Ese momentazo en el que hay que vaciar el piso de un muerto. El de la abuela, el de los padres. El de una tía lejana. En Plegaria para pirómanos, de Eloy Tizón, hay un cuento sobre esto titulado “El fango que suspira”. Pueden leerlo (el libro entero es muy recomendable) o echar mano de sus propios recuerdos, de cuando a ustedes les ha tocado vaciar el piso de un muerto. Es decir, lo que tuvieron que tirar, lo que sostuvieron en sus manos y con lo que no sabían muy bien qué hacer: el maquillaje ya casi inservible en el baño, las muchísimas medicinas caducadas. El andador, silla de ruedas o muletas. Las bacinillas, el taburete al lado de la ducha. Ese canto a la decrepitud. El olor a cerrado, poca comida ya en la nevera, los electrodomésticos siempre anticuados. Y el polvo. Polvo en el fondo de los cajones, sobre los marcos de las fotos donde desfilan los otros muertos, en las figuritas de las repisas. Por no hablar de los manteles de ganchillo, de la ropa.
(Quién se detiene a mirar las manchas de los colchones antes de tirarlos.)
Y después hay que pensar en qué hacer con el piso. Qué digo: hay que venderlo, siempre. No nadamos en la abundancia y la cosa es que somos varios a repartir. No hay ninguno en posición de comprar su parte a los demás, por lo que toca vender. Sí o sí. Y, para vender, hay que vaciar el piso.
Entonces, entran en escena los cuervos. Los córvidos, los llamaste en tu fuero interno. A veces son anticuarios, a veces simplemente “se vacían pisos”. Compramos tus libros, pero luego no te damos casi nada a cambio. Conocen el vértigo desconcertado de los deudos, a los que le pesa hasta la ropa que llevan puesta. La cosa es que un día se vació, como se vacían tantos pisos, el de mi abuela, viuda desde hacía cuarenta años. Y llamamos a los cuervos. Había que pegar un post-it sobre aquello que no quisiéramos que se llevaran (y daba la sensación de que nuestros papelitos se iban a caer por accidente en cualquier momento.) Empezaron con los muebles gordos, los del salón. Después fueron desfilando camas, armarios, cómodas. Desatornillaron y se llevaron también una estantería a medida, enorme, del despacho de mi abuelo.
Y les llega entonces el turno a los libros, a los que no salvamos (como el cura y el barbero). Se los llevan casi todos. Y se cae uno finito al suelo, mecanografiado. Me lo alcanza, con una cara circunspecta y muy entrenada, uno de los cuervos. Se titula Buscando nieve en la luna sexta. Leo confundida que lo había escrito mi abuelo en el año 1960. Pero ¿escribía? ¿Y teatro? Despliego una línea cronológica mental y lo ubico: imagino que él no sabía que moriría sólo quince años después de escribir esto, a los cincuenta y pocos, cuatro meses antes que la momia del Pardo. Se trata de un diálogo dramático, muy al estilo de ese teatro filosófico y de tesis que estaba de moda entonces. Es un diálogo, decía, entre un campesino de la revolución cultural y un militar, en China. La obra no destaca precisamente por su acción trepidante. Parece que mi abuelo se hubiera impregnado de ritmos y cadencias orientales. Abundan los aforismos y los gestos comedidos de los personajes, un respeto reverencial que se transparenta en las acotaciones.
Qué valor tiene ese librito, me pregunto de noche, mientras lo leo (con cuidado de que no se desencuadernen las páginas). Se me ocurre la genial idea de hacer una edición crítica de la pieza teatral para aprovechar y entremeter, a pie de página, anécdotas sobre la vida de mi abuelo. Apasionante, sí. No tiene sentido. Esos días aparecen también, por ahí tirados, sus diarios de caza (cómo no, el hombre adoraba a Delibes). Descubriremos, años después, que colaboró en la traducción al castellano de un libro titulado El mundo libre en la guerra fría, de 1959. La traductora del alemán se llamaba Ilsa Garvens (te enamoras un poco de su nombre, crees que estás en Casablanca). Seguramente ese, como tantos, se lo llevaron los cuervos. Parece que se menciona el nombre de mi abuelo en las memorias de una dirigente comunista valenciana como un abogado justo, que defendió a algunos curas obreros, jesuitas. Y me lo imagino, a ese señor al que no conozco más que por algunas fotos donde aparece cazando; lo imagino escribiendo de noche en su despacho de abogado, con los libros detrás (y las pistolas y las astas de ciervo) mientas fuma Ducados. Y lo conozco más ahora, ahora que sostengo la obra que escribió y cuyo título me habita siempre. Porque también busco, por las noches, nieve en la luna sexta. Y no importa que la obra no parezca valer gran cosa, que desde luego no se estrenase o que yo haya sido su primera lectora. Tal vez conozcamos más a nuestros muertos por lo que quisieron ser que por lo que fueron.