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Migrantes, refugiados, los otros

El Aquarius zarpa desde Valencia para seguir con los rescates frente a Libia.

Adolf Beltran

Algunos personajes políticos superan la caricatura. La suya o la de su partido. Se pudo comprobar en las Corts Valencianes, durante el debate de investidura del socialista Ximo Puig como presidente autonómico para un segundo mandato. La portavoz de Vox, Ana Vega, hizo un discurso grotescamente ultraderechista, lleno de prejuicios y descalificaciones. Entre otras consideraciones apocalípticas, echó en cara a la izquierda valenciana que el Aquarius “prendió la mecha del polvorín de la inmigración ilegal”.

Ahora hace un año que el puerto de Valencia acogió aquel buque cargado con cerca de 630 migrantes a los que prohibieron los amigos de Vox en Italia, en el Gobierno de aquel país, que pudieran desembarcar en alguno de sus puertos. Fue un episodio de escala europea que puso a España de parte de los derechos humanos en el conflicto sobre la política migratoria. Fletado por Médicos sin Fronteras y SOS Méditerránee, el Aquarius, sin embargo, dejó de cumplir meses después su cometido por la presión de Italia y las objeciones del Gobierno español  que preside el socialista Pedro Sánchez, cuya política se ha vuelto decepcionante en esta materia con el paso de los meses.

Aunque España promueve la instauración de un mecanismo europeo de rescate que evite situaciones como la que resolvió el Aquarius, ha restringido poco a poco los mecanismos que permitieron entonces que el buque estuviera allí y pudiera desembarcar en Valencia. Incluso intentó evitar que un pesquero de Santa Pola dejara en territorio europeo a una decena de migrantes rescatados frente a las costas de Libia.

Como en cualquier Estado, el Gobierno de España debe velar por que la inmigración sea legal y ordenada. Para ello, ha de combinar políticas diplomáticas con terceros países, de vigilancia fronteriza, de salvamento y también de cooperación.

El problema es que ha apagado las luces del salvamento marítimo, no parece dispuesto a acabar con la ignominia de los centros de internamiento de extranjeros (CIE) y ha estrangulado la labor que hacen en el Mediterráneo las ONG que tan bien ejemplificó en su momento el episodio del Aquarius.

No es inevitable que haya contradicción entre la política fronteriza europea y un ejercicio digno de la solidaridad con los migrantes, los refugiados, los otros; con esas personas concretas que perecen en aguas del Mediterráneo ante la mirada de odio de los intolerantes. Para contrarrestar sin complejos el discurso xenófobo, precisamente, hace falta comprometerse con esa mecha que se prendió en junio de 2018 y a la que otorgó la Generalitat Valenciana en la fiesta del 9 d'Octubre una de sus distinciones.

La política migratoria podrá ser objeto de debate, pero no puede permitirse la vergüenza. Y no será vergonzosa si se enmarca en el paradigma de la inclusión, del compromiso con los migrantes, los refugiados, los desplazados, los apátridas, los parias. Hannah Arendt ya advirtió con elocuencia sobre los devastadores efectos de la normalización en las opiniones públicas de los países desarrollados de que se pueda dejar a seres humanos desposeídos de profesión, de nacionalidad, de opinión, de una ciudadanía que les identifique, hasta de un bote salvavidas o un puerto en el que poder refugiarse.  El Aquarius es un símbolo contra tal tendencia. La extrema derecha sabe por qué lo ataca.  Y la gente decente espera que nuestros gobernantes no renieguen de él.

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