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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

La red 5G y el movimiento perpetuo

5G

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Nos movemos sin descanso trazando una y otra vez el mismo itinerario circular. Un observador objetivo y suficientemente distante no encontraría mucha diferencia entre lo que cada uno de nosotros hace cotidianamente y lo que hacían los caballos de tiro, a los que se estabulaba por la noche y se les sacaba cada mañana para hacer un surco tras otro, arriba y abajo, tras la única recompensa de poder volver al establo y quedarse quietos frente al pesebre. Ese era el meollo de su existencia, aunque eventualmente también se desplazaran de un pueblo a otro uncidos a un carro. Es un ejemplo antiguo, de cuando dominaba la economía productiva. Ahora los caballos ya no hacen surcos, y lo que nosotros hacemos mayormente es trajinar paquetes de Amazon o, con permiso de las pandemias, trajinarnos a nosotros mismos, de vez en cuando, de un punto a otro del planeta.

La mayor parte de toda esa actividad es prescindible, tanto desde una perspectiva personal como des de la de los intereses generales de la especie. Pero no podemos parar, hay algo que nos impele a movernos continuamente. Ese algo es la esencia de este tinglado, la necesidad de hacer que circule el dinero. Independientemente de lo que creamos estar realizando en cada momento, a lo que nos dedicamos es a transportar dinero constantemente de un sitio a otro. Y no se trata de eso tan anacrónico que solemos llevar aún en el bolsillo. Eso, las monedas y los billetes, no es sino el equivalente a las antiguas medallitas y estampitas religiosas en un mundo gobernado por el dios Dinero, como apuntaba Agustín García Calvo. Desde la lógica de este mundo que nos ha sido dado y del que formamos parte indisoluble, somos dinero que se va de aquí para allá. Cualquier desplazamiento convierte en mercancía a lo que se desplaza, el movimiento lo convierte todo en dinero, incluyéndonos a nosotros mismos. Por eso no cesan de inventar trucos para que no nos detengamos. Detenerse implica la muerte, la nuestra y la del sistema. Así que camina o revienta, camina o te reventarán.

Detrás de esa necesidad de flujo constante —no necesidad nuestra, no de cada uno de nosotros, sino de los que se benefician de nuestro continuo ir y venir, de los centros de extracción y acumulación de riqueza, que son también los propietarios de las estructuras viarias por las que todo va y viene—, se hallan inventos como la tecnología 5G. Como pasa con muchas de las innovaciones que se han producido de un tiempo a esta parte, nadie sabe muy bien para que sirve, pero no tardará en hacerse imprescindible, como ha ocurrido con tantas otras cosas. En los años ochenta nadie entendía para qué queríamos un ordenador en cada casa, o para qué queríamos llevar un teléfono encima. Parecían cosas absurdas, y miren ahora. Siguen siendo igual de absurdas, pero son indispensables, nos las han hecho indispensables, nos han atado a ellas con nudo constrictor.

Por demenciales que nos parezcan ideas como la del coche autónomo, la de los drones que nos traerán la comida a casa porque la nevera la habrá pedido por nosotros, o la de que nos operen a distancia con un robot, es probable que todo eso, o lo finalmente que salga de ahí, sea lo que sea, nos acabe pareciendo igual de necesario que el ordenador o el smartphone hoy en día, y no nos explicaremos cómo habíamos podido vivir sin ello. Para lo que realmente importa o nos debería importar seguirá siendo igual de inútil como nos parece ahora, pero ya no nos daremos cuenta. Si esto no estalla antes, dentro de nada la tecnología 5G será imprescindible para que nuestro coche marche, para que la administración nos atienda, para que los electrodomésticos funcionen, para poder (tele)trabajar, para que nos extirpen un tumor o, naturalmente, para acceder a nuestra cuenta bancaria —esos ya nos tienen cogidos por donde más duele con la 4G, son más listos que el hambre—.

La Internet de las cosas significa el control a distancia de las cosas. Con ella el mundo virtual confluye con el mundo real. Del mismo modo que se manejan ahora esos misiles que no parecen matar personas, sino marcianitos en una pantalla, manejaremos los artilugios que pueblan y configuran nuestra vida cotidiana. Los manejarán otros, más bien. No nos acabamos de dar cuenta, pero nosotros seremos los marcianitos o las hormiguitas que aparecen en la pantalla del lanzamisiles poco antes de que los hagan papilla. Ahora mismo, a un buen puñado de incautos les hace gracia darle órdenes a un altavoz. Dentro de un tiempo sentirán pánico de hacerlo, pero se habrá convertido en una necesidad.

Nos olvidaremos de lo felices que éramos conduciendo nosotros mismos nuestro automóvil, o cuando el cartero o el ordinario llamaba a nuestro timbre y nos felicitaba por Navidad, y no nos daremos cuenta de que en el lugar de ese siniestro brazo articulado que está a punto de abrirnos en canal siguiendo las órdenes de un fulano que está en Australia, podría estar aquel médico que nos daba la mano y con el que podíamos compartir nuestras más íntimas aflicciones. Todo eso, por supuesto, requerirá quemar mucha energía, que se perderá en su mayor parte en virtud de las leyes de la termodinámica. Digan lo que digan, contribuirá a aumentar el derroche de recursos, empezando por nuestra propia vida. Pero ese desperdicio es necesario para que unos pocos aprovechen la pequeña parte de energía que no se evapora en el esfuerzo, para que la puedan acumular en forma de dinero, que es de lo que va el asunto.

Pese a su apariencia novedosa, se trata del mismo mecanismo que está funcionando desde hace siglos, por lo menos desde la primera revolución industrial, y vamos ya por la cuarta. Entonces empezó a haber un ajetreo en todo el planeta como nunca se había visto en toda la historia. Dentro de las ciudades, dentro de los estados, dentro de los imperios y también entre ellos, que empezaron a disputarse los territorios que sus ansias de actividad necesitaban, no siempre de buenas maneras. Desde una perspectiva histórica las guerras son las horas punta de ese tráfico de mercancías y de ese consumo de recursos. Se deben a una lógica mercantil perfectamente definible. No son gratuitas, ni absurdas, ni se deben a un rapto de locura, a no ser que consideremos la locura la condición esencial de la especie humana.

Para poder perpetuarse, el mecanismo se enmascara, se viste de grandes ideales, de grandes propósitos, de grandes palabras, pero no son más que viejos negocios que están pasando desde el mundo real al virtual, donde también estamos viendo ya episodios bélicos. Hete aquí la pugna por controlar la información y, de una manera muy gráfica, porque se acerca peligrosamente a las formas de la guerra tradicional, la pugna por el control de la tecnología 5G. La 5G es velocidad, más movimiento en un lapso menor. Eso acercará Internet todavía más al mundo tangible, a eso que todavía llamamos realidad. Con la 5G, la 6G y las G que vendrán, se controlará por fin, en tiempo real, la realidad, físicamente, como se hacía antes con espadas, rifles o cañones. La inmediatez hará de Internet un arma tan sólida como eran en tiempos los garrotes. Y ya habremos llegado a dónde íbamos.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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