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CINE

El terror que resurgió de la gentrificación y el Black Lives Matter: cómo la nueva 'Candyman' convierte el trauma en arma colectiva

Yahya Abdul-Mateen II (que ya pudimos ver en 'Nosotros', de Jordan Peele) es Anthony McCoy en la 'Candyman' de Nia DaCosta

Alberto Corona

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Bernard Rose cambió muchas cosas del relato original de Clive Barker a la hora de llevarlo a la gran pantalla, pero nada fue tan importante como su escenario. Lo prohibido se ambientaba en Liverpool, mientras que el film finalmente titulado Candyman lo hacía en Chicago, en el barrio de Cabrini-Green. La historia de este proyecto de viviendas era de lo más convulsa: impulsado entre los años 40 y 60, sus habitantes habían experimentado paulatinamente la retirada de los servicios públicos, sufriendo vandalismo, plagas y bandas organizadas.

En la década de los 90 los especuladores ya habían empezado a comprar propiedades adyacentes con la perspectiva de que el barrio fuera eventualmente demolido, acentuando la enorme diferencia de calidad de vida en unos pocos metros de distancia mientras Cabrini-Green —de población fundamentalmente afroamericana— no dejaba de protagonizar titulares a cuenta de los crímenes cometidos en su seno. A Rose le había impactado especialmente uno: el asesinato de Ruth Mae McCoy en 1987, cometido por un intruso que se había colado en su apartamento a través del espejo del cuarto de baño. La leyenda de Candyman empezó a fraguarse con este episodio, para que pocos años después de estrenarse el film se iniciara oficialmente la demolición de Cabrini-Green.

Hoy día lo único que queda de esta zona de Chicago son unas pocas casas adosadas de porte fantasmal, rodeadas por elegantes apartamentos que personifican los compases finales de la gentrificación. Es a uno de estos apartamentos donde se muda la pareja protagonista de Candyman, nueva entrega de la saga a la vez que secuela directa del film de Rose.

“Soy la escritura en la pared, el susurro en el aula”

Inspirado directamente por el asesinato de McCoy, Rose ideó la forma de invocar a Candyman: bastaba con decir cinco veces su nombre frente al espejo para que este apareciera y te destripara con su gancho. No terminaron ahí los añadidos a la creación de Barker, puesto que una vez fichó a Tony Todd para interpretarlo —y el personaje pasó a ser negro, bañándose de nuevas significaciones—, le dio potestad para que indagara en su background. Fruto de esta colaboración Candyman se convirtió en el hijo de un esclavo que, debido a su affaire con la hija de un terrateniente blanco, había sido linchado por una turba enfurecida.

Posteriores ampliaciones de la saga identificaron a Candyman con el nombre de Daniel Robitaille y el oficio de pintor, pero las líneas trazadas por la película de Rose ya bastaban para darle a la criatura un aura eminentemente trágica. Candyman era quien era por el racismo, el pecado original de EE.UU., y sus actos como espectro estaban guiados tanto por el romance —buscando a la reencarnación de su amada Caroline— como por la necesidad que se creyera en él. El primer ingrediente, propio del Drácula que Coppola estrenaría ese mismo 1992, no era demasiado estimulante, pero el segundo servía para ahondar en la importancia de las leyendas urbanas y en cómo estas servían para apuntalar la identidad de todo un colectivo, como la población empobrecida de Cabrini-Green.

Precisamente eran las leyendas urbanas lo que quería investigar Helen Lyle (Virginia Madsen), una joven blanca de clase media-alta que vivía a escasa distancia de Cabrini-Green y que, atraída por la historia de Candyman, veía su destino ligado al de Robitaille. Lo ocurrido con este personaje —bastante fiel a los designios de Barker— acababa por ejemplificar los inevitables problemas de endosarle un subtexto racial tan ruidoso a una historia que originalmente carecía de él.

Análisis más o menos recientes de la película, así, han llegado a sugerir que Helen, primero como ‘salvadora blanca’ que acude a ayudar a las gentes de Cabrini-Green y luego como improbable heredera de Candyman, vendría a representar una suerte de apropiación cultural. Es una idea improbable pero que desde luego no desactiva la potencia del comentario de Rose en torno a las segregaciones modernas —la visualización de Cabrini-Green es rotunda y aterradora por sí misma—, como tampoco la idea de que las leyendas urbanas necesitan desesperadamente la fe de quienes las transmiten.

Por muy problemático que fuera el rol desempeñado por Helen en Candyman, las secuelas inmediatas mantuvieron la costumbre de colocar a una joven blanca, rubia y pudiente enfrentándose al fantasma de Robitaille, alejándose de Cabrini-Green para insistir en la presencia de núcleos urbanos marcados por una herencia cultural específica, donde el personaje de Tony Todd podía conservar su poder.

Candyman 2, dirigida por Bill Condon y beneficiándose del regreso de Phillip Glass —responsable de una música inolvidable que terminó de consolidar el asentamiento de Candyman en la cultura pop—, se ambientaba en pleno Mardi Gras de Nueva Orleans, y ofrecía una estimulante revisión del film original. A base de detallar mucho más las horribles circunstancias de la muerte de Robitaille —a quien Todd siempre consideró una mezcla de Drácula y el Fantasma de la Ópera—, Candyman 2 alertaba contra el olvido del pasado y defendía la conservación de una memoria histórica/familiar, que no le diera la espalda a los pecados de nuestros antecesores.

