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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

El envés del antifascismo

Casado y Abascal, en octubre, durante la fallida moción de censura de Vox, en el Congreso de los Diputados.

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Este domingo, el Partido Popular, Ciudadanos y Vox van a reeditar la famosa foto de Colón. El 10 de febrero de 2019, los mismos partidos se concentraron en la madrileña Plaza de Colón, bajo el lema 'una España unida', para protestar contra la posibilidad de que hubiera un relator en las negociaciones entre el Gobierno español y el de la Generalitat catalana. En esta ocasión la protesta se producirá ante la posibilidad de que el gobierno central indulte a los políticos condenados por el procés y en defensa de la “unidad nacional”. La convocatoria se realiza contra “el progresivo desmantelamiento de funciones del Estado, reducido a mero soporte de un Gobierno irresponsable y sectario que pretende suspender la Constitución”. Santiago Abascal ha animado a la participación para detener los “ataques del Gobierno y de los partidos que lo apoyan, incluidos los separatistas empeñados en destruir la Nación”. Alberto Núñez Feijóo, por su parte, ha explicado que esto “va de los que defendemos la Constitución y los que no” y ha defendido que el PP participe en una manifestación “donde acuden partidos constitucionalistas” ―incluyendo a Vox―.

En principio, la protesta conjunta de PP, Ciudadanos y Vox no debería generar mayor sorpresa. Al fin y al cabo, estas fuerzas políticas conservadoras y ultraderechistas se definen en gran medida por su defensa de un nacionalismo español que tiene como motor ideológico su oposición frontal a los nacionalismos subestatales. Además, en el centro de esta construcción narrativa y simbólica está la idea de que los partidos de centro izquierda son también enemigos de la nación al ser cómplices de los desmanes de los independentistas catalanes y vascos. 

Ahora bien, si ampliamos el marco de análisis, la acción coordinada de partidos que se definen como de centroderecha y liberales con formaciones ultraderechistas para monopolizar la legitimidad del Estado-nación, sí es un caso un tanto excepcional en las democracias europeas. En lo referente a las relaciones entre derecha y ultraderecha, España es diferente.

Hay razones históricas evidentes para explicar la anomalía del caso español. Las políticas de exclusión de la ultraderecha comenzaron en Europa en 1945 tras la derrota de los nazis. Socialistas, comunistas, liberales y democratacristianos formaron gobiernos de coalición en los que la participación de los fascistas era impensable. Por todo el Viejo Continente, los gobernantes incorporaron las narrativas nacionales mitos antifascistas de resistencia popular. En Europa occidental, los Estados-nación se refundaron sobre postulados patrióticos que equiparaban antifascismo con democracia. Por motivos obvios, la España franquista ni pudo, ni quiso, crear una narrativa nacional antifascista y democrática. Tampoco se produjo una refundación nacional de corte antifascista tras la muerte del dictador. La reforma del régimen franquista en una monarquía constitucional conllevó una serie de continuidades en lo relativo a personal político, funcionariado e instituciones estatales que imposibilitó una revisión rupturista antifranquista del concepto de España. Uno de los casos más claros de continuidad fue la Alianza Popular de Manuel Fraga, que a finales de la década de los ochenta acabó de aglutinar a todas las fuerzas derechistas significativas sin llevar a cabo una ruptura explícita con el franquismo. 

La caída de los regímenes comunistas convulsionó el panorama político europeo en la década de los noventa. Los efectos del desguace del Estado del bienestar, la deslocalización de grandes empresas, las privatizaciones y en aumento de las migraciones dieron lugar al surgimiento o la reactivación de movimientos ultranacionalistas que, en algunos países, acabó con el cordón sanitario que se había impuesto a la extrema derecha desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. En Italia, Silvio Berlusconi incorporó a los posfascistas de Allianza Nazionale a varios de sus gobiernos de coalición. En 1999, el Partido de la Libertad de Austria, en cuya génesis habían estado miembros de las SS, entró en el ejecutivo de la mano del Partido Popular austriaco. Ya en el siglo XXI, la ultraderecha ha entrado en varios gobiernos nacionales y las líneas de ese cordón sanitario se han ido difuminando. Es más, en las últimas décadas la extrema derecha ha ido marcando el discurso a muchos gobiernos conservadores, cada vez más alejados de los principios cristiano demócratas y más receptivos a la demagogia patriótica y el discurso antiinmigración. No obstante, los conservadores alemanes y franceses han seguido mostrando, en líneas generales, su rechazo a pactar con la ultraderecha por sus postulados antidemocráticos, antieuropeístas y xenófobos. 

En España, a diferencia de otros países europeos, la extrema derecha pasó los tres primeros lustros del siglo XXI siendo políticamente irrelevante, si bien era conocido que los nostálgicos del franquismo se agrupaban electoralmente en torno al Partido Popular. Sólo la aparición de Vox en las elecciones andaluzas del 2018 y su posterior consolidación en las generales y autonómicas de 2019 acabaron por ‘normalizar’ el panorama español con respecto a Europa. En este proceso de equiparación, también se normalizaron las colaboraciones y los pactos entre los partidos conservadores y la extrema derecha. Ni el Partido Popular ni Ciudadanos cuestionaron en ningún momento la posibilidad de pactar con Vox. La carencia de una cultura antifascista y la falta de una ruptura con el franquismo posibilitaron no solo los pactos en ayuntamientos y comunidades autónomas, sino el hecho de que se viera como natural que se alcanzaran acuerdos con la ultraderecha. Luego vinieron la defensa de los homenajes públicos a la División Azul por parte de Vox, la retirada del callejero madrileño de nombres de históricos dirigentes socialistas con el apoyo del PP, Ciudadanos y Vox y la destrucción física del monumento que homenajeaba a las víctimas de la represión franquista tras la Guerra Civil en el Cementerio de la Almudena por orden de José Luis Martínez Almeida. 

No cabe duda de que hay otros factores que han contribuido a la normalización de Vox en el tablero político español. El hecho de que el partido ultraderechista esté dirigido por varios antiguos miembros del Partido Popular, el trato benévolo recibido en muchos medios de comunicación y la relativización de sus postulados xenófobos, antifeministas y antidemocráticos por parte de los líderes de los partidos conservadores también han servido para presentar a Vox como una formación legítima. 

Con todo, y de ahí la importancia del análisis histórico a largo plazo para entender la inmediatez de la política actual, la integración de Vox en el bloque constitucionalista se ha realizado en torno a un concepto de nación española que no ha pasado por la cultura política del antifranquismo. En este sentido, la foto de Colón es el envés del antifascismo democrático que aún hoy guía los principios y las actuaciones de tantos cristianodemócratas, liberales y conservadores europeos. 

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