Ciertos sectores de la población se han enamorado perdidamente del teletrabajo. Se resisten a abandonar el calor y el olor de su cubil para ir a currar. Aseguran poder hacerlo todo desde donde están, y se aferran a su sillón de gamer mientras denuncian a voz en grito su inminente secuestro por parte de las fuerzas del capital, que pretenden que se pongan ropa de calle y embarquen en una de esas galeras del mundo moderno llamadas oficinas, a teclear frente a un ordenador bajo la mirada de un pérfido capataz. Oficinas, porque es evidente que esto no se lo puede plantear nadie que se dedique a plantar nabos. Por eso, aunque la capacidad de esta gente de hacer ruido a través de las redes sociales es mucha, la suya es una lucha inevitablemente limitada, de tintes corporativos, una revolución de cuello blanco que difícilmente adquirirá las dimensiones de una revolución internacionalista. Tampoco pretenden que lo sea, porque en sus llamamientos no aparece el argumento de la solidaridad, ni se apela al bien común bajo ninguna de sus formas. Los síntomas son claramente los de una rebelión nihilista. Quienes reivindican el teletrabajo parecen a gusto haciendo lo que hacen, no se lo cuestionan, ni tampoco para qué lo hacen ni en beneficio de quién. Solo parece importarles el cómo. Y al parecer, cualquier cosa, por execrable o estúpida que sea, mejora instantáneamente si está medianamente remunerada y te dejan hacerla en zapatillas.
Mientras trata uno de comprender lo que esconde síndrome tan singular, le vienen a la mente los tiempos en los que entrar en el mundo laboral era uno de los ritos iniciáticos más importantes y anhelados en la vida de cualquier individuo, excepto para los que estaban exentos de él gracias a una copiosa herencia. El día en que uno «iba» a trabajar por primera vez, cambiaba la piel. Podía ocurrirte a los catorce, a los dieciocho o a los veintitantos años: fuera cuando fuese, era cuando te hacías adulto. Hasta entonces habías vivido en un simulacro permanente, el que oficiaban los padres, maestros, catequistas y scouts senior, un periodo teorético más o menos prolongado (y cuanto más prolongado, peor) que solía desintegrarse en el choque con el ámbito socializador por excelencia, el del trabajo, donde todo iba en serio y las leyes que rigen la jungla humana se mostraban en toda su obscenidad. Allí, observando a los cucañeros y a cierto tipo de reptiles y gallos de corral, pero también a los especímenes más pragmáticos, a los más nobles y a los mansos, esos que dice el evangelio que irán al cielo, ibas descubriendo poco a poco el funcionamiento de una maquinaria de la que formabas parte aun no queriendo, y aprendías a evitar que te devorara por completo y a decidir si echar aceite o arena en sus engranajes.
El curro prolongaba la experiencia intergeneracional que todavía se daba en muchas familias. A través de los más veteranos, los avisos te iban llegando con antelación. El trabajo era cosa colectiva, y una empresa no era un simple agregado de contribuciones aisladas. La vida no era algo que transcurría exclusivamente en tu interior, como muchos parecen creer ahora, sino también, y sobre todo, a tu alrededor. Y aprendías a interactuar con ella poniendo en juego toda la arquitectura de tu inteligencia, no solo unas pocas destrezas que se encargan de filtrar y sancionar las nuevas herramientas digitales. Por no mencionar otras experiencias, iniciáticas también, que se daban a veces tras las cajas de un almacén o entre las estanterías de un archivo, cuando dos criaturas en celo se buscaban como alces en la estepa. Aparte de eso, cada mañana te daba el sol, el aire o la lluvia, lo que diera de sí el día. Durante tus idas y venidas al puesto de trabajo veías a la gente, y de vez en cuando te veías en ella, que es algo sumamente aleccionador. Aun la rutina más agobiante tenía textura, de vez en cuando algo se la daba, te fijabas en algo nuevo, conocías a alguien, te enfrentabas a una situación inesperada, y un detalle cualquiera ponía en marcha el filósofo, el sentimental o el sedicioso que había en ti.
Los últimos restos humanistas del capitalismo productivo se evaporan con el teletrabajo y con lo que este representa. El teletrabajo es un paso más hacia el anonimato de una masa informe con superávit de yos. Hemos cambiado la mirada colectiva de nuestros iguales por la de un cíclope jerárquico con el que es muy difícil negociar. Presionados por los objetivos, nos vemos obligados a tiranizarnos a nosotros mismos. Disminuye a la carrera el componente emocional de la comunicación, la relación interpersonal se simplifica, la gama de afectos se reduce, nos desprendemos de esa parte de cada uno que son los demás, nos perdemos los unos a los otros. Desaparece la interacción y la retroalimentación. Y al convertirnos en tan solo un puñado de tareas al otro lado de un terminal, nuestro valor mengua drásticamente. Por otro lado, al abolir el horario laboral, hipotecamos todas las horas de nuestra existencia, que como tampoco tiene separados los ámbitos en los que transcurre, vuelve al caos. El balance es desastroso, pero poco a poco, y con la ayuda providencial de un virus, han conseguido que un montón de gente en pijama vea una brillante idea en ese simulacro contradictorio de libertad antropofóbica y agorafóbica. Si esta prospera, una vez aislados lo tendrán fácil para quitarnos el pijama y ponernos una camisa de fuerza.
1