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‘Pacific Rim: Insurrección’ y el gigantismo del blockbuster contemporáneo

Póster asiático de Pacific Rim: Insurrección

Francesc Miró

No son pocas las ocasiones que el cine actual nos recuerda la tesis de Fukuyama sobre el fin de la historia: la desaparición de la lucha de ideologías en el marco de un mundo dominado por el neoliberalismo más o menos demócrata según a quien preguntes. Se contempla el devenir, como los movimientos y tendencias cinematográficas, con cierto vértigo provocado por la sensación de que todo pasa cada vez más rápido. Como diría Marina Garcés, vivimos una condición póstuma porque vivimos el tiempo en el que todo se termina.

No hace ni cinco años que Guillermo del Toro coescribió y dirigió Pacific Rim, una película que enfrentaba a robots gigantes con lagartijas gigantes en una lucha por cancelar el apocalipsis. Batalla entre dos mundos que, de hecho, había propiciado el propio ser humano -en una de las lecturas menos populares del film-. También homenaje a las películas niponas de los años cincuenta y sesenta que habían alimentado su infancia con kaiju eiga -literalmente 'películas de monstruos'-, e historias de mechas de los setenta -robots tripulados por uno o varios seres humanos-.

Pacific Rim no era más, ni menos, que un pastiche de mitos que iban desde Godzilla y Gojira hasta Mazinger Z o Mobile Suit Gundam y aquello no tenía nada de malo. De hecho, el resultado era un tipo de blockbuster casi en peligro de extinción.

Hoy se antoja más difícil asociar el nombre de Guillermo del Toro a este entretenimiento puro y duro en su concepción pero de vocación autoral en su representación. La rapidez de la actualidad ha barrido de la memoria colectiva su presencia en el film que dirigió, suplantando su imagen por la del exitoso orfebre con los Oscars de La forma del agua, alineándolo con Alejandro González Iñárritu y Alfonso Cuarón. Pacific Rim: Insurrección sigue la misma senta de borrar la huella de del Toro ofreciendo un entretenimiento más vacuo, más tontorrón pero, aunque nos duela, igual de entretenido.

Más grande, más fuerte, más…

Sobre la tendencia al gigantismo del blockbuster actual se ha escrito y debatido mucho. Si nos atenemos a las cifras tampoco es que la estrategia haya funcionado precisamente mal, aun con excepciones y matices. Los hay en toda lectura a posteriori de una tendencia cultural.

Sea como fuere, entre las películas más taquilleras de los últimos años es fácil rastrear la voluntad de hacerlo todo más grande y espectacular. La segunda parte de Harry Potter y las reliquias de la muerte era una batalla de más de dos horas en la que todos los personajes que habíamos visto evolucionar en siete películas hacían y decían cosas épicas. En Los Vengadores ocurría más de lo mismo sumando el factor superheroico y el de 'invasión alienígena con tentativa de destrucción de ciudades'. Su secuela tenía más héroes, destruía más urbes y hacía explotar más cosas. Jurassic World tenía dinosaurios más grandes viviendo en un parque más grande y con más cosas que hacer saltar por los aires que cualquier Parque Jurásico.

Y ahí no terminan la escalada: dejando de lado la hiperexplotación de los efectos digitales en blockbusters como Transformers o Liga de la Justicia, el gigantismo también atañía a quienes optaban por la plasticidad de una era anterior al CGI. Las dos partes de Los Juegos del hambre: Sinsajo convertían la arena que daba título a la saga en una rebelión épica por el destino de la humanidad. Incluso a Star Wars: el despertar de la Fuerza -que pretendía recuperar el empaque visual de las originales-, se le quedaba pequeña la Estrella de la Muerte. Hacía falta un planeta entero muchísimo más grande que destruyese constelaciones en un plumazo para motivar a los protagonistas a cumplir su destino.

Ante tal panorama, Pacific Rim reivindicaba una deriva autoral del espectáculo ofrecido por la hipertrofia digital de la narrativa del blockbuster de su tiempo. La visión de Guillermo del Toro convertía el gigantismo en razón de ser y homenaje al espíritu nipón original. Y, además, mezclaba filias y fobias personales en su justa medida: diseño de producción cuidadísimo, retrato de personajes excelente, ingente cantidad de ideas visuales, set pieces de acción tan bien coreografiadas como una batalla de lucha libre mexicana y, sobre todo, su sello en la poética de la monstruosidad. Pacific Rim era un entretenimiento más que digno, memorable.

Por su parte, esta secuela capta las pautas básicas sobre la puesta en escena de aquella y las asimila con presteza. Su visión de la cámara dispuesta donde se moja y se ensucia, o la combinación de humor y épica siguen intactos. Incluso amplía algunas de las querencias de su filmografía -la unión carne/metal presente en Cronos, Mimic o Hellboy se explota maravillosamente en este film-.

Sin embargo, Steven S. DeKnight, director de esta, showrunner de Daredevil y de ese exceso de testosterona que fueron las series de Spartacus, pierde el rumbo en hacerlo todo tan grande como poco creíble. Ofrece una colección de batallas y escenas de acción que fallan cuando más conexión emocional con el espectador necesitan. Parece vagar sin rumbo buscando una personalidad propia y empantanándose en un gigantismo que nunca fue esencial.

Asia con espíritu noventero

A pesar de todo, Pacific Rim: Insurrección no termina de cuadrar del todo en la era del gigantismo gracias a pequeños hallazgos dispersados en su metraje. Esta entrega de los robots mata-godzillas se acerca peligrosamente a la superávit digital y no termina de configurar un relato original pero al contrario que muchas de sus contemporáneas, busca narrativas discordantes entre la destrucción por la destrucción.

Pacific Rim: Insurrección apuesta por convertir la gravedad y el peso del fin de los tiempos presente en la original en un despertar adolescente efectivo. Ahora los pilotos de jaeger -así se llaman los robots-, son adolescentes que crecen descubriéndose unos a otros, aceptando sus diferencias y enfrentando sus miedos con aliens de doscientos metros de altura. Algo que la acerca aún más a su parentesco con el clásico anime Neon Genesis Evangelion, pero que también se puede leer como una respuesta alucinada al young adult de Los juegos del hambreLos juegos del hambre y El corredor del laberinto.

También mezcla elementos que dejan patente su sinceridad como producto industrial sin más, sacrificando el deje artesanal de del Toro pero siendo consecuente consigo misma. No pretende ser lo que no es, ni siquiera se esmera en disimular que su mayor público potencial es el asiático, ambientando su clímax a los pies del Monte Fuji y reservando papeles esenciales de su desarrollo para los personajes de las actrices Tian Jing y Rinko Kikuchi.

Además, Steven S. DeKnight rastrea las consecuencias de un mundo arrasado por criaturas gigantescas, parodiando el gigantismo en sí mismo. El primer tercio del guion parece transcurrir en una suerte de revisión picaresca del universo de Pacific Rim.

Y resulta que el mérito es atribuible casi en exclusiva a un John Boyega que recupera el espíritu del Will Smith de finales de los noventa. Aquel cuyo carisma era capaz de cargarse a la espalda aventuras enteras e incluso solucionar sindioses narrativos de todo tipo. Hablamos de Bad Boys, Independence Day, Men in Black o Wild Wild West. Pacific Rim: Insurrección tiene más en común con ellas que con el Michael Bay de Transformers, para bien y para mal.

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