Nos encontramos en un momento social, en el que existe un juego de tensiones entre dos fuerzas aparentemente opuestas: el individualismo y la necesidad de construir redes afectivas sólidas. Mientras que el individualismo se caracteriza por la autonomía personal, la urgencia por conseguir cosas inmediatas y la prioridad que le damos a nuestros propios problemas, la comunidad pretende encontrar arraigo, apoyo mutuo y pertenencia a algo mayor que uno mismo.
El individualismo no es nuevo; surge como una conquista del pensamiento moderno, impulsado por la Ilustración y mantenido con las revoluciones sociales y tecnológicas de los últimos siglos. Sin embargo, esta búsqueda de la individualidad también trae consigo muchos problemas de salud mental y emocional. La autonomía puede derivar en aislamiento, y la auto-exigencia puede transformarse en una carga emocional, todas consecuencias directas del sistema capitalista en el que vivimos. En un mundo hiper conectado, paradójicamente, muchas personas se sienten solas o sienten una desconexión con sus seres allegados. La ansiedad y la soledad han alcanzado niveles alarmantes, lo que nos lleva a cuestionar si este modelo capitalista es sostenible.
En este contexto, el individualismo se ha convertido en una tendencia social creciente, moldeando nuestras relaciones, valores y formas de entender la vida.
Sin embargo, la insistencia en la autonomía individual ha debilitado los lazos comunitarios y el sentido de pertenencia. En muchas culturas, la familia extensa, las amistades íntimas y los grupos locales han sido reemplazados por relaciones virtuales de tinte superficial. Aunque tenemos cientos de “amigos” en redes sociales, las interacciones carecen de la profundidad y el compromiso emocional que caracterizan las relaciones significativas.
En paralelo a la tendencia individualista, observamos un resurgimiento de las comunidades y de las redes afectivas escogidas y firmes. Ya no están, necesariamente, relacionadas por la cercanía geográfíca, parentesco o tradición, sino por intereses compartidos, valores comunes y propósitos colectivos. Desde comunidades virtuales de “gamers”, hasta movimientos sociales como el feminismo, el veganismo o las no monogamias éticas, la gente busca espacios donde conectar y sentir que forma parte.
El éxito de iniciativas como las ecoaldeas, los espacios de coworking o los clubes de lectura, así como, proponerse vivir en el mismo edificio, o en el mismo pueblo, para poder cuidarse entre todos el grupo, demuestra que las personas también desean pertenecer a algo más grande que ellas mismas.
La tendencia hacia la creación de comunidades, no es solo una respuesta a un vacío emocional, sino también una herramienta para la sostenibilidad. Compartir recursos, conocimientos y tiempo ayuda a reducir el mal gasto, mejorar la eficiencia y fortalecer las economías locales.
Además, las comunidades fomentan valores esenciales como la empatía, la solidaridad y la equidad. Estos valores son especialmente importantes en un mundo donde los problemas globales —como el cambio climático y las crisis— necesitan de soluciones colaborativas y no individualistas.
Aunque debemos tener en cuenta que, construir comunidades no es tarea fácil. Requiere tiempo, esfuerzo y un compromiso genuino por parte de sus miembros. La diversidad de opiniones, las dinámicas de poder y la falta de confianza pueden ser obstáculos significativos, que tenemos que saber manejar para poder llegar a acuerdos y construir movimientos e iniciativas, que puedan beneficiar a todas las personas implicadas y a toda la sociedad en su conjunto.