos nuestra vida interior es raro que lo hagamos en soledad: caminamos junto a esos otros que nos hablan a través de las palabras que han volcado en sus libros, ayudándonos a dirigir nuestros pasos.
Hasta la fecha he publicado tres ensayos. Aunque ninguno contiene conocimientos o ideas que no hayan sido ya propuestas, ofrecen al lector un enfoque multidisciplinar diferente. Una perspectiva de “gran angular” que nos ayude a reflexionar, a abordar la complejidad de la vida en toda su profundidad.
El primer ensayo, Al otro lado del arco iris, reflexiona sobre la naturaleza del espacio, del tiempo, de la materia, de la vida… y lo hace utilizando dos prismas diferentes: el de la ciencia y el de la filosofía perenne. Dos formas de contemplar la realidad cuya relación no debe ser otra que la de convivir en armonía. La preocupación por la explosiva situación actual me llevó a escribir el segundo, Las edades de sapiens. Un intento por comprender cómo hemos llegado hasta aquí que se remonta a nuestros parientes más cercanos, los otros grandes simios, para continuar recorriendo la historia de nuestra especie. El tercero es un homenaje a la inmensa belleza del mundo natural, amenizado con la mejor música. 13.800: La gran ópera del cosmos está estructurado como una ópera (de ahí el nombre), en actos, cuadros y escenas. El primer acto trata sobre el universo, el segundo sobre la emergencia de la vida en la Tierra y su evolución, y el tercero sobre los primates, con foco especial en los sapiens modernos.
Escribir se ha convertido en una pasión mecida por la extraordinaria fuerza del karma. El enorme respeto que me inspira el lector potencial me obliga a documentarme en profundidad, a reflexionar sobre cada palabra, a repasar una y otra vez lo escrito. Un trabajo muy duro pero lleno de recompensas, pues no hay mejor camino para aprender, para tratar de conocernos a nosotros mismos. La fuerza vital de los que habitamos en ese país de Nunca Jamás que es la frontera del conocimiento.
Nota: con este escrito de Ana Campos, incorporamos al equipo de Ciencia Crítica, ilusionados, a una gran escritora y una excelente doctora en astrofísica. Su historia profesional y personal es una bofetada de realidad de un sistema de I+D imperfecto que deja por el camino vocaciones, talentos y científicas. Resolver este desangrado es más difícil y requiere más valentía que desviar grandes partidas de los presupuestos generales del Estado para la Ciencia.
Sobre este blog
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