¿La “pereza” comienza en el cerebro? Los mecanismos que se esconden tras la apatía y la falta de motivación
Todos conocemos a personas con niveles de motivación muy diferentes. Algunas se esfuerzan al máximo en cualquier empresa. Otras simplemente no se molestan en esforzarse. Podríamos pensar que son perezosas, más felices en el sofá que planificando su último proyecto. ¿Qué hay detrás de esta variación? La mayoría de nosotros probablemente lo atribuiría a una mezcla de temperamento, circunstancias, educación o incluso valores.
Pero las investigaciones en neurociencia y en pacientes con trastornos cerebrales están cuestionando estas suposiciones al revelar los mecanismos cerebrales que subyacen en la motivación. Cuando estos sistemas se vuelven disfuncionales, las personas que antes estaban muy motivadas pueden volverse patológicamente apáticas. Mientras que antes podían ser curiosas, muy comprometidas y productivas —en el trabajo, en su vida social y en su pensamiento creativo—, de repente pueden parecer todo lo contrario.
Por ejemplo, en mi clínica vi a un joven llamado David que había sido un empleado muy prometedor en su empresa, pero que de repente perdió el interés por su trabajo y por las personas que le rodeaban. Antes era una persona productiva y extrovertida que siempre parecía tomar la iniciativa en el trabajo y en su círculo social, pero ahora David hacía muy poco y no parecía importarle. Como él mismo decía, “simplemente no le importaba”. Al final, lo despidieron de su trabajo, pero él reaccionó con total indiferencia. Ni siquiera se molestó en solicitar el subsidio de desempleo. Al ver que no podía pagar el alquiler, los amigos de David le ofrecieron una habitación en su casa. Pronto se arrepintieron. No hacía nada en todo el día, esperando a que sus amigos volvieran a casa para cocinarle. Su médico de cabecera le recetó un antidepresivo, pero no surtió ningún efecto.
Sin embargo, David no estaba deprimido. De hecho, era bastante feliz. Tras analizar su caso más a fondo, descubrimos que la causa eran en realidad dos pequeños derrames cerebrales, uno en cada lado del cerebro. Estos se localizaban en los ganglios basales, núcleos que son cruciales para el comportamiento motivado. Las investigaciones en animales y seres humanos han demostrado que los ganglios basales conectan nuestras necesidades y deseos con las acciones.
Los estudios realizados en personas que desarrollan apatía han demostrado que muchas de ellas simplemente no encuentran suficientemente gratificante actuar
Cuando los ganglios basales no funcionan correctamente, las personas no inician acciones, aunque sean capaces de hacerlo si se les pide. David, por ejemplo, podía sacar la basura o limpiar la casa si se le pedía. Pero si se le dejaba a su aire, no hacía nada. Los estudios realizados en personas que desarrollan apatía han demostrado que muchas de ellas simplemente no encuentran suficientemente gratificante actuar. El coste del esfuerzo no parece compensar el beneficio potencial.
En algunos pacientes, los fármacos que estimulan el sistema de dopamina en el cerebro pueden restaurar la motivación. La dopamina desempeña un papel clave en el sistema de recompensa del cerebro, pero mientras que antes los neurocientíficos pensaban que era una sustancia química asociada al placer, investigaciones recientes muestran que actúa impulsando el “deseo”, incentivando a las personas a buscar los resultados que les resultan gratificantes. David fue tratado con éxito de esta manera: sus niveles de motivación volvieron a subir después de tomar un fármaco que estimula los receptores de dopamina en el cerebro. Gracias a ello, pudo conseguir un nuevo trabajo, independizarse e incluso encontrar pareja, algo que nunca se habría molestado en hacer cuando se encontraba en su estado de apatía.
