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¿Ignorancia o voluntad deliberada de ejercer de manera desviada su función constitucional?

Lesmes entrega la memoria anual del Poder Judicial en el Congreso / EFE

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Como me temo que el lector no jurista tal vez se encuentre algo desorientado ante el enfrentamiento del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y la Mesa del Congreso de los Diputados a propósito de la tramitación de una proposición de ley de reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), me parece que es oportuno recordar principios básicos de Derecho Constitucional relativos al ejercicio de la potestad legislativa en toda democracia parlamentaria digna de tal nombre, sin los cuales el edificio del sistema político y del ordenamiento jurídico del Estado Constitucional se vendría abajo. 

Punto de partida: la titularidad de la potestad legislativa la tienen las Cortes Generales en régimen de “monopolio”. Tanto desde un punto de vista sustantivo como procesal. 

El monopolio sustantivo se traduce en que “toda” innovación del ordenamiento jurídico tiene que tener su origen en las Cortes Generales. Únicamente ellas “crean” derecho. Todos los demás, poderes públicos o ciudadanos, ejecutamos el derecho que las Cortes Generales crean. Todos tenemos como marco de referencia de nuestra “autonomía” la “voluntad general”, la ley aprobada por el legislador. Todos sin excepción. Las Cortes Generales tienen libertad. Los demás tenemos autonomía. A los alumnos siempre les decía que, cuando encontraran una innovación en el ordenamiento jurídico, buscaran en las Cortes Generales y que, si en estas no aparecía de forma directa o indirecta, la innovación era anticonstitucional.

El monopolio procesal se traduce en que el legislador decide unilateralmente sobre qué materia quiere ejercer la potestad legislativa y en qué términos. Siempre y en todo caso. También cuando la iniciativa legislativa ha sido ejercida por el Gobierno, por las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas o por los ciudadanos mediante la iniciativa legislativa popular. Cuando las Cortes Generales reciben un proyecto de ley del Gobierno o una proposición de ley autonómica o popular, deciden con completa libertad si la “toman o no en consideración”. Esta es la puerta de entrada a la fase de “deliberación y aprobación” parlamentaria de la ley. En las Cortes Generales solo entra lo que las Cortes Generales deciden que entre. Nadie puede decirle sobre qué tiene que legislar y en qué términos debe debatir. 

Cuando la iniciativa legislativa la ejercen el Congreso o el Senado, va de suyo que solamente las Cámaras intervienen desde el principio. En este caso en el Reglamento del Congreso de los Diputados, en el artículo 126.2, se impone que se remita “al Gobierno para que manifieste su criterio respecto a la toma en consideración, así como su conformidad o no a la tramitación si implicara aumento de los créditos o disminución de los ingresos presupuestarios”. El criterio respecto a la toma en consideración no es vinculante. La no conformidad por razones presupuestarias sí lo es. Esta es la única intervención ajena a las Cortes Generales que permite nuestro ordenamiento.

En lo tocante a la iniciativa legislativa, se prevé la participación de otros órganos constitucionales. Pero en lo que a la “deliberación y manifestación de la Voluntad del Estado” se refiere, no se admite la participación de nadie, excepto la del Gobierno en los términos recién transcritos. Nadie tiene derecho a dirigirse a las Cortes Generales para solicitar ser oído en el trámite de “deliberación y manifestación de la voluntad del Estado”. Nadie. Porque nadie tiene “legitimación democrática” para hacerlo. 

Esto es el ABC del Derecho Parlamentario. En la fase de la “iniciativa” legislativa pueden intervenir el Gobierno, los Parlamentos de las Comunidades Autónomas y un número de ciudadanos mediante la iniciativa popular. O cada una de ambas Cámaras. En la fase de “deliberación y aprobación” de la ley, únicamente las Cortes Generales. Y en la fase de “integración de la eficacia de la norma” el Jefe del Estado mediante la “sanción y promulgación”. 

Cuando la iniciativa la ejercen el Congreso o el Senado, es con base en esa iniciativa en los términos en que ha sido ejercida con la que se desarrolla “la deliberación y aprobación” de la misma. Nadie más puede intervenir en el proceso. Nadie puede siquiera expresar su voluntad de querer intervenir, porque el ordenamiento no lo permite. Y menos un órgano de gobierno de un Poder Judicial “únicamente sometido al imperio de la ley” (artículo 117.1 de la Constitución Española). El CGPJ no puede hacer nada más que aquello que la ley le permite. Su vinculación a la ley, por ser órgano de gobierno del Poder Judicial, es la más estricta de todas las imaginables en una democracia parlamentaria. 

Llegados a este punto, la pregunta se impone: ¿Desconocen los miembros del CGPJ el procedimiento legislativo regulado en la Constitución y desarrollado en los Reglamentos del Congreso y del Senado? ¿Con base en qué norma jurídica se han considerado legitimados para dirigirse a la Mesa del Congreso solicitando ser oídos? ¿Desconocen los miembros del CGPJ que ellos carecen de legitimidad democrática directa y que únicamente tienen legitimidad para actuar como órgano del Estado cuando hay una 'Ley' que los habilita para ello? ¿Desconocen, además, que ya no disponen ni siquiera de legitimidad democrática indirecta en cuanto “órgano de gobierno”, ya que hace dos años que caducó su mandato y que, en consecuencia, no son partícipes de la legitimidad democrática del Congreso de los Diputados y del Senado que los eligió? 

El escrito del CGPJ a la Mesa del Congreso de los Diputados es un escrito impertinente, que únicamente se explica o por “ignorancia” o por “voluntad deliberada” de ejercer de manera desviada la función constitucional que tiene encomendada. 

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