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La matanza de Srebrenica ha tenido que esperar 25 años para ser llevada al cine

Fotograma de 'Quo Vadis, Aida?', de Jasmila Zbanic

Miguel Ángel Villena

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La matanza de 8.000 musulmanes varones, desde adolescentes a ancianos, en el pueblo de Srebrenica en Bosnia oriental a manos de tropas serbias se convirtió en julio de 1995 en el mayor genocidio en suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial. Fue uno de los últimos y más sangrientos capítulos de la guerra de Bosnia que se cobró alrededor de 200.000 muertos entre 1992 y 1995.

A pesar de que los terribles conflictos en la antigua Yugoslavia abarcaron toda la década de los noventa y conmocionaron al mundo entero, el cine no ha utilizado mucho esas tramas argumentales, a diferencia de otras guerras. Buena prueba de ello se refiere a los escasos filmes europeos y a los contadísimos largometrajes de Estados Unidos sobre el tema. De hecho, han sido los cineastas ex yugoslavos (serbios, croatas, bosnios…) quienes han plasmado esos dramas con algunas películas muy premiadas, pero poco seguidas por el público.

El último ejemplo de este fenómeno es el reciente estreno de Quo vadis, Aida?, de la directora bosnia Jasmila Zbanic y candidata del país en los pasados Oscar, una impresionante denuncia de la matanza de Srebrenica y de la pasividad de los cascos azules holandeses a través de la peripecia de una traductora de la ONU.

Zbanic ya había abordado el tema de la guerra en su país en dos filmes anteriores: Grbavica (2006) y En el camino (2010). Esta realizadora de Sarajevo se une a colegas que mostraron aquel conflicto religioso, étnico y político con toda su crudeza y con sus infinitos matices, como los directores Milcho Manchevski, Ademir Kenovic y, sobre todo, Danis Tanovic que obtuvo el Oscar a la mejor película en lengua no inglesa en 2001 con la magnífica En tierra de nadie.

“Las guerras yugoslavas”, señala Miguel Roán, un experto en la historia de la región, “fueron muy difíciles de comprender en Occidente y digamos que tienen poco glamour porque sucedieron en la periferia de Europa. Ello explicaría en parte el relativo desinterés de la cinematografía europea y, sobre todo, de Hollywood hacia esos argumentos. En realidad, el cine de Estados Unidos sólo se ocupa de aquellas historias bélicas donde ellos tienen intereses estratégicos y los casos más recientes serían Vietnam o Afganistán. Por el contrario, los Balcanes no se prestan al maniqueísmo tan habitual en películas de guerra”.

Profesor y ensayista sobre la historia y la política de la región, autor de libros como Maratón balcánico (Caballo de Troya, 2018), Roán agrega que aquellas conflagraciones han motivado a cineastas o escritores, pero se han encontrado con poco interés por parte del público. “Son temas recalcitrantes”, señala, “para unas sociedades que todavía conservan muchas heridas abiertas de la guerra”.

Desde su perspectiva de presidente de Reporteros sin Fronteras en España y desde su trayectoria como enviado especial en los Balcanes, autor del libro Sarajevo. Diarios de la guerra de Bosnia (2015), Alfonso Armada se muestra de acuerdo en que aquellos acontecimientos tan impresionantes han generado poca filmografía. “Esas contiendas y todo lo que llevaron aparejado”, comenta, “podrían dar mucho juego narrativo, pero al mismo tiempo son temas que incomodan demasiado. Conviene tener en cuenta que el papel de la Unión Europea fue vergonzoso y que la ayuda internacional y la actuación de Naciones Unidas dejaron mucho que desear como refleja la película ¿Quo vadis, Aida? De hecho, este filme se pregunta con mucha lucidez cómo fue posible que ocurriera una matanza así en Europa en 1995”.

En opinión de Armada, los Balcanes plantearon y plantean todavía muchas cuestiones espinosas sobre el peso de los nacionalismos, la ausencia de autocrítica de sectores de la izquierda con respecto al comunismo o las dobles varas de medir de la comunidad internacional. “Además”, añade, “aquellas guerras que se prolongaron durante una década, desde Croacia en 1991 a Kosovo en 1999, obligaron a los sectores pacifistas a revisar sus esquemas porque al final solamente los bombardeos de la OTAN ordenados por los Estados Unidos de Bill Clinton lograron frenar la barbarie”. 

Precisamente esa escasa implicación norteamericana en los conflictos yugoslavos se halla en el origen de que, salvo excepciones, las grandes producciones USA no se hayan interesado por el tema. Uno de los filmes que escapa a ese desinterés lo hallamos en Las flores de Harrison (2002), dirigido por Elie Chouraqui, un escalofriante relato sobre una fotógrafa interpretada por Andie MacDowell que busca a su marido y colega desaparecido en la despiadada guerra entre Croacia y Serbia a comienzos de los noventa. En cualquier caso, los norteamericanos no han tenido en cuenta las advertencias de la escritora Susan Sontag, una de las pocas intelectuales que viajó al Sarajevo asediado para clamar por una intervención internacional que acabara con el sufrimiento de la población civil bosnia. “La Historia nos enseña, pero las personas no quieren aprender”, manifestó la famosa autora en una entrevista con Alfonso Armada. 

Por otra parte, aunque miles de españoles (militares en misiones internacionales, periodistas, cooperantes de ONG, diplomáticos…) se desplegaron por la antigua Yugoslavia durante aquellas guerras, nuestro cine tampoco ha utilizado mucho aquellas misiones como argumentos fílmicos. Tan sólo hallamos algunas destacables excepciones como Gerardo Herrero, con su Territorio comanche (1997), ambientada en Bosnia; o Daniel Calparsoro, con Guerreros (2002), situada en Kosovo, se vieron atraídos por aquellos relatos. También, más recientemente, Fernando León de Aranoa abordó una superproducción, Un día perfecto (2015) con el telón de fondo de la región y el hilo conductor de unos cooperantes.

Pero regresando a los países balcánicos sus producciones nacionales de pequeños Estados han puesto de relieve un descenso de calidad si las comparamos con el nivel que tuvo el cine de la antigua Yugoslavia premiado con frecuencia en festivales internacionales y que alumbró a cineastas de la talla del polémico pero brillante Emir Kusturica. “En la segunda mitad del siglo XX”, afirma Miguel Roán, “Yugoslavia contaba con una buena tradición teatral y cinematográfica y con un apoyo a la cultura en la época de Tito, pese a las limitaciones de una dictadura. Bastaría recordar que en los años setenta los habitantes de Yugoslavia tenían tantos tocadiscos en sus casas como los británicos”. Pero todo aquello estalló en mil pedazos cuando la desintegración del bloque socialista, entre otras causas, precipitó a aquel país en una espiral terrible de enfrentamientos ante la mirada atónita de una Europa impotente que no supo reaccionar, como muestra la magnífica Quo vadis, Aida?

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