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Ethan Hunt, sospechoso habitual

Tom Cruise posa durante la promoción de la película "Mission Impossible. Nación Secreta". / Efe.

Joaquín Torán / Joaquín Torán

Madrid —

Cada vez que la carrera de Tom Cruise ha entrado en declive, el actor se ha aferrado a la tabla de salvación de las películas de Misión imposible, en las que ejerce como productor principal, además de protagonista. Nación secreta hace ya la número cinco de la saga iniciada en el cine en 1996, a imitación de una exitosa serie televisiva que estuvo en antena de 1966 a 1973.

Cruise ha querido que cada una de las cinco lleve la firma de un director de prestigio o con suficientes ideas propias. El ritmo vibrante de la primera se debía al inconfundible poso del competente Brian de Palma. La segunda entrega (2000) era un pestiño colosal y bochornoso (especialmente para los sevillanos) porque John Woo sólo se animaba con los duelos a puñetazos. Misión imposible III (2006) empezaba cortando el aliento y se mantenía vigorosa gracias al saber hacer de J. J. Abrahms. Por último, Protocolo Fantasma (2011) menguaba debido al hecho de que Brad Bird está más habituado a la animación –es el director de Los increíbles (2004) y Ratatouille (2007)- que al cine de acción.

Para la ocasión, Cruise apuesta por Christopher McQuarrie, director no demasiado pródigo con tan sólo tres películas en su haber (entre las que destaca Jack Reacher, de 2012, con Cruise de protagonista). La decisión cobra especial relevancia al repasar su talentosa trayectoria como guionista: fue el libretista de la magnífica Sospechosos habituales (Bryan Singer, 1995), una película de intriga con sorpresa. A esa intriga no es ajena tampoco su Misión Imposible 5.

La película mantiene un nivel de tensión aceptable y encandila con alguna escena remarcable. Es la que más convincentemente ahonda en las sombras de Ethan Hunt (Tom Cruise), convertido ahora en el líder de una organización clandestina a la que se le achaca la voladura del Kremlin (ver Protocolo fantasma). El renegado Hunt se obsesiona con una organización conocida como “El Sindicato”, que está “resucitando” a espías muertos o desaparecidos para integrarlos a sus filas y conformar una suerte de organización supra-estatal (y, cómo no, terrorista) empeñada en desestabilizar el equilibrio mundial.

Hunt hará honor a su apellido e iniciará una caza al hombre con nocturnidad y cierta alevosía, con el fin de destapar al jefe de tan peligrosa y criminal organización. La némesis, con los rasgos aviarios de Sean Harris, tiene ese carisma de archivillano que jamás ha sido característica de esta saga cinematográfica. Owen Davian (Philip Seymour Hoffman), el malvado de la tercera parte, estaba demasiado bien perfilado como para tener la aureola mesiánica digna de todo megalómano con ínfulas apocalípticas.

Hunt, Ethan Hunt

McQuarrie construye buenas situaciones (principalmente en Londres, escenario principal de la película), acentúa las sombras de Hunt y da al ubicuo espía una compañera femenina que, al fin, no se queda en el simple convidado de piedra. Ilsa Faust, ambigua, juega casi hasta el final en su propio bando y según sus propias reglas. El guionista, además, toma la muy inteligente determinación de aprovechar a Benjamin Dunn, el personaje de Simon Pegg.

El actor británico es de los que seduce a la cámara con su simpática fisonomía. Sus bromas naturales, espontáneas, que son ya tan habituales en sus trabajos como para sospecharlas de cosecha propia, tienen la misión, para nada imposible, de aligerar la narración, de distender la tensión y de introducir un elemento que está siendo común a las últimas intervenciones en celuloide de Cruise: el sentido del humor. En los últimos años, como se certificó en Al filo del mañana (2014), el cienciólogo no ha parado de reírse de sí mismo. Cruise ha dejado de tomarse en serio y de rodar en una perenne pataleta de niño caprichoso; ha pasado a asumir que su estela es errática y ya no brilla con tanta fuerza. Simon Pegg es aquí el esclavo que le susurra al oído con cada buen chascarrillo que el hermano del Rainman es tan humano como cualquier otro hijo de vecino. Aunque sea más rico e influyente.

A McQuarrie le sale la más “bondiana” de todas las películas sobre Misión imposible. Pero “bondiana” al estilo Daniel Craig, con personaje principal atormentado y obsesionado, de alargadas sombras. No es para nada accidental que esta densa oscuridad personal sea estigma contemporáneo en iconos aparentemente indestructibles, como Bond o Batman. Tampoco que estos héroes falibles tengan enfrente a organizaciones compuestas por individuos anónimos, irrastreables, por tanto omnipotentes y omnipresentes. Cuando el enemigo no tiene forma definida, ¿contra qué combates? Preguntémoselo, por ejemplo, al hombre murciélago en su cruzada contra el siniestro Tribunal de los Búhos. O al agente secreto con licencia para matar y al servicio de Su Majestad, en breve enredado en las conspiraciones de Spectra.

Esta premisa, con su punto paranoico y libertario (traducida en una palmaria desconfianza hacia el Estado y en la creencia de que el individuo todo lo puede), sirve a McQuarrie para darle algún sonoro bofetón a la política imperialista estadounidense y británica. Ilsa Faust oirá decir a un espía a la usanza Smiley que “en política exterior no existe los aliados, tan sólo los intereses comunes”. Un mensaje similar ha venido repitiéndose, con minúsculas modificaciones, en las dos anteriores entregas de la saga. Quizás goce del plácet de Tom Cruise, que, en aras de la buena salud de su imagen pública, evita sistemáticamente expresar sus opiniones políticas. La cómoda careta de Ethan Hunt le permite manifestarse sin temor a la picota.

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