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Opinión - El extraño regreso de unas manos muy sucias. Por Pere Rusiñol
Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

El mensaje

Muerte de un ciclista (Juan Antonio Bardem 1955).

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Los más viejos del lugar, y los más cinéfilos, seguramente se acordarán de cierto personaje que aparecía en todas las películas de Juan Antonio Bardem. Adoptaba formas diferentes, pero en todas cumplía el mismo papel. En Muerte de un ciclista (1955) es el burgués cínico y desencantado, que con su resentimiento deja en carne viva la doble moral de los de su clase. En Calle Mayor (1956) es el amigo ilustrado, que desciende desde la civilizada metrópoli a la ociosa ciudad de provincias con el ánimo de hacer volver a su amigo allí atrapado al camino de la cordura y la decencia. En La venganza (1958) es el peregrino que hace un alto para convivir una noche con los jornaleros, y en torno a una hoguera les explica la política de la reconciliación nacional. En todos los casos se trataba del sosias del cineasta que, en clave positiva o negativa, irrumpía en la obra —que hasta entonces parecía transcurrir de una manera más o menos autónoma— para aleccionar al espectador, hacer explícito lo implícito y disipar ambigüedades. Porque Bardem era un cineasta «de mensaje». En aquella época todos buscábamos «el mensaje», siempre nos preguntábamos por «los mensajes», y él era pródigo a la hora de proporcionárnoslos.

En aquella época las producciones acordes con el régimen también iban trufadas de mensajes, de consignas moralizantes que se introducían en las obras sin pudor, valiéndose de cualquier personaje, falseando descaradamente el mundo al que simulaban pertenecer. A lo que aspiraba Bardem, precisamente, era a denunciar eso i hacer un retrato fidedigno del mundo real para desenmascarar aquel discurso mistificador. Pero había por su parte una notable desconfianza en la capacidad intelectiva de los espectadores. No estaba seguro de que supieran racionalizar lo que les estaba mostrando, desconfiaba de que el lenguaje realista bastara para hacer visible la estructura y el mecanismo de los problemas que quería poner de manifiesto, lo que, dicho sea de paso, denota también una notable falta de confianza en sí mismo, en su propia capacidad para crear una obra útil a sus propósitos revolucionarios. De ahí que recurriera también al tosco recurso moralizante, cayendo en el mismo vicio que aquellos a los que pretendía combatir. Narrativamente tenía un efecto desastroso, anticlimático, vejatorio, que ya entonces resultaba irritante incluso para el espectador más identificado ideológicamente con el cineasta, puesto que pretendiendo acelerar «la toma de conciencia» del público lo que hacía era detener la acción para revelarle en clave magistral todo lo que se suponía que debía deducir por su cuenta. Por suerte, tras su digresión siempre volvía a los hechos, volvía a sus intentos de retratar fidedignamente una sociedad apaleada y encanallada. Por eso, aparte de por su excelente factura formal y pese a los defectos, sus películas han quedado como un testimonio incuestionablemente valioso de aquel momento histórico, aunque en ese sentido quizá no sean tan eficaces como las de su amigo Berlanga, el cineasta antimensaje por antonomasia.

La sombra de ese moralismo de intenciones progresistas, que Bardem personificaba pero que no era el único en practicar, es alargada. Ahora ese personaje intrusivo se ha apoderado de toda la maquinaria narrativa. Las películas suelen ser, con escasas excepciones, la ilustración mecánica de un discurso moralista. Casi todas son puro mensaje. En general, se nos ha hecho el alma de catequistas y de catecúmenos. En el cine, en la ficción en general y también en el ensayo (lo que pretende hacerse pasar por tal), el recurso al topos característico de la argumentación banal se ha universalizado, se ha trivializado hasta el punto de que los propios autores parecen no darse cuenta de que lo están utilizando. Los clichés reduccionistas se repiten con una naturalidad pasmosa, y todos creen estar haciendo crónica de la realidad. Da igual que se trate de problemas de fondo, reales o supuestos (conflictos identitarios mayoritariamente), que de asuntos de actualidad (ahora mismo la pandemia y los problemas económicos, medioambientales y sociales, concretos, estructurales, que está dejando al descubierto). La cultura oficial en los tiempos que corren se parece a la del viejo régimen más de lo que ella misma es capaz ya de percibir. Si no en sus enunciados —eso es evidente—, sí en sus mecanismos y en la pobreza intelectual que propician. El discurso moralista impregna la crónica de la realidad hasta hacerla desaparecer, hasta sustituirla por completo. Y la ficción, que abarca incluso lo que se supone que no lo es, y que debería ser un elemento enriquecedor de la realidad, se convierte en un fenómeno paralelo que poco o nada tiene que ver con ella.

