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Opinión - El pueblo es quien más ordena todavía. Por Rosa María Artal
Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Coprofagia cultural

The Circus (Charlie Chaplin, 1928).

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Primero fue la aparición de las televisiones privadas: un chasco, excepto para algunos avisados. Más cantidad, pero menos calidad y, lo más sorprendente, menos variedad. Casi al mismo tiempo vino la tele codificada. Se agrupaban los contenidos temáticamente, se segmentaba la audiencia —nos separaban para llevarnos al mercado; era una especie de triaje—, pero todavía no se creaban productos ad hoc. También era un chantaje: paga si no quieres publicidad, pero, tal como se estaban poniendo las cosas, no era un mal trato. Cuando llegó Internet parecía que las cosas seguirían igual, pero, salvo alguna excepción, las plataformas de entretenimiento empezaron a crear productos ajustados al perfil de sus abonados, a suministrarles droga específica, y con el tiempo acabaron arrinconando a la industria independiente, que para sobrevivir se tuvo que poner al servicio de esas nuevas compañías. Los cineastas —palabra anticuada: creadores de contenidos— se quedaron sin el escaso margen de libertad que tenían. La crítica profesional se adaptó al juego —por algo es profesional—, y creó clones entre un ejército emergente de comentaristas aficionados. Las secciones especializadas de los medios están ahora tomadas por una legión de flautistas de Hamelín de los que no te puedes fiar. Y los que escriben en páginas como Filmaffinity con frecuencia se parecen a los ciegos que pintó Bruhegel guiando a otros ciegos.

Ese proceso tuvo lugar al amparo de una consigna, la de darle al público lo que a este le gusta. No sé yo. En algún tiempo, presuntamente más zafio y atrasado que este, la audiencia veía en masa los documentales de Félix Rodríguez de la Fuente y programas como Estudio 1 (teatro televisado, mayormente clásico), que era lo que se emitía, y eso era porque las autoridades competentes tenían un concepto formativo del entretenimiento. Ahora (o hace un rato) el público se pirra por la llamada telerrealidad y las series de zombis, que es lo que le dan. Se pirra por las series sobre cualquier cosa, a decir verdad. Ver series se ha convertido en una manera de estar en el mundo, y no ver ninguna es convertirse en un paria, alguien socialmente inexistente, sin tema de conversación. Esas series son el producto de un modelo de negocio muy concreto. Vienen en cascada, dándose codazos por el interior del cable o de la red inalámbrica, se prolongan o se cancelan según su grado de aceptación, o sea, su rendimiento económico, y unas dan lugar a otras, por imitación o por gemación. Su vocación suele ser la de durar años, que son años de suscripción asegurada, aunque la mayoría de las veces se las zampan unos espectadores bulímicos de una sentada, lo que acelera la carrera de ratas en la que andan metidas las plataformas de streaming, que se han convertido en bazares llenos de quincalla, cada vez más indiferenciados.

Nos dan a entender que la libertad de elección está en la cantidad, y así justifican sus abrumadores catálogos. Pero esa libertad consiste en coger el mando y mirar carátulas y más carátulas hasta detenernos en una que nos suena de algo. Para algunos ni eso, se quedan con lo que les recomiendan en función de «decisiones» anteriores —lo llaman oferta personalizada—, con lo cual, lo único que hacen es elegir lo mismo una y otra vez. Ya no nos hacemos, nos hacen. O, visto desde otra perspectiva, que quizá es la correcta, nos deshacen. Con la recolección de datos se ha acabado la libertad de elección, de creación y hasta de voto. La democracia misma se acabó el día en que los políticos empezaron a saber lo que queríamos oír y, por tanto, lo que estábamos dispuestos a votar. Lo extraordinario es que todo eso ocurre con nuestra connivencia, con nuestra cooperación consciente, voluntaria, no hacemos más que constatarlo y repetirlo en vano. Lo que lleva a pensar que ese concepto, el de voluntariedad, necesita una buena revisión. Da la impresión de que todos los filósofos de la voluntad pecaron de optimistas. Desde el que consideraba que dicha facultad era el motor de nuestras acciones (Kant), hasta aquel para quien la voluntad era voluntad de poder, la herramienta de la autoafirmación (Nietzsche), pasando por el que la entendía como un impulso ciego de la vida, de modo que el hombre, su razón y sus sentimientos eran meras manifestaciones suyas (Schopenhauer). No contaban con el Big Data, no imaginaban que incluso esa voluntad ciega se podía enajenar y ser instrumentalizada por los mercachifles del escapismo y del deseo. Y que, lejos de rebelarnos, íbamos a facilitarles la tarea.

Nos han reducido a un conjunto predecible de patrones de comportamiento. No son los espectadores-consumidores los que eligen, ni tampoco unos déspotas ilustrados o unos malvados ejecutivos (ojalá; siempre podríamos contar con que se colara entre ellos algún genio). Y mucho menos eligen los llamados creadores (y menos todavía los que se lo llaman a sí mismos). Son los algoritmos a los que les dan a digerir la información que van recabando de nosotros sobre nosotros, son esas operaciones de cálculo programadas para saber en qué valor conviene invertir hoy en bolsa o qué serie de televisión le gustaría ver a Francisco Ullanes. Son esos procedimientos matemáticos que, con frecuencia, si no siempre, acaban alimentándose de sus propios resultados, que crean círculos viciosos en los que acaban atrapados tanto los propios logaritmos como sus víctimas, que somos nosotros. De manera que la oferta y la demanda acaba fluyendo por un circuito cerrado, sin salida, en el que cada vez es más difícil que entre aire fresco. Esos logaritmos son el alma de un mecanismo que nos alimenta con lo mismo que nos saca, que se alimenta y hace que nos alimentemos de sus propias heces, que son también las nuestras. Será que nos gusta, y por eso nos lo dan.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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