Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Instituciones y protesta social: ¿quién intimida a quién?
No hace falta ser un exaltado para constatar la creciente subordinación de los parlamentos del sur de Europa a poderes privados y a órganos carentes de toda legitimidad democrática. Semana tras semana, las cámaras legislativas aprueban recortes sociales o ayudas a las entidades financieras como si se tratara de hechos consumados, de medidas que se adoptan sencillamente porque vienen impuestas por los grandes acreedores o porque convienen a la “estabilidad de los mercados”. Con frecuencia, estas medidas constituyen incumplimientos flagrantes de lo establecido en programas electorales y otros compromisos ante la ciudadanía. Sin embargo, se abren camino de manera impune, sin que las voces críticas puedan oírse en los grandes medios y sin que pueda exigirse frente a ellas rendición de cuenta alguna. Este bloqueo institucional explica, obviamente, la proliferación de nuevas formas de protesta. No ya en cualquier espacio público, sino frente a unas instituciones y unos cargos electos que con frecuencia aparecen como meras correas de transmisión de intereses ajenos a los de las mayorías sociales. Pero explica, también, la promoción, desde las instituciones, de reacciones criminalizadoras desproporcionadas, que están laminando espacios garantistas arduamente conquistados y que en muchos casos comportan una auténtica regresión a los tiempos del tardofranquismo.
El alcance de esta deriva represiva tendrá un banco más de prueba en el juicio que se celebrará esta semana en San Fernando de Henares contra 20 jóvenes que participaron en el rodeo del Parlament de Cataluña, en junio de 2011. Al igual que en Grecia, en Islandia, o en Madrid un año después, el objetivo de aquella protesta era doble. Denunciar, por un lado, la aprobación de una propuesta de recortes sociales que modificaba de un golpe hasta ochenta leyes de la anterior legislatura, y poner de relieve, por otro, la desnaturalización y degradación de la función supuestamente representativa y deliberativa del Poder legislativo. Con este propósito, se convocó una acampada masiva en las afueras del Parlament y se organizaron numerosos debates para explicar lo que estaba ocurriendo dentro. No obstante, la noticia fue otra: el forcejeo entre algunos manifestantes y unos diputados que accedían al recinto y la aparatosa entrada en helicóptero al Parlament de miembros del Gobierno de Converència i Unió (CiU).
Este escenario, pergeñado según algunos diputados por el propio consejero del Interior, Felip Puig, dio pie a una estrategia de criminalización cuyo último capítulo tendrá lugar esta semana. A poco de producirse los hechos, el sindicato de extrema derecha Manos Limpias denunció a algunos activistas ante la Audiencia Nacional y pidió para ellos ocho años de prisión por atentar contra las altas instituciones del Estado y contra la autoridad de los parlamentarios y por asociación ilícita. Posteriormente, el Parlament y la propia Generalitat de Catalunya se adhirieron a la querella y solicitaron penas de tres años de prisión contra los acusados (pasando por alto lo que Francesc Homs, portavoz del Gobierno catalán, acaba de recordar tras la querella por sedición presentada por la asociación sindical contra Carme Forcadell y la Asamblea Nacional de Cataluña: que “Manos Limpias es un sindicato de noefranquistas que destaca por su trayectoria sombría”).
La propia intervención de la Audiencia Nacional emulando al viejo Tribunal de Orden Público generó un importante debate jurídico. Sobre todo cuando se trataba de supuestos delitos cometidos contra organismos cuyo ámbito no era “el de toda la Nación”. A pesar de que el pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia admitió una primera impugnación de los abogados de los imputados, al final fue desautorizado por el Tribunal Supremo. Así, y tras un largo periplo procesal, el juez instructor Eloy Velasco, exdirector de general de Justicia en los gobiernos del PP valenciano y vinculado al Opus Dei, decidió que lo que la protesta pretendía no era simplemente expresar un descontento, sino impedir de forma efectiva que los cargos electos entraran al Parlament a votar los presupuestos. La resolución no tuvo en cuenta que, finalmente, todos los diputados pudieron participar en la sesión parlamentaria con normalidad. No solo eso. Para justificar su decisión, Velasco apeló al concepto de “intimidación ambiental” para exagerar el alcance de unos hechos que, vistos de manera aislada, no pasarían de ser simples faltas. Las tensiones con algunos diputados, que incluían pintadas en chaquetas, insultos o el robo de unas llaves, no solo se presentaron como “extralimitaciones del derecho a la manifestación”, sino que se calificaron como actos de “violencia moral de alcance intimidatorio” por los cuales Fiscalía llegaría a pedir hasta cinco años y medio de prisión.
Significativamente, esta categoría de “intimidación ambiental” saldría a la luz en pleno debate sobre los “escraches” organizados por la PAH contra algunos cargos electos del Partido Popular. Tampoco aquí era necesaria una mentalidad especialmente conspirativa para ver en esta innovación jurídica una advertencia contra los desahuciados a los que se acusaba de “coaccionar” a los diputados conservadores. Un argumento, por otra parte, que ha estado presente en muchas de las manifestaciones pacíficas realizadas contra sedes del PP o frente a las viviendas de algunos de sus dirigentes, sistemáticamente equiparadas con actos de coacción terrorista o filonazis.
Ya en su momento, el Gobierno trató de responder a esta supuesta intimidación ciudadana con una intimidación mayor, de Estado. El Ministerio del Interior encabezado por Jorge Fernández Díaz intentó llevar los rodeos del Congreso ante la Audiencia Nacional y los escraches contra miembros del Poder ejecutivo a los juzgados de Madrid. Como buena parte de estas estrategias fracasaron, el Gobierno decidió potenciar la vía de la represión administrativa a través de la reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana. No fue casual, de hecho, que en el primer texto que se filtró a la prensa, la convocatoria de una protesta el Congreso no comunicada a la Delegación de Gobierno pudiera ser castigada con multas de hasta 600.000 euros.
Lo que está en juego en el juicio a los activistas que participaron en el rodeo del Parlament no es una cuestión menor. Es la posibilidad de establecer una suerte de trinchera jurídica al intento de acallar la protesta social cuando esta proviene de quienes desobedecen leyes injustas en nombre de los derechos de todos. Para que el principio democrático y las libertades fundamentales no queden reducidos a una proclama hueca, la estrategia de la intimidación estatal (y para-estatal) a la que se han sumado Fiscalía, el Parlament, la Generalitat y Manos Limpias, no puede abrirse camino. Así lo han entendido las abogadas y abogados que integran la defensa de los encausados. Y así, también, las miles de personas que este sábado recordaban que éramos muchos los que nos manifestamos aquel día frente en el Parlament y que hoy, con más razones que nunca, volveríamos a hacerlo.
Sobre este blog
Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.