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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Oliendo el humo

Le charme discret de la bourgeoisie (Luis Buñuel, 1972).

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Más allá de definiciones puramente descriptivas, la ciudad es unánimemente considerada como el elemento civilizador por excelencia, el lugar donde el ser humano se hace político, debate los problemas comunes y los resuelve, un espacio que fomenta las relaciones entre individuos y grupos, las afina, extrae de ellas el máximo provecho y construye valores de primer orden, como la convivencia, la tolerancia, la cooperación y el intercambio de conocimientos que dan lugar al arte y a la ciencia. La ciudad es sinónimo de progreso y lo que queda fuera de ella, poco menos que barbarie. Hay textos debidos a ciertos urbanitas entusiastas que ríete tú de la poesía bucólica. Se nos presenta la ciudad como la copela donde se depura la condición supranatural del hombre, una forma compleja de orden, puede que la más excelsa, en medio del caos cósmico. Seguramente ese era el punto de vista de un soldado imperial cuando avistaba Tarapoto tras caminar perdido por la Amazonia perseguido por una nube de mosquitos. Pero hay otras perspectivas desde las que la ciudad es percibida como un proceso entrópico que acelera el desorden, como un agujero negro que se traga todo lo que tiene la desgracia de caer en su órbita, porque, más allá de todas sus indiscutibles virtudes, lo que mueve a las ciudades es una implacable mecánica predadora.

El caso de València es paradigmático. Es fruto de su hinterland privilegiado, él la engendró, y durante mucho tiempo ambos mantuvieron una relación de interdependencia más o menos armónica. Pero en algún momento sus destinos comenzaron a separarse, y el divorcio se hizo definitivo con la llegada del desarrollismo, entre los años cincuenta y setenta del siglo XX, cuando los sectores industrial y urbanístico empezaron a crecer en detrimento del agrícola, y al sector terciario le sobrevino una elefantiasis galopante. Entonces se produjo un trasvase de población desde el agro a los núcleos urbanos, todas las grandes ciudades comenzaron a reclamar espacio vital y se puso en marcha una dinámica devastadora. València, capital de la comarca de la Huerta, secundada por las poblaciones de su espesa área metropolitana, se convirtió en su verdugo, le dio el estoque a la civilización secular que la había amamantado, sólidamente estructurada pero indefensa, y así es como esta ciudad se convirtió no ya en una urbe de espaldas al mar, sino también de espaldas a la tierra, prisionera de un infundado sentimiento de autosuficiencia. Infundado y, si se dan ciertas circunstancias, letal, ya que ha dejado de reinar sobre su propio ecosistema, se ha convertido en un simple eslabón de un mundo globalizado y, como todas las demás grandes urbes, depende de unos procesos que no controla.

Se han visto cosas interesantes últimamente. El primer fin de semana después del confinamiento domiciliario decretado para hacer frente a la pandemia se produjo una pintoresca desbandada de citadinos. Una muchedumbre nunca vista se desparramó por los caminos vecinales buscando oxígeno y una libertad que hasta entonces no se habían dado cuenta que habían perdido. Se les había quedado pequeño el salón de estar y el balcón del piso. Incluso la costosa terracita del ático los que se la podían permitir. Y todos habían visto lo tristes e inhóspitas que pueden ser unas calles vacías. Seguramente no sabían muy bien qué anhelaban, pero instintivamente salieron a buscarlo en el campo. Los veías deambulando como ese grupo que Buñuel sacó en El discreto encanto de la burguesía caminando sin rumbo por la campiña francesa, sin saber dónde ir, empujados por la necesidad de moverse. La mayoría volvió por donde solía cuando se levantó parcialmente la veda de bares y comercios y se permitió el desplazamiento a la segunda residencia a aquellos que la tuvieran. Pero en muchos ha quedado un instinto campestre que va y viene según vienen y van las restricciones en la hostelería. Cuando esta ha de cerrar, los caminos se llenan y viceversa. La venta de bicicletas, de los correspondientes trajes de arlequín, chándales, gafas de sol, cintas para el sudor, gorras de béisbol, dispositivos fitness tech y zapatillas de fantasía se ha disparado, y el campo se ha llenado de colores como antaño, cuando las alpargatas de careta y la tierra de las flores.

