La cosificación de la protesta
“¿Te gusta la comida étnica? Conozco un restaurante escocés fabuloso”. Es probable que los adolescentes Cameron Ford y Adam Welland no supieran de la anécdota retratada en la película Luna de Avellaneda, pero eso no les impidió emularla y acabar cenando en un Macdonald's del municipio de Kingston (Londres). Pero no se trató de una visita normal de dos chavales a un fast food, no. Los chicos, que son pareja, quisieron tener una verdadera cita, así que después de ponerse sus mejores galas se presentaron dispuestos a pasar una velada romántica, para lo que llevaron sus propios manteles, cubiertos y velitas para la ocasión. A los responsables de ese Macdonalds no pareció hacerle ninguna gracia, por lo que les pidieron que abandonaran el local repetidas veces, aduciendo que era una burla y no estaban actuando responsablemente. Cuando los chicos se negaron a marcharse y anunciaron que sólo querían “traer un poco de clase al sitio”, varios clientes les apoyaron, y acabaron su cena-happening con todo el ceremonial correspondiente. El evento quedó bien reflejado en sus cuentas de twitter y se convirtió en un fenómeno en las redes.
Lo que hicieron Ford y Welland es un caso más de los nuevos modelos de terrorismo cultural y recochineo ante la autoridad corporativa. En este caso, se trató de un “fast-food hacking”, una protesta-espectáculo ante las políticas de las cadenas de comida basura. Sin adscripción ideológica concreta, una acción individual y única se diseminó inmediatamente por el poder subversivo de la imagen, independientemente del mensaje que realmente quisieran emitir los que urdieron la acción. En un acto así, el consumidor plantea una suerte de espejo paródico, que deja en evidencia prácticas dudosas, maneras de hacer poco claras o, simplemente, al status quo en sí.
Algo parecido sucedió con Maureen Johnson. La escritora, cansada ya de luchar contra equipos de diseño de editoriales, que siempre plantean las portadas de sus libros con una óptica “femenina” estereotipada (léase: gama de rosas o malvas, un tacón en primer plano y un título escrito con barra de labios), hizo un llamamiento a los lectores, que denominó coverflip: cada uno debía imaginar y diseñar la portada de sus libros favoritos siguiendo esos estereotipos de género, esta vez dándoles la vuelta. Así, “La Naranja Mecánica” escrita por Antonia Burguess hubiera tenido un aspecto muy distinto, lo mismo que si “Las correcciones” hubiera sido obra de Jane Franzen y no Jonathan Franzen. Así, una vez más, fue el público el que se convirtió en un agente social, explicitando lo absurdo de unas estrategias de márketing tópicas, cuando no insultantes.
El revés de la trama
¿Qué pasa cuando sucede a la inversa? ¿Cuando no es el público el que actúa como generador de ese artefacto disruptivo, sino que responde a él? Una variante parece inspirarse, curiosamente, en el poder más acérrimo. Hay infinidad de casos en lo político en los que primero está la imagen y más adelante se construye el discurso, y es en el cogollo del statu quo dónde encontramos los mejores ejemplos. La política estadounidense construyó la imagen de Barack Obama, como un significante casi vacío (“Yes We Can” quiere decir cualquier cosa que uno deseé), pero también anteriormente Ronald Reagan ya había sido un ejemplo de éxito. No en vano fue bautizado como el “presidente Teflon”, porque su imagen lograba siempre salir inmune e impoluta de cualquier escándalo, por sucio que fuese.
¿Y si esta técnica se usara desde la protesta social?
Un buen ejemplo de ello es lo que han logrado uno (o varios) diseñadores en México, que han transformado la bandera nacional en un mensaje contestatario virando todos sus colores al negro. Se conoce muy poco sobre quien ha realizado este “enlutamiento” -no en vano, modificar los símbolos nacionales en México está fuertemente penado por la ley-, pero su recorrido es interesante: primero apareció en espacios artísticos de la capital, y fue adoptada rápidamente por el movimiento ciudadano de base estudiantil yosoy132 en sus protestas. ¿A qué hace referencia? ¿A la violencia estatal? ¿A la corrupción endémica? El símbolo es tan potente que puede adaptarse a las circunstancias, siempre con la premisa de que, por sus colores, es una bandera que denuncia, independientemente de qué.
Pero si la protesta copia al sistema, el sistema fagocita también la protesta, a veces a las más inocuas y de las maneras más insospechadas: los artistas del colectivo Benrik crearon una app para Iphone inspirada en la Internacional Situacionista, con la vocación de fomentar las situaciones poco convencionales con desconocidos en la vida diaria -desde abrazar a alguien por la calle a atacar la cadena de televisión más cercana-. Más allá de la anécdota tecnófila, alguna fibra debió tocar a Apple, porque la aplicación ya ha sido prohibida.