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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

La justicia según Ruiz-Gallardón: reformar para controlar

Gonzalo Boye Tuset

Alberto Ruiz-Gallardón, quien como alcalde de Madrid endeudó la ciudad hasta límites inimaginables, como ministro está “endeudando” a la Justicia hasta puntos inadmisibles desde la perspectiva de lo que debería ser un moderno Estado de derecho, siendo su última “hazaña” la próxima reforma de la ley del aborto.

Esa “deuda” de la Justicia se refleja en un creciente déficit democrático y de garantías cuyo punto álgido no será otro que la pretendida reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, a la que se pretende sustituir por lo que se ha dado en llamar “Código Procesal Penal”. Nadie discute la necesidad de una reforma integral del proceso penal, lo que sí se cuestiona es hacia dónde y cómo nos quieren llevar y las consecuencias que se generarían de ver la luz este proyecto de Ruiz-Gallardón. Veamos hacia dónde nos llevará, en caso de implementarse, y cuán endeudada dejará la Justicia.

Para comprender la magnitud y gravedad del tema, comencemos por señalar en un lenguaje profano y claro -y, también, de forma resumida- que las normas procesales no son otra cosa que el Derecho constitucional aplicado, es decir, la ley que regula el cauce por el cual debe discurrir un proceso penal para mantenerse dentro del ámbito del respeto a las garantías constitucionales. Pues bien, hay tres elementos en el proyecto de Gallardón que cuestionan esta exigencia: la atribución de la instrucción al ministerio fiscal; la introducción del principio de oportunidad penal; y la supresión de la acusación popular, quedando limitada a niveles inadmisibles desde la perspectiva constitucional.

Con relación al primer elemento, hay que tener en consideración que uno de los ejes principales sobre los que bascula esta reforma procesal penal es la “entrega” de la instrucción de las causas penales al fiscal; medida que, tomada de forma aislada, se entronca con los criterios que en materia de proceso penal siguen muchos países de nuestro entorno y que, por sí misma, parece un acierto. Actualmente instruye un juez bajo el control de legalidad del fiscal, superponiéndose en muchos casos el papel de uno y otro; y, sobre todo, desvirtuándose la imparcialidad del instructor que, en términos prácticos y de garantías procesales, acaba siendo juez y parte.

Nada cabría decir sobre el fiscal instructor que pretende Ruiz-Gallardón si esa reforma fuese acompañada y acompasada de otra de mayor calado: una reforma del Estatuto Fiscal que dotara a dicho ministerio público de la independencia del poder político -que hoy no tiene- y que al mismo tiempo incrementara la independencia jerárquica frente a la actual incomprensión de muchas de las posiciones procesales que adoptan determinados fiscales en casos de amplia relevancia política. Sin un fiscal independiente -política y jerárquicamente hablando- difícilmente se puede hacer un acto de “entrega” como el que pretende la reforma procesal penal.

En resumen, el proyecto de Ruiz-Gallardón supone entregar la instrucción a una persona que depende jerárquicamente de otra, el Fiscal General del Estado, quien a su vez es un cargo de libre designación política. La gravedad de esta reforma se aprecia con un simple ejemplo: ¿se imaginan que sucedería si el caso Noos o el caso Bárcenas fuesen instruido por un fiscal dependiente jerárquicamente en lugar de por un juez independiente e inamovible? Creo que todos conocemos la respuesta.

En segundo lugar, y junto con la “entrega” de la instrucción al fiscal, Ruiz-Gallardón pretende introducir el principio de oportunidad penal; dicho en términos muy simples, este principio no es otra cosa que la capacidad del fiscal de decidir sobre el ejercicio o no de acciones penales en contra de determinada persona o por ciertos hechos en función de criterios de oportunidad, y no de legalidad.

En muchos países existe este principio y no suele generar grandes problemas. Se usa de forma adecuada por parte de determinadas personas, los fiscales, que gozan de plena autonomía para decidir, en función de criterios de oportunidad bastante reglados, el ejercicio o no de la acción penal y, en su caso, en contra de quién.

Pero volvamos al ejemplo anterior: ¿Se imaginan que un fiscal, en el esquema actual de la fiscalía, estuviese instruyendo casos como el de Noos o el de Bárcenas y pudiese decidir si ejercita la acción penal o no y en contra de quién? Es más que probable que en el caso Noos el único acusado sería Diego Torres y en el de Bárcenas no habría ningún acusado.

En tercer lugar, last but not least, Ruiz-Gallardón pretende limitar el ejercicio de la acusación popular -reconocida en el art. 125 de nuestra Constitución- a unos determinados casos pero excluyendo su ejercicio por parte de personas jurídicas, asociaciones. Así pues, si dicha reforma es finalmente aprobada desaparecerían las acusaciones populares que, en casos como los que vengo utilizando como ejemplo, son las auténticas dinamizadoras de esos procesos. De esta manera, pretender limitarlas a unos concretos supuesto, y especialmente sólo para ser ejercitada por personas naturales y no jurídicas, no es más que una forma siniestra de burlar la imposición constitucional de la existencia misma de esta institución.

De nuevo, un ejemplo vale más que mil palabras: ¿se imaginan el estado actual de procesos como el del Instituto Noos o el caso Bárcenas sin la actividad y existencia de las acusaciones populares? Es claro que esas causas, seguramente, no existirían o no se habrían judicializado jamás.

Obviamente, la reforma procesal penal que pretende Ruiz-Gallardon incluye muchas más cosas que las aquí analizadas pero, sin duda, de estos tres puntos se pueden sacar muchas conclusiones de cara al auténtico objetivo que con la misma se pretende: reformar para controlar, es decir, bajo el manto de una alegada modenización de la justicia penal emprender un camino de reforma para, en realidad, llevarla a un marco que permita, a políticos y poderosos, un control férreo no ya del proceso penal sino, sobre todo, de la propia existencia o gestación del mismo.

La reforma procesal penal es una necesidad, incluso urgente, pero en algo tan delicado como la justicia penal ha de actuarse bajo el viejo dicho de “vísteme despacio que tengo prisa”. Y, sobre todo, con luces y taquígrafos, para que el producto final sea algo que surja de un consenso democrático y no de un mero intento de controlar, más si cabe, a la propia Justicia. En aquellos países en que se ha abordado una reforma integral del proceso penal, esta ha sido fruto del consenso y, sobre todo, de una aplicación estricta de criterios técnicos que han permitido que se transforme en mecanismos dinamizadores de la Justicia y no en meros instrumentos de control generadores de ámbitos de impunidad indeseada en nuestra sociedad.

En un momento de escándalo social por el nivel de penetración de la corrupción en las instancias de poder, la única respuesta política que se anuncia es una reforma del Código penal con el endurecimiento de las penas para esos delitos. Pero esto no es más que un engaño si, en paralelo, se lleva a efecto la reforma procesal penal pretendida por Ruiz-Gallardón. Da igual la pena que se pueda imponer si al final ese fiscal instructor, recibiendo órdenes, podrá acudir al principio de oportunidad penal para no acusar ni judicializar y, a la vez, no habrá acusaciones populares que puedan ejercitar dicha acción.

Los caminos de la impunidad son múltiples y variados. De aprobarse, esta reforma nos llevará a un punto peor de aquel en que hoy nos encontramos: la impunidad absoluta. Y, recordemos, la impunidad también es corrupción.

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