Por los caminos de la Huerta los ves, sobre todo los fines de semana, arriba y abajo, a vigoréxicos y a zanguangos, al trote o al paso que marca el perrito de compañía, algunos con los malditos altavoces bluetooth encendidos, otros hablando por teléfono o entre ellos, siempre a pleno pulmón. No saben lo bien que se transmite el sonido en el campo. O sí, y se la sopla. Por alguna razón, el silencio les molesta. Los enterados explican a los legos que tal planta es una col y tal otra un nabo sin retractilar, y los móviles almacenan una cantidad ingente de fotos de lechugas. La equitación también se ha puesto de moda entre los más acaudalados. Por donde antes solo pasaban percherones robustos tirando del carro, con un labriego malhablado a las riendas, ahora se ven airosos corceles con bellas señoras a horcajadas emulando a Sissí emperatriz, o tipos estirados que han visto muchas películas de Clint Eastwood. Los que veían las de John Wayne ya van a pie o sencillamente no van. Y muchos miran con un interés inédito las casas de labrador, mal llamadas alquerías por parte de los valencianos por aquello de bufar en caldo gelat, aparentar más opulencia de la que se tiene. De repente ha subido el interés por ese tipo de viviendas. Durante décadas han estado muchas de ellas abandonadas, saqueadas regularmente por cierta clase de mercaderes que suelen hacer sus bisnes en el rastro. Condenadas a la ruina ante la indiferencia de propios y extraños, objeto de ocupaciones y okupaciones de todo tipo durante décadas, ahora son objeto de codicia por parte de las inmobiliarias.

Detrás de todo esto asoma el síndrome colapsista, ese que retrata con notable pericia una miniserie francesa titulada, precisamente, L’effondrement, el colapso. Para hacernos una idea de qué va el colapsismo, podemos tomar como referencia y señal esta pandemia todavía lejos de ser erradicada. Recordemos como, hace unos meses, coincidió con una nevada extraordinaria que aisló algunos lugares por completo, e imaginemos que la próxima plaga es todavía más virulenta y coincide con otros desastres de dimensión planetaria —ya vemos la que se arma cuando un simple carguero obtura el canal de Suez—. Imaginemos que la situación es tal que el suministro de cualquier clase de energía se interrumpe, los sistemas de comunicación se cortan, la logística alimentaria se detiene y las fuerzas del orden ya no pueden cumplir su función, todo al mismo tiempo y de sopetón. Y que, una vez sus sistemas autónomos comienzan a fallar, las centrales nucleares explotan una tras otra. Nos daremos cuenta rápidamente de que fuera del sistema nadie tiene autosuficiencia. Estamos atrapados en él, y si colapsa nos vamos todos a tomar viento. La profecía es que todo eso ocurrirá de repente, que el sistema colapsará a causa de sus inercias tecnoeconómicas, de las que no puede prescindir —lo mismo que lo mantiene en pie es lo que provocará su desplome—, y nos pillará a todos con los pantalones bajados, esperando el último paquete de Amazon.

Eso es lo que viene a decir la colapsología, que hemos llegado a un punto de no retorno, que el colapso llegará y no tardará mucho en hacerlo, y que ninguna de las recetas que ahora mismo tenemos a mano servirá para remediar la situación. Ni las de raíz marxista, ni las ecoambientales, ni mucho menos las de corte liberal. Otros debates que nos tienen ahora mismo ocupadísimos se desvanecerán en el acto. [Si alguien está esbozando una sonrisa porque piensa que esto es una gilipollez catastrofista, puede que le interese ver el último capítulo de la serie citada; allí le han dado un pequeño papel]. A partir del momento en que todo eso ocurra no importará quien tenía razón, así que, siempre según la colapsología, no hay nada más urgente que ir preparándose, tomar medidas para afrontar la situación. Medidas colectivas, claro está, que no se tomarán, porque uno de los rasgos endémicos del sistema, puede que el más letal de todos, es nuestro profundo individualismo. Y, como esos animalitos que huelen el humo antes que nadie y echan a correr hacia fuera del bosque, muchos han empezado a intuir que el incendio avanza. Son esos que deambulan por los caminos de la Huerta y se paran a mirar las casas de labrador con una nostalgia incierta.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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