Las lecciones aprendidas de pacientes como David pueden aplicarse a personas sanas que experimentan apatía. En la Universidad de Oxford, escaneamos los cerebros de estudiantes con niveles de motivación contrastados, desde los extremadamente motivados hasta los gravemente apáticos. Encontramos diferencias significativas en el aspecto de sus cerebros. Eso, en sí mismo, no es sorprendente. Existe una variación natural en todos los sistemas biológicos que nos hacen ser quienes somos, con contribuciones de nuestra genética y nuestro entorno. Sin embargo, curiosamente, observamos que las regiones del cerebro relacionadas con la motivación trabajaban más en los estudiantes más apáticos cuando les pedíamos que decidieran si valía la pena el esfuerzo de realizar una determinada acción.
Decidir si algo merece la pena parece suponer un mayor esfuerzo para las personas apáticas, lo que significa que evitan la decisión por completo
¿Por qué puede ser así? Sabemos que casi todo el mundo está dispuesto a trabajar para obtener grandes recompensas. Un hallazgo recurrente en las personas apáticas es que, a diferencia de sus homólogos más motivados, no están dispuestas a esforzarse cuando la recompensa parece pequeña. En nuestro estudio, pedimos a las personas que decidieran si realizar una breve acción (apretar una manivela con diferentes niveles de esfuerzo) a cambio de pequeñas recompensas monetarias, representadas en la pantalla por manzanas. Algunas opciones eran obvias: “una manzana por el máximo esfuerzo” (no vale la pena) o “15 manzanas por un esfuerzo moderado” (sin duda vale la pena). Pero había ofertas menos claras, como “seis manzanas por un esfuerzo del 80%”. Las personas motivadas decidieron rápidamente. Las personas apáticas se ralentizaron, dudando mucho más en los casos límite. Sus cerebros tuvieron que trabajar más para llegar a una decisión, y pensar mucho es algo desagradable, algo que tendemos a evitar si podemos.
Por lo tanto, decidir si algo merece el esfuerzo parece suponer un mayor esfuerzo para las personas apáticas, lo que significa que eluden la decisión por completo. Cuando se enfrentan a la elección de hacer algo, tienden a decir simplemente “no”.
¿Qué significa esto para los supuestamente perezosos, o para sus amigos y seres queridos, que podrían agradecer un cambio de actitud? Es probable que regañarlos o sermonearlos, como si la apatía fuera una elección moral, no vaya a funcionar. En cambio, los investigadores se centran en esa renuencia a siquiera pensar en lo valiosa que podría ser una actividad.
Una forma práctica de evitar esto es hacer un plan para el día o la semana siguiente. Esto proporciona una rutina estructurada que reduce la carga de tener que pensar repetidamente si cada actividad merece el esfuerzo. Se toman las decisiones por adelantado, para no verse sorprendido por cada una de ellas en el momento. Lo ideal es que algunas de esas actividades sean personalmente significativas y conduzcan a una sensación de logro o placer. Eso puede ayudar a reforzar el valor de participar en ellas, haciendo que la recompensa parezca mayor, lo que a su vez hace que la decisión de decir “sí” la próxima vez sea más fácil.
Además, varios estudios han demostrado que mover el cuerpo puede tener un impacto positivo en la apatía. Hacer ejercicio aeróbico tres veces por semana durante 40-60 minutos, tomar clases de baile o incluso caminar enérgicamente puede mejorar la motivación, posiblemente a través de los efectos sobre el sistema de dopamina del cerebro. Las señales externas, como las alarmas de los teléfonos inteligentes o los recordatorios visuales (por ejemplo, colocar las zapatillas de correr junto a la puerta para animarte a ir al gimnasio o a correr), también pueden ser eficaces para incitar a la acción.
El objetivo final de este tipo de intervenciones es trabajar con el cerebro, aprovechando lo que hemos descubierto sobre las raíces de la apatía, en parte gracias a la comprensión de casos inusuales como el de David. La clave para cambiar el comportamiento cotidiano es convertir la evaluación de los costes (esfuerzo) y los beneficios (recompensas) en un hábito que no parezca demasiado difícil. Incluso para los más apáticos, esto ofrece la esperanza de convertir un “no” instintivo en la capacidad de considerar decir “sí”.
Masud Husain es profesor de neurología y neurociencia cognitiva en la Universidad de Oxford y autor de Our Brains, Our Selves (Canongate).
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