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Un marido frustrado, un secuestro, un 'neo-noir' memorable: 25 años de 'Fargo'

Fargo

Ignasi Franch

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Un hombre desgastado por la relación de dependencia económica que le une a su suegro tiene un plan: contratar a dos personas y que estas secuestren a su esposa para dividirse el correspondiente rescate. Los dos matones tienen su propia dinámica: Carl (Steve Buscemi) es locuaz y disperso; Gaear (Peter Stormare) es calladamente amenazador y más notoriamente letal. Y el supuesto jefe de todo eso, Jerry, el marido conspirador encarnado por William H. Macy, es alguien que se sorprende profunda y absurdamente cuando las cosas comienzan a torcerse.

Efectivamente, el no-plan estaba condenado al fracaso. Fargo, estrenada en marzo de 1996, era el relato de una cadena de fatalidades anunciadas, una comedia negra donde tanto los delincuentes amateur como los criminales profesionales muestran pocas luces. Su misma incompetencia, que no deja de ser peligrosa y tener efectos devastadores, era uno de los ejes de un filme oscuramente cómico donde abundan los fantoches peligrosos. Cosas de los hermanos Coen.

Al otro lado de la pantalla, las cosas sí funcionaron: la película generó un consenso notable y se consideró un clásico instantáneo. De alguna manera, escenificó la consagración industrial de Joel y Ethan Coen, que ya habían apuntado a los Oscar mediante obras como Barton Fink. Una década después, los premios Oscar a la mejor película y a los mejores directores por No es país para viejos acabarían de evidenciar el prestigio del dúo.

La magnífica recepción crítica dispensada a Fargo no debe sorprender. Al fin y al cabo, el filme brinda muchas gratificaciones. Ofrece belleza a través de las composiciones fotográficas de Roger Deakins y de la música de Carter Burwell. Ofrece una narración que expande la rotundidad del cine negro más violento con observaciones socarronas de una cierta cotidianidad, más o menos enrarecida tanto en los momentos más amables como en los más crudos. Las escenas del filme tienden a ser breves, pero no transmiten precipitación ni agitación gracias a un montaje elegantemente elíptico.

La estupefacción y la misantropía

Joel y Ethan Coen dejaron de lado en aquella ocasión su sentido del humor más absurdo, que habían cultivado en Arizona baby o en el guion de Ola de crímenes, ola de risas. Aunque continuaron en la dinámica de observar a sus personajes por encima del hombro, casi con desprecio misántropo, se distanciaron (un poco) del posmodernismo más cruel. La manera de representar la violencia transmitía una cierta estupefacción irónica, a veces chocantemente grotesca (véase uno de los momentos más imborrables del filme, donde luce el calzado y los calcetines que porta el personaje de Steve Buscemi). En algunas imágenes de color rojo sobre la nieve, la violencia se entremezclaba con la belleza.

A diferencia de lo visto en obras previas de los mismos autores, la coctelera de tonos ensayada en Fargo incluía ciertas dosis de dramatismo. Aunque el humor negro era uno de los ejes de la propuesta, la violencia no solo era cosa de broma. No estábamos en el universo de caricatura de Pulp fiction, donde reventar la cabeza accidentalmente a alguien durante un trayecto en coche era, sobre todo, un motivo para lanzarse puyas y un problemón en el ámbito del lavado de tapicería. Fargo era socarrona, pero también incluía dosis de sufrimiento contemplados desde una cierta distancia estupefacta.

Los autores también aportaron un cierto color local a la ficción. Los pobladores de las localidades de Minnesota donde se ubica la acción son representados con un cierto pintoresquismo. Ese enfoque podía relacionarse con la mirada del urbanita resabiado que contempla con soberbia las desventuras del redneck. Aún así, aunque los lugareños de Fargo podían ser gente de costumbre sencillas y poco lucimiento retórico, también transmitían una cierta humanidad.