El proselitista polimorfo de Bardem era un cuerpo extraño en aquellas películas de vocación realista y testimonial, y la analogía mística salta a la vista. Imposible no asociar su figura a la de un mesías, a la de un ángel o a la del mismo Dios que desciende generosamente sobre las testas desnortadas de este valle de lágrimas para señalarnos el camino de la salvación. Ese redentorismo se halla instalado ahora a lo largo y ancho de la sociedad digital. Hay una línea que enlaza sin solución de continuidad la labor de los publicistas, de los creadores de contenidos audiovisuales, de los periodistas, de los políticos, de ciertos pretendidos ensayistas. Todos, con sus púlpitos, sermones, ritos y oficios conforman una nueva Iglesia, la del conglomerado cada vez más centralizado y monopolístico de la comunicación sistémica. La realidad (la factual o la recreada, tanto da) sirve para ilustrar modelos preconcebidos, reglas, preceptos, idearios. El «debe ser» se impone a lo que es, la idea prevalece frente a la percepción. Las hormas ya están preparadas, solo hay que hacer que los hechos, mejor o peor, encajen en ellas. Si se siguen las instrucciones, la mayoría se pueden convertir fácilmente en una fábula ejemplarizante. Si algún hecho determinado se resiste, se ignora. Y quien pretende hurgar ahí se mete en un zarzal.

Aún cuando no lo sea en sus intenciones, el moralismo es profundamente perverso en sus efectos. Cuando la actitud moral se pasa de frenada se convierte en lo opuesto, en una tiranía que priva al individuo de su criterio ético, que infantiliza y acoquina. Adoctrinar, aleccionar más allá de dar luz al entendimiento, implica inocular miedo. El adoctrinamiento funciona creando espacios de confort, que son aquellos en los que circulan las ideas dominantes, y espacios incómodos y minoritarios, que es donde va a parar todo lo que centrifuga esa ideología. No querrás ir a dar ahí, claro, por eso el siguiente paso es la autocensura. Nos mantenemos en el ámbito de la ortodoxia más absoluta y nos movemos en círculos, repitiendo mantras y felicitándonos unos a otros cada vez que lo hacemos. En las paredes donde se exhibe arte contemporáneo o se dota de nueva significación al arte del pasado, en las columnas de opinión, en las películas o en las novelas de consumo masivo pretendidamente comprometidas solo hay opiniones sobre lo ya opinado. Cuesta encontrar en ellas un gramo de riesgo.

A todos les pasa —nos pasa— como a Cartman, aquel personaje de South Park: Más grande más largo y sin cortes, al que cada vez que intentaba decir un taco, un chip que su madre había ordenado que le implantaran le soltaba una descarga. Es un temor que alcanza de lleno a la vida cotidiana, donde no tenemos el recurso, que sí tienen los artistas y escritores, aunque no lo utilicen, de crear tantos alter ego como haga falta para que digan y hagan lo que uno desearía decir o hacer. Vamos muy alerta por si detrás de cada palabra, de cada gesto, de cada chiste, de cada interacción con los demás, e incluso de cada idea —porque ha resucitado también el pecado de pensamiento— acecha el criminal calambrazo. Cada vez que abrimos la boca, por el culo no nos cabe un bigote de gamba. No hace falta ser un disidente para experimentar ese miedo, más bien al contrario, se hace más presente cuando existe el peligro de ser expulsado del paraíso biempensante. Siempre que hay represión hay hipocresía, doblez, pensamiento y comportamiento clandestino, y uno se pregunta con no poca curiosidad que es lo que ocultará este enorme absceso moralista. Cuando reviente, qué clase de pus saldrá de ahí.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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