Vivir para contarla. Así tituló su autobiografía Gabriel García Márquez, porque así empieza a relatarla: “La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla”.
Memoria, vida, recuerdos, corazón y también, muy necesario, historia. Todo viaja unido, no hay una sin las otras. De modo que, quien escribe, historiadora por vocación, por elección de vida, por curiosidad y por complicidad y empatía con quienes vivo y he vivido, no deja de sorprenderse y de alarmarse por la crítica feroz, enconada y cada vez más extendida y violenta hacia la Historia y la Memoria, que al fin y al cabo, no dejan de ser literalmente eso: vida para contarla.
Acabamos de iniciar un año, el primer cuarto de un siglo nuevo, en el que se concitan efemérides, aniversarios, historia y cien años de vida. Incluso de algunos afortunados que todavía la mantienen.
En 2025 se cumplen 100 años del nacimiento de figuras significativas en nuestra reciente historia: Gustavo Torner, Ignacio Aldecoa, Ángel González, Armando López Salinas, Manuel Sacristán; y también de aquellas mujeres que nacieron sin saber que pocos años más tarde se truncaría su derecho al futuro libremente elegido, a su formación, a su opción de vida, encerrándolas en un cuarto de atrás, como a Carmen Martín Gaite, retratando como en el caso de Ana María Matute, la generación de los “niños asombrados” que a sus once años veían en 1936 la tragedia, el sinsentido y la muerte; o atreviéndose, como la valenciana María Beneyto a retratar en la dona forta el opresivo ambiente para la mujer en la sociedad de los años 60.
También en 2025 se cumplen 100 años del nacimiento de otros muchos compatriotas anónimos, que vieron con ojos asombrados cómo su mundo infantil se rompía en mil pedazos. Una de esas personas anónimas, pero tan importante en la vida que vivió y contó, era mi madre: la niña de 11 años arrancada de su niñez, huída de su casa, desposeída de todo, hasta de su padre, y de un futuro que se le dibujaba tranquilo en una familia larga, de base humilde pero asentada, ilustrada y ajena a la tormenta que un verano destruyó vidas y haciendas.
La vida para contarla de esa niña que, pese a todo y a todos, sobrevivió contando, se aferró durante muchos años a un recuerdo que la ataba a su infancia: el cuaderno de tapas negras en el que su padre –preso en las Salesas por una denuncia anónima y fusilado tras un juicio sumarísimo- anotaba todos los detalles de su vida familiar, el nacimientos de sus hijos, la compra, con dinero reunido real a real, de la casa de la que tan orgulloso se sentía y que fue requisada a sus herederos durante más de veinte años. Y donde también guardaba la única foto que la familia conservaba de él y que buscó hasta el final, para aferrarse a su imagen.
El cuaderno, supuestamente, fue entregado a su hijo mayor y a su esposa, que no sabía que ya era viuda, en su última visita a la prisión en Madrid cuando les comunicaron fríamente que acababan de ejecutarlo. La libreta nunca se recuperó, de sus restos sabemos, muchas décadas después, que reposan en una fosa sin nombre en el cementerio de la Almudena, pero sí lo hemos contado.
Por eso, a millones de ciudadanos a los que solo nos ha llegado la memoria vivida y narrada en silencio, aunque con el empeño de rescatar imágenes y felicidad; aquellos que formamos parte de los “cautivos y desarmados”, nos provoca alarma, sufrimiento y sorpresa que sectores aún muy numerosos de nuestra sociedad estallen porque el gobierno central quiera recordar –sobre todo a las nuevas generaciones- que hace 50 años se encendió la luz en una España tan negra como las tapas del cuaderno robado cuando, de hecho, el dictador simplemente falleció por un hecho biológico en la cama de un hospital.
Recordar también que desde entonces nuestro país, con todos los claroscuros que se revisen, se quieran o se puedan admitir, ha vivido 50 años en libertad, desarrollo y oportunidades que a tantos y tantos, como a la niña que buscaba el cuaderno de tapas negras, le fueron negados.
Celebremos todos, sin la horrible inquina y la deriva violenta que vemos extenderse, que 50 años de luz, cultura, ciudadanía y democracia –no los XXV años de paz que se jaleaban hasta en la Puerta del Sol- hayan resarcido vida y futuro a todos aquellos de los que ahora celebramos su centenario y que tanto y tan bueno han dejado en la historia de nuestro país.