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Por qué no podemos fiarnos de los testimonios oculares

Darío Pescador

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En 1984, un hombre llamado Kirk Bloodsworth fue procesado por la violación y asesinato de una niña de nueve años y condenado a muerte. En el juicio, cinco testigos afirmaron haberle visto con la víctima. Nueve años más tarde, esperando su condena, una prueba de ADN demostró que era inocente. 

Si has tenido una reunión con antiguos amigos del instituto te habrás dado cuenta: alguien cuenta la historia de cómo Javier se quedó encerrado en el baño. Entonces Ana dice que no fue Javier, sino Antonio. Y María dice que no fue el baño, sino el cuarto de la limpieza. Todos estaban presentes, y cada uno tiene un recuerdo distinto. 

Pensamos en nuestros recuerdos como una grabación de vídeo en nuestro cerebro, que queda almacenada para más tarde. Cuando recordamos, reproducimos el vídeo. El problema es que la memoria no funciona así. El cerebro no reproduce los recuerdos, sino que los construye sobre la marcha.

Nuestro cerebro no tiene capacidad suficiente para procesar todo lo que entra por los ojos, oídos y el resto de los sentidos. En su lugar, el cerebro filtra la realidad y se queda solo con unos pocos datos. Si le falta algo, no se conforma, y se inventa lo que sea necesario para completar el recuerdo.

En otro experimento, se dijo a estudiantes universitarios que les iban a hacer un test de memoria. Les recordaron cosas de su infancia, reales, que los padres habían contado a los investigadores. Pero entre medias les preguntaron por un suceso inventado: habían agredido a un amigo y la Policía les había detenido.

Al principio dijeron no recordar nada de eso, pero al cabo de las dos semanas, no solo lo admitieron, sino que dieron detalles: cómo era el policía que los detuvo, cuánto pasaron en la comisaría, o la multa que les pusieron. Es decir, los investigadores habían conseguido implantar un recuerdo falso aprovechando la tendencia del cerebro a rellenar los huecos.

Si queremos estar seguros de nuestros recuerdos, es mejor que los grabemos en vídeo. Nuestra cabeza no es de fiar. Hoy en el mundo hay cámaras por todas partes que están grabando todo lo que hacemos: en la calle, en el trabajo o en una tienda. Hay menos posibilidades de cometer errores. El precio que hemos pagado es la pérdida de nuestra intimidad. Pero de eso hablaremos otro día.

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