De hecho, dentro de un mundo de ficción (o no tan de ficción) corroído por la avaricia, la policía encinta interpretada por Frances McDormand ejercía de brújula moral del público por incomparecencia general. “Hay más cosas que el dinero”, decía al final, perpleja ante el reguero de cadáveres. Era un comentario simple, fácil de hacer cuando se dispone del dinero suficiente para subsistir, pero efectivo. Si la Biblia cristiana dice que los pobres heredarán la tierra, Fargo parece insinuarnos (sea desde el sarcasmo, desde la tristeza, o ambas cosas) que solo la gente ingenua podrá preservar unos mínimos éticos en un mundo demasiado cínico.

El (neo)noir y el capitalismo

Fargo se estrenó en 1996, en tiempos de un cierto auge del género negro audiovisual en Norteamérica. El flujo de películas de este tipo era abundante, y alimentaba tanto las salas de cine como las parrillas de la televisión por cable o el mercado videográfico. Antes de que las herramientas digitales facilitasen una auténtica explosión del cine de ciencia ficción y de imágenes superheroicas, el neo-noir era uno de los géneros troncales en la maquinaria de Hollywood y su periferia.

Los mismos Coen habían contribuido a ello bastantes años atrás con la arisca Sangre fácil, y también con Muerte entre las flores. John Dahl había defendido una revisión neoclásica a través de La muerte golpea dos veces, La última seducción o Red Rock West. David Lynch firmó propuestas personalísimas como Corazón salvaje (Carretera perdida llegaría un año después de Fargo). Y Quentin Tarantino había hecho su aportación verborreica y cool mediante Reservoir dogs o Pulp fiction (después vendría Jackie Brown). Pulp fiction, Fargo y L. A. Confidential recibirían varios premios Oscar relevantes en años consecutivos, como representando la importancia del neo-noir, aunque ninguna de ellas conseguiría la estatuilla a la mejor película.

El catalizador de Fargo, el esposo ávido de una fortuna propia, parecía haber visto muchas películas de este tipo. Jerry tenía algo de anti-Quijote: en lugar de haber leído demasiadas novelas de caballerías y embriagarse de su idealismo, había leído demasiada novela negra y se había dejado subyugar por la avaricia. Quizá no había leído con demasiada atención los códigos de un género que tiende a relatar historias de destinos fatales, porque creía que podía poner en marcha un secuestro con rescate, no desatar ninguna oleada de violencia por el camino, y, al final, salir indemne.

Ya habíamos visto a William H. Macy en algunas atractivas películas de tonos noir con las que el dramaturgo David Mamet se introdujo en el cine: Casa de juegos y Homicidio. En Fargo, el intérprete puso rostro y sonrisa boba al ego herido del hombre doliente por no poder cumplir con su papel de patriarca proveedor. En una película de hombres y mujer con pistolas, este comercial desarmado encarna una maldad cotidiana que teledirige y externaliza las violencias sin ensuciarse las manos, sin carcajadas de supervillano que denoten una crueldad exacerbada. Es un conspirador que pone en marcha un peligrosísimo plan, pero que se autojustifica con excusas: solo quería mucho dinero, pensaba que nadie saldría herido por ello.

Jerry sirve de ejemplo extremo de la desconexión ética a la que empuja el capitalismo entendido no solo como sistema económico, sino también como forma de vida organizada alrededor del dinero y sometida a su poder. Sus sicarios tienen claro que un rescate de cinco o seis cifras bien vale varias vidas humanas. Y no son los únicos personajes a quienes la codicia les vuelve temerarios: el padre de la secuestrada se plantea regatear con los raptores para ahorrar. Así que la mirada ácida y misántropa de los Coen quizá esté justificada en esta ocasión, atendiendo al desolador paisaje humano (inspirado en un par de sucesos reales) que inventaron. Y que los espectadores podemos observar con la admiración que despierta contemplar la implacable precisión de un mecanismo de relojería.

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