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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Las líneas rojas

Entrapment (Jon Amiel ,1999). 20th Century Fox.

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En los últimos tiempos, un viejo concepto se ha colado con fuerza en la jerga política. Por razones que ellos sabrán, los profesionales del ramo sienten la necesidad de que los percibamos como seres insobornables, y para ello, en temporada alta, trazan líneas rojas por todas partes. Después, cuando la logomaquia electoral da paso a las broncas partidas de póker semiclandestinas, esas líneas desaparecen o se disuelven rápidamente en ácido cínico. «No mentí, cambié de opinión»: el miedo a hacerle el juego al enemigo no ha de impedir a nadie reconocer que esa fue sublime. Si no nos dejamos cegar por la susceptibilidad, no es difícil ver en ese y en cualquier otro intento de justificación el rastro de un cierto escrúpulo moral. Por lo menos han tratado de arreglarlo. La mayoría no se molesta en dar explicaciones, se limitan a silbar distraídamente mientras borran con los pies la línea que han trazado con determinación hace apenas unas horas. O trazan otra un poco más allá para que nadie se fije en la que acaban de cruzar. Esas líneas rojas que se enuncian y anuncian enfáticamente, suenan a avisos en clave de hasta dónde están dispuestos a llegar y seguramente llegarán quienes las proclaman. ¿Por qué insisten en que no harán esto o lo otro? ¿Hemos de suponer que podrían hacerlo? ¿Por qué en vez de hablar de lo que no harán, no nos hablan de lo que piensan hacer y cómo? Declaran no estar dispuestos a atravesar las líneas tras las que hay un supuesto infierno, pero ¿qué pasa con esas otras que nos separan, si no del paraíso, sí al menos de un mundo un poco más llevadero? ¿Desde cuándo un programa político se define por lo que no es, por lo que no contempla, por las líneas que no piensa cruzar y no por las que tratará de cruzar por todos los medios que proporciona el poder que se ambiciona?

La retórica de las líneas rojas mueve las emociones y soslaya el análisis. Tan solo busca la adhesión visceral a una postura que se muestra decidida e inflexible: «con ese, jamás», «de eso, nada», «más allá de ese punto, ni pensarlo». En política, las líneas rojas vienen a ser como las bravuconadas que lanza un boxeador a otro antes del combate, demostraciones apriorísticas de fuerza. Presumen ante la galería de su capacidad de imponer límites a sus propias acciones y de acotar las de los otros. Cada uno intenta con ello presentarse más firme y fiero que su contrincante y enardecer a sus seguidores. Luego viene la hora de la verdad, y las hostias que van las cuela uno por donde puede y las que vienen se cuelan por donde uno menos se lo espera. La exhibición de los límites éticos de la acción política, esa supuesta integridad, se ve desmentida grotescamente por la práctica, de manera que esas líneas rojas que se trazan mirando al tendido se revelan como muestras de debilidad o de doblez.

Todos sabemos qué es una línea roja. La expresión se nutre, maliciosa pero torpemente, de nuestra experiencia cotidiana. Nada resume mejor la vida de un individuo que la lucha continua contra una infinidad de líneas de todos los colores. Unas veces nos llegan impuestas y otras veces nos las imponemos, unas veces aparecen como barreras que no hay que cruzar y otras como obstáculos que hay que superar como sea. La principal de estas últimas es, precisamente, el imperativo moral —moralista, más bien— de no cruzar las primeras. Desde que venimos al mundo nos presionan desde todos los frentes para que respetemos escrupulosamente esa suprema interdicción, pero la historia se ha escrito quebrándola. Empezaron Adán y Eva cuando mordieron la manzana y todavía estamos en ello. Crecemos cruzando líneas. Qué línea pisa o atraviesa cada uno, con qué finalidad y con qué consecuencias, eso ya es harina de otro costal, pero quien no cruza ninguna, no crece, tan solo engorda en el corral que le han asignado mientras espera el día de la matanza. El profesional de la política que no cruza ninguna línea roja tampoco hace carrera, se queda para vestir los santos de su parroquia particular. La diferencia estriba en que un individuo se las tiene que ver sólo con su conciencia, y en última instancia con la ley, mientras que un político se las ha de ver con la conciencia de muchos, que en la práctica viene a ser la de nadie, como el dinero del erario, y el brazo de la ley raramente consigue tocarlo.

Si un político colea, y colea desde hace mucho, es que no ha parado de cruzar líneas y lo ha hecho con la habilidad y el sentido de la oportunidad necesarios. Cuánto mejor es en lo suyo, menos se nota. Y como menos se nota es no diciendo nunca «nunca jamás», porque una línea roja, en el mejor de los casos, no significa nada, las más de las veces es una excusatio non petita, y alardear de ellas, un recurso pueril. Arnaldo Otegui dijo no hace mucho que «nosotros no ponemos precios [políticos] ni líneas rojas en público», y con su acrimonia habitual, el periodista Gregorio Morán dijo de él, a raíz de estas declaraciones, que «marca muy agudamente el camino de un profesional de la clandestinidad a unos bocazas exhibicionistas». Las líneas rojas proclamadas a los cuatro vientos son baladronadas, faroles improbables que se ven a la legua. Nos estamos acostumbrando a apostar al póquer tapado, y a que el desenlace de la partida tenga lugar en la trastienda de las instituciones, a la hora de enseñar las cartas. Le estamos cogiendo el gusto al asunto. Las encuestas realizadas el verano pasado sobre los pactos postelectorales revelaban que nos importa bien poco que los políticos se pasen las susodichas líneas por el forro. «Las líneas rojas son menos rojas para los votantes que para los partidos», era la conclusión que sacaba el analista Kiko Llaneras. Es decir, que si hipócrita es jurar que hay fronteras que uno no cruzará nunca, más hipócrita es hacer ver que nos escandalizamos cuando alguien las cruza. Da la impresión de que saben que a estas alturas lo único que importa es que el espectáculo sea entretenido, y no cabe duda de que se esfuerzan en que lo sea.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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