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Crítica

'Otra ronda': la mejor película de los Oscar es una divertida borrachera para celebrar la vida (y llorar después)

Fotograma de 'Druk', de Thomas Vinterberg

José Antonio Luna

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Martin es un profesor de instituto derrotado por la crisis de los 40. Su vida es monótona y sosa. En clase se limita a leer un libro de Historia mientras los alumnos dan cabezadas en sus pupitres y, cuando llega a casa, el panorama no es mucho mejor. Las conversaciones en familia se limitan a hablar de “la tarea” o de “cómo ha ido el trabajo” y las respuestas, también protocolarias, se condensan en un “ha ido bien”. “Anika, ¿te parezco aburrido?”, le pregunta Martin a su esposa. Ella le mira, como tratando de evitar la más que evidente réplica.

Como el cineasta danés Thomas Vinterberg (La Caza) dijo en el pasado Festival de San Sebastián, “lo incontrolable apenas tiene espacio en nuestra vida”. Y eso es precisamente lo que intenta revertir Otra ronda, que tras ser alabada por la crítica en diversos festivales ha acabado nominada al Oscar de Mejor Película Extranjera y al de Mejor Dirección.

Pero Martin, interpretado por un espléndido y polifacético Mads Mikkelsen que ganó la Concha de Plata a la mejor interpretación masculina, se replantea el rumbo de su existencia. Decide llevar a cabo un experimento sociológico junto a otros tres amigos y compañeros de trabajo (Thomas Bo Larsen, Lars Tanthe y Magnus Milland), que consiste en mantener una tasa de alcohol en sangre de 0,05%. Se amparan en la teoría del psiquiatra noruego Finn Skårderud, según el cual todos nacemos con un déficit de alcohol en sangre que deberíamos subsanar con lo equivalente a dos copas diarias de vino. Pero la situación, como es de esperar, se les va de las manos.

Los profesores deciden pasar de la teoría a la práctica yendo al instituto armados con alcoholímetros y termos de café cargados hasta arriba de vodka. Antes de cada clase, se encierran en el baño, dan tantos sorbos a la botella como sea necesario y da comienzo el espectáculo. Las sobrias lecciones de historia de Martin se transforman en improvisadas y divertidas performances con las que por fin consigue que su alumnado levante la vista del smartphone.

Noches de desenfreno...

Thomas Vinterberg, que inauguró el movimiento Dogma 95 con The Celebration, podría haber caído en la banalización del alcoholismo o en una fábula moral sobre el mismo, pero lo cierto es que el cineasta consigue mantener el equilibrio sobre una delgada línea para no hacer ni una cosa ni otra. Al igual que ocurría en La Caza, el cineasta danés no da una respuesta completa a los espectadores y son estos los que deben pensar en un mensaje que probablemente no atienda a claroscuros.

El cuarteto protagonista encarna una oda a la desinhibición y la buena energía, a la importancia de olvidar todas esas responsabilidades asociadas culturalmente a la edad y, por qué no, acabar la noche cerrando el bar y haciendo piruetas con tus amigos en el césped más cercano. La fotografía humanista de Sturla Brandth (Victoria) nos traslada perfectamente a este ambiente etílico, con escenas cámara en mano que nunca dejan de vibrar y planos constantes de los hielos tintineando al fondo de vasos anchos. Y, por si no fuera suficiente, su tema principal, What A Life, consigue del todo despertar nuestra nostalgia festiva de la era pre-COVID.

Pero Vinterberg no olvida las consecuencias negativas del alcohol. Hay que recordar que el director ya mostró en Submarino (2010) cómo la droga más consumida y aceptada en nuestra sociedad podía destrozar familias y causar traumas irreparables. Otra ronda no se acerca ni de lejos a la crudeza (y quizá excesivo tremendismo) de aquel filme, pero igualmente incide en los problemas de normalizar la bebida como respuesta a la falta de estímulos o de confianza en uno mismo. Y no solo eso, sino que el alcohol se ha convertido en un elemento de socialización que vehicula las quedadas con amigos hasta tal punto que el abstemio es visto como un “raro”.

Es cierto que Martin consigue desinhibirse y abandonar el rol de “profesor aburrido”, pero cabe preguntarse hasta qué punto merece la pena depender de una botella para ese cambio de personalidad.

... Mañanas de Ibuprofeno

Llama la atención en el filme que el alcohol esté íntimamente ligado a lo masculino (especialmente para las generaciones baby boomer y anteriores). El personaje de Nikolaj es ejemplo de esa masculinidad que no teme pasarse el día de farra sin ejercer los cuidados del hogar porque ya hay una mujer encargada, como su propia pareja le recrimina en varias ocasiones mientras sostiene a sus hijos en brazos.

El alcohol, al igual que otros “placeres culpables” como fumar o el sexo, ha estado históricamente relegado al uso y disfrute del hombre porque se consideraba que era el único sacrificado para llevar el pan a la mesa y, por tanto, el único al que se le permitía traspasar los límites de lo moralmente reprochable. La serie Mad Men es el mejor ejemplo de esto (especialmente en sus primeras temporadas): mientras ellos hacen “negocios” en la cantina de turno con un cóctel Old Fashioned, ellas ejercen de secretarias o cuidadoras.

En la cinta de Vinterberg también se atisba cierto sentimiento de nostalgia juvenil, de aquella etapa en la que no había que mirar el reloj para coger el último metro ni temer a la resaca del día siguiente. De un periodo en el que, en definitiva, no existían las ataduras de la “vida adulta”. No en vano, el filósofo existencialista Søren Kierkegaard es el encargado de abrir el filme con la siguiente cita: “¿Qué es la juventud? Un sueño. ¿Qué es el amor? El contenido del sueño”.

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