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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Estúpidos y ruines

El oráculo de la economía global (detalle)- Jorge Ballester 2011

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La actitud de algunos gestores de la cosa pública frente a la pandemia está generando tanta estupefacción o más como la propia aparición del virus. Los estragos del insidioso germen rivalizan en letalidad con la incompetencia de ciertos políticos, de la que el reputado virólogo Luis Enjuanes, en declaraciones a la cadena Ser, ha llegado a decir que es «casi de retraso mental». En el apartado de comentarios de las noticias, ese karaoke informativo que los medios ponen a disposición de los lectores, el asunto se ha resumido con un manido adagio: «No adjudiques a la maldad lo que puedas adjudicar a la estupidez». Esa frase hecha es un meme genuino, una sentencia que hace fortuna como todas las que parecen explicar mucho en pocas palabras y evitan tener que pensar en exceso. Y sin embargo la afirmación es más que cuestionable. Maldad y estupidez —adelanto mi tesis— son fenómenos demasiado cercanos como para ser considerados antagónicos. A veces no solo parecen, sino que son una misma cosa. Y para intentar demostrarlo me permito rescatar unas reflexiones sobre el particular que tal vez algún lector reconozca, pues en parte están basadas en el artículo de un blog ya clausurado y perdido en esa escombrera de vanidades llamada blogosfera. Y disculpen ustedes tan ociosa aclaración.

Dicen que quien formuló por primera vez ese pretendido axioma fue el escritor Robert A. Heinlein quien, en Historias del futuro (1941), pone en boca de uno de sus personajes: «Has atribuido a la villanía condiciones que derivan simplemente de la estupidez». Naturalmente, la idea no era nueva —«idea nueva», a estas alturas de la historia, es un oxímoron—, y es muy probable que algún presocrático ya la enunciara a su modo antes de que Cristo montara en burro. Sin irnos tan lejos, si queremos citar a algún ilustre predecesor podríamos recurrir a Shakespeare. En Medida por medida (III, 2) el duque de Viena le dice al libertino Lucio: «Por tanto os digo que habláis sin reflexión; y si es más claro vuestro juicio de lo que aparenta ser, lo oscurece en gran manera vuestra malicia». Pero Shakespeare escribía raro, y en su época no existían los mass media, mientras que en los años cuarenta del pasado siglo estos estaban ya a pleno rendimiento y a través de ellos Heinlein la pudo introducir en el círculo de los escritores de ciencia ficción, los científicos y los cientifistas, un universo abigarrado sometido a una fuerte retroalimentación.

De ese modo, la idea, a partir de la enunciación de Heinlein, fue circulando y puliéndose como un canto rodado, y con cada giro iba adquiriendo nuevos matices. En los años ochenta, un tal Robert J. Hanlon la reformuló: «Nunca atribuyas a la malicia lo que se puede explicar adecuadamente por la estupidez», y Arthur Bloch, el de La ley de Murphy, la incluyó tal cual en su segunda recopilación de aforismos. A partir de entonces, así enunciada, se la conoce como navaja de Hanlon. Pero el canto todavía tenía que rodar un poco más. En 1994, otro ilustre desconocido llamado J. Porter Clark, que al parecer trabajaba para la NASA, la usó a su modo en un simple post de un grupo de Usenet: «La ignorancia suficientemente avanzada es indistinguible de la malicia», dijo, y, caprichos de la fama, el aforismo así formulado pasó a llamarse «ley de Clark».

Pero quien lo acabó de perfeccionar fue Jeffrey Finckenor, científico también al servicio de la NASA, que en 2008 reprodujo la cita, mejorándola sustancial y quien sabe si involuntariamente, para justificar su decisión de abandonar la agencia espacial por discrepancias con los directores del programa en el que trabajaba desde hacía tiempo y de los que no se había formado muy buena opinión: «La incompetencia suficientemente avanzada es indistinguible de la malicia», dijo. Era su conclusión tras constatar que «en los niveles más altos, parece existir la creencia de que uno puede mandar sobre la realidad, seguida por la negativa a aceptar cualquier información que vaya en contra de ese mandato». Y eso es lo que nos da la clave de la famosa máxima que tanto Clark como él modificaron al citar.

En su formulación original, en la navaja de Hanlon parece existir el convencimiento de que en la estupidez hay un principio de inocencia, de que la estupidez y la mala intención son dos cualidades contrapuestas que se confunden solo porque sus respectivas consecuencias son a menudo muy parecidas. Pero a medida que el adagio va pasando de manos y su enunciación se va puliendo, aflora el presentimiento de que no son tan antitéticas, de que puede, incluso, que sean variaciones de un mismo fenómeno. Las diferentes formulaciones de la frase van estrechando cada vez más la relación entre la estupidez y la malicia. Desaparece la maldad involuntaria, esa que se supone característica de los idiotas, y asoma una maldad elaborada, creada por los complejos mecanismos del alma humana. Lo que en principio se tomaba por estupidez acaba siendo identificado con la incompetencia contumaz. La estupidez y la malicia ya no son cualidades diferentes, son, como mínimo, fronterizas, y planea la sospecha de que, al menos en determinados casos, son una misma cosa.

No todos los malvados son estúpidos, pero tarde o temprano todos los estúpidos acaban siendo malvados en mayor o menor grado. Un estúpido es un malvado incompetente. La estupidez se manifiesta cuando el poder para alcanzar nuestro objetivo no está a la altura de nuestra ambición, ya sea por falta de aptitudes, de medios o de ambas cosas a la vez. Aquí el ejemplo de esos políticos sobre los que el virólogo albergaba sospechas de retraso mental aparece con total nitidez. El estúpido se empeña en continuar más allá de los límites de su inteligencia y fuera de la realidad, porque se empeña en negarla, tal como denuncia Jeffrey Finckenor en su carta de renuncia refiriéndose a sus jefes, o tal como parecen actuar personas como Isabel Díaz Ayuso, que es a quien claramente señalaba el científico Luis Enjuanes. Una vez cruzado ese umbral, el estúpido echa mano de todos los medios a su alcance para conseguir lo que se le ha metido entre ceja y ceja, obviamente con criterios desastrosos y prescindiendo de cualquier escrúpulo moral.

Lo peor es que es imposible saber hasta dónde puede llegar alguien que actúa llevado por la estupidez, porque se mueve en un universo en el que no rigen las leyes elementales de la supervivencia, lo que convierte su radio de acción en potencialmente infinito. Como el de un virus. Quien bautizó el aforismo como «navaja de Hanlon», lo hizo porque creía que se ajusta al principio formulado por Occam, algo bastante discutible. Recordemos que lo que dice la navaja de Occam es que, en igualdad de condiciones, la explicación más probable suele ser la más sencilla. Pero la estupidez no tiene nada de sencillo, todos los días sale alguien intentando explicar en qué consiste, y, por tanto, decir que donde parece haber maldad sólo hay estupidez no es ni de lejos la explicación más simple. Quizá ni siquiera sea una explicación, y en todo caso no es la más inteligente. Puede incluso que sea la más estúpida, porque si te la crees puedes acabar inerme ante algún bellaco de mente retorcida.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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