Las desventuras de Annie Tarrant (Kelly Rowan) y su profundización en el legado familiar constituían una adición orgánica a la saga, al tiempo que la nueva ambientación en Louisiana oficiaba de pintoresca (pero mucho menos espectacular) réplica de Cabrini-Green. Las servidumbres de Candyman 2 al slasher —reflejadas por la necesidad de incluir asesinatos a cierto ritmo, ya parcialmente insinuada en el film de Rose—, impidieron que esta excelente secuela obtuviera una mínima parte del aplauso crítico de la original, y precipitaron la saga a un descrédito que explotaría en Candyman 3: El día de los muertos.

Una tercera entrega decididamente mediocre, pero en absoluto carente de interés: en esta ocasión la trama se ambientaba en Boyle Heights, el barrio mexicano de Los Ángeles, y la celebración del famoso Día de los Muertos se combinaba con un esfuerzo más directo que nunca por abordar el racismo: el policía interpretado por Wade Williams llegaba en ocasiones a dar más miedo que Candyman, debido a su brutalidad y al amparo que ofrecía la ley hacia sus abusos a sospechosos con un color de piel determinado.

Todo estaba listo, por tanto, para que Jordan Peele hiciera de las suyas.

Llegó la hora de la venganza

Si Candyman se hubiera estrenado en el verano de 2020, tal y como estaba previsto originalmente, habría coincidido con el momento más intenso de las protestas que sacudieron el año pasado EE.UU. al hilo del asesinato de George Floyd. Por mucho que su planteamiento parezca ajustarse/perseguir al clima social que hoy seguimos intentando leer, esta segunda película de Nia DaCosta ya había completado su rodaje bastante antes —a la directora le ha dado tiempo desde entonces a ser fichada para dirigir la secuela de Capitana Marvel—. Para asomarnos a sus claves hemos de pensar tanto en su coguionista y productor Jordan Peele como en el hecho de que, bueno, el racismo no es un problema precisamente nuevo.

Desde que Peele estrenara Déjame salir en 2017, su firma se ha mantenido inseparable de un audiovisual que aborda el género desde una perspectiva fuertemente racial, estudiando el arraigo de la discriminación en EE.UU. y los diversos modos en que se ha ido expresando o intentando camuflar. Hunters y Territorio Lovecraft llevaban su firma como productor, pero evidentemente las que más han trascendido son las que le tienen como director: la citada Déjame salir y Nosotros.

Existen unas divergencias entre ambas que resultan fundamentales para entender la propuesta de Candyman, partiendo de cómo Nosotros parecía revolverse contra la obviedad del discurso de Déjame salir a la hora de buscar un planteamiento más abstracto. En él las desigualdades se convertían en fantasmas sin rostro ni color definido y se topaban puntualmente con una pulsión cínica, que nos obligaba a reevaluar constantemente lo que estábamos viendo, o lo que pensábamos que Peele quería conseguir. La nueva Candyman exhibe retazos de este cinismo: una mirada esquinada que depara un conjunto más complejo de lo que podría parecer a primera vista.

Lo que no quita, claro, que con la subordinación del personaje a unos temperamentos creativos más cercanos al activismo contemporáneo no se hayan querido solucionar los problemas de la primera Candyman. El film de Rose, por bienintencionado que fuera, no evitaba que la mirada de Helen fuera la del espectador y sumiera a la población de Cabrini-Green en una otredad exotizada, dispuesta a que la compadeciéramos y a que deseáramos que alguien la librara de su sufrimiento.

El punto de vista de la Candyman de 2021 está convenientemente en manos de personajes afroamericanos, pero —en la primera de las muchas buenas ideas que maneja el guion— esta otredad no es por ello eliminada: tanto Anthony (Yahya Abdul-Mateen II) como su novia Bri (Teyonah Parris) pertenecen al mundo del arte, son personas sofisticadas de gustos caros y educación exquisita, que observan el sufrimiento de la comunidad superviviente de Cabrini-Green con una curiosidad que —al igual que la de Helen en su momento— tiene mucho de condescendiente y egoísta.

No por nada, Anthony empieza a documentar el historial de injurias de sus vecinos con el propósito de reflotar su carrera como pintor. En torno a esta actitud el guion coescrito por DaCosta, Peele y Win Rosenfeld teje una burla hacia el arte supuestamente comprometido con ecos a la reciente Velvet Buzzsaw, cuestionando los diversos modos de capitalización de la justicia social para, en última instancia, enfrentarlos a una realidad dolorosa que los trasciende.

¿Y cuál es esta realidad? Pues la historia de Candyman, que no ha perdido vigencia en Cabrini-Green, y que en este film se ha convertido en una memoria colectiva que va mucho más allá de la tragedia de Daniel Robitaille, pasando a englobar otras muchas tragedias afroamericanas en la línea de lo que nos mostraba el memorable cortometraje de animación que ejercía de precuela. 

Son muchas las virtudes de esta nueva Candyman —la puesta en escena de DaCosta es elegantísima y saca un beneficio extraordinario de los espejos para provocar inquietud—, pero entre ellas destaca su demoledora radiografía del odio como algo eterno y contagioso y, muy especialmente, el modo en que certifica a quién hubo de pertenecerle siempre el fantasma de Daniel Robitaille. Y quién, de ahora en adelante, puede usarlo como arma.

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