En su libro autobiográfico Mi último suspiro, hablando de sus sueños diurnos Buñuel escribe: «Imagino también, y sin duda no soy el único, que un golpe de Estado inesperado y providencial me ha convertido en dictador mundial. Dispongo de todos los poderes. Nada puede oponerse a mis deseos. Siempre que se presenta esta ensoñación, mis primeras decisiones se dirigen a combatir la proliferación de la información, fuente de toda zozobra». Más adelante, en el capítulo titulado A favor y en contra, afirma: «Detesto la proliferación de la información. La lectura de un periódico es la cosa más angustiosa del mundo. Si yo fuese dictador, limitaría la Prensa a un solo diario y una sola revista, ambos estrictamente censurados. Esta censura se aplicaría tan sólo a la información, que quedaría libre de opinión. La informaciónespectáculo [sic] es una vergüenza. Los titulares enormes —en México baten todos los récords— y los sensacionalistas me dan ganas de vomitar. ¡Todas esas exclamaciones sobre la miseria para vender un poco más de papel! ¿De qué sirve? Además, una noticia expulsa a otra».
Más adelante, en el capítulo final, Buñuel sitúa a la información entre los nuevos cuatro jinetes del Apocalipsis, junto a la superpoblación, la ciencia y la tecnología. De la información dice que «presentada de ordinario como una conquista, como un beneficio, a veces incluso como un “derecho”, quizá sea en realidad el más pernicioso de nuestros jinetes, pues sigue de cerca a los otros tres y sólo se alimenta de sus ruinas. Si cayera abatido por una flecha, se produciría muy pronto un descanso en el ataque a que nos hallamos sometidos».
El libro se publicó en 1982, un año antes de la muerte del cineasta, que había tardado quince años en escribirlo. Hablaba pues desde un mundo en el que todavía no existía Internet, en el que no era imaginable la hiperinflación informativa en tiempo real que ha posibilitado la red de redes. Hablaba desde un mundo en el que la gente todavía se informaba a través de los boletines televisivos o radiofónicos —los más ávidos—, o leyendo cada mañana un periódico de papel compuesto de noticias que hoy nos parecerían insoportablemente viejas, referidas a hechos ocurridos más veinticuatro horas antes. Que nadie se extrañe, pues, de que esa inquina de Buñuel hacia la información a muchos nos costara entenderla por aquel entonces.
Casi cuarenta años después, el concepto de noticia que manejaba Buñuel ha desaparecido. Entonces la noticia todavía era lo que rompía y daba sentido al concepto de normalidad que cada sociedad se da a sí misma. Al haber convertido la vida cotidiana en una noticia continua, en una serie ininterrumpida de noticias, más bien, los medios de comunicación de masas, paradójicamente, han matado la noticia, la han imposibilitado. O, si se quiere, la han reducido a la mínima expresión, a un espasmo breve que no es sino la antesala de nuevos minúsculos espasmos, de unos ridículos orgasmos informativos. Antes, noticias como las de los últimos atentados de París, Niza o Viena concentraban toda nuestra atención. Ahora apenas nos hacen desviar la mirada del plato para ver si nos enseñan algo que no hayamos visto ya.
Hasta hace poco la normalidad venía a ser como los tiempos muertos en la literatura o el cine, lo que pasaba cuando no pasaba nada mientras esperábamos a que pasara algo. La normalidad así entendida ha desaparecido. Ahora parece que ya no soportamos los tiempos muertos, la histeria recorre toda la trama. Programas como Al rojo vivo encarnan muy bien el fenómeno. Todo son picos informativos, últimas horas, opiniones fragmentadas, noticias destacadas que van dándose codazos unas a las otras, sin tregua, sin pausa, sin compasión, sin sustancia. Eso, naturalmente, acaba produciendo el efecto contrario. La información pierde su relieve. No hay picos, sino una meseta estridente. Los pretendidos comunicadores se ven obligados a gritar cada vez más y también más deprisa, y cuanto más gritan menos audibles son, cuantos más aspavientos hacen más invisibles se vuelven. Pero nadie hace nada por recuperar la calma, porque probablemente ese es el objetivo, que no haya calma. Algunos de estos comunicadores parece que sepan que su misión es hacerse odiosos, cargantes, insoportables, porque así, odiándolos a ellos, acabamos odiando la información, haciéndonos indiferentes a ella.
Quizá esta es la intención, que nada nos sorprenda, que lo aceptemos todo tal como nos viene. Que nuestra reacción ante lo significativo y ante lo insignificante sea la misma, que apenas varíe, hacer de cada uno de nosotros un trozo de corcho, de esponja empapada más bien, hacer de la aceptación acrítica, de la indiferencia, nuestro estado natural. Que todo entre limpiamente por nuestras dilatadísimas tragaderas. Cuando el ruido informativo empezó a estudiarse se lo definía como un factor externo a la comunicación que afecta a la integridad del mensaje. Hay que dudar de que esa definición siga vigente. Hace ya tiempo que el ruido es el excipiente de la información tal como algunos la han entendido siempre, el camuflaje que permite a ciertas ideas estratégicas penetrar en nuestro cerebro sin hacerse notar. Pero se notan, al menos se nota la molestia de la penetración. Hace unos años era impensable que los medios se anunciaran, como ocurre ahora, prometiendo veracidad a sus lectores. Entonces se daba por supuesta y ahora no. El problema añadido es que, ruido por ruido, hay una gran masa de gente que está jodida, que se siente estafada, desatendida, vive instalada en el escepticismo y la desconfianza, y prefiere tragarse cualquier idea que parezca dar luz sobre un mundo caótico que perciben gobernado por oscuros intereses. Véase al respecto el amplio catálogo de teorías conspiranoicas en circulación.
Al final de sus memorias Buñuel decía: «Una cosa lamento: no saber lo que va a pasar. Abandonar el mundo en pleno movimiento, como en medio de un folletín. Yo creo que esta curiosidad por lo que suceda después de la muerte no existía antaño, o existía menos, en un mundo que no cambiaba apenas. Una confesión: pese a mi odio a la información, me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba». La noticia con la que se encontraría Buñuel sería la de que ya no hay noticias, sino un fragor continuo e ininteligible. Y como resulta que, a pesar de ser sordo, también odiaba el ruido, muy probablemente volvería a su tumba arrepentido de haberse levantado de ella.
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