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A garbanzos contra San Antonio y entierros que son romerías: así éramos a principios del XX

Retrato de la esposa y los hijos de un alto funcionario de Correos en el año 1902, en Sevilla

Ignacio Pato Lorente

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Siempre impresiona pensar que un nacimiento sea la cuenta atrás de un final. 1901 fue el primer año de un siglo ya muerto. Hasta aquel 1 de enero, no hubo la misma hora para toda España. Mejor dicho, no para toda, puesto que la administración se olvidó de las Islas Canarias. Fue entonces cuando nuestro país adoptó el meridiano de Greenwich como referente temporal. Antes, había costado romper con que cada ciudad tuviera una hora en función de la altura del sol. Ya solo para tener claro cuándo pasaba un tren por tu estación era un incordio, así que se unificó la hora con la de Madrid hasta el citado primer año del siglo XX. Los relojes se numeraron hasta 24 aunque, en un alarde de contención, las iglesias siguieron sin dar más de doce campanadas. Seguramente fue una de las primeras veces en la que todos los españoles fueron, además de en nacer y en morir, iguales en algo.

Aquel año y el siguiente, 1902, vieron el último triunfo del liberal Sagasta y la también última regencia, la de María Cristina de Habsburgo, madre de Alfonso XIII. Pero el Ateneo de Madrid, que todavía no admitía mujeres como socias ―Emilia Pardo Bazán fue la primera, en 1905―, quería conocer a fondo a la verdadera sociedad española a caballo entre dos siglos. Con tal objetivo, llevó a cabo una investigación que ha sido digitalizada hace unos meses por el Museo Nacional de Antropología. A la Encuesta del Ateneo: costumbres españolas en 1901-1902 podríamos considerarla como una especie de primer acercamiento sociológico a las gentes de nuestro país. La temática de las preguntas formuladas giró en torno a tres cuestiones fundamentales, entonces y en cierta manera ahora también: nacimiento, matrimonio y defunción. La información fue recogida por 198 hombres y dos mujeres, personas mayoritariamente vinculadas a las letras o el derecho, pero también médicos, farmacéuticos, sacerdotes o párrocos. Y las respuestas que podemos leer están organizadas en 17.000 fichas.

Una de las preocupaciones más serias de la época era tener hijos. Tenemos testimonios de una localidad orensana en la que “para conseguir el embarazo, si en condiciones normales no han tenido hijos”, han de ofrecer a una imagen de Cristo un brazo o una pierna de cera. Se asegura también que desde la vecina Portugal llegaban fieles, descalzos, para realizar esa ofrenda. “Viajar mucho” o “bañándose en el mar durante un novenario”, el periodo de nueve días tras la muerte de un ser querido, ayudaban, parece ser, a dejar de ser “infecunda”. A algunas embarazadas se les aconsejaba evitar comer liebre para evitar que el niño durmiera al nacer con los ojos abiertos. Tampoco era bueno pasar por debajo de una cuerda porque el recién nacido podría ahogarse con el cordón umbilical. La presencia de “brujas” o “hechiceras” también queda documentada, así como la del mal de ojo, que podía ser neutralizado, tal y como leemos en el ejemplo de una de las fichas, haciendo la señal de la cruz al mudar al niño de ropa.

La picardía, ese posgrado de los que no tienen padrino y que tanto se achaca al carácter español de forma un tanto esencialista, también se deja ver por el estudio. Al parecer, en la ciudad de Huesca, leemos en el archivo del Ateneo, había una costumbre en los bautizos. A la comitiva del bebé y su familia se le agregaban “una multitud de chiquillos de la clase baja gritando sin cesar ‘pichan, cagan, se morirá, padrino roñoso’. Efectivamente, se ansiaban ”dulces o dinero“. Este impuesto infantil debía caracterizarse por la tenacidad, pues ”si el acompañamiento prodiga los confites o reparte alguna moneda, disminuye la gritería por unos momentos, pero vuelve a tomar cuerpo cuando los pequeños oscenses se han apoderado de lo que se les echó“.

Las diferencias de clase eran extremas. Las más de las veces, a pesar de la patrulla fiscal citada anteriormente, la redistribución de bienes ―el intento de reforma agraria todavía tendría que esperar unas tres décadas― se realizaba a iniciativa de las familias pudientes mediante la caridad cristiana. Por ejemplo, en el convite tras un bautizo o una boda, “que consiste ―leemos― en echar a la calle abundantes almendras, nueces o abundantes dulces y dinero. Si es bautizo de familia rica a las mujeres y niños se unen hombres a disputarles el reparto. Es un lujo que agradece mucho la gente baja”. Tal cual. Faltaba todavía casi medio siglo para el aguinaldo de la posguerra franquista.

El amor, claro está, era central. O quizá más bien buscar pareja para fundar una familia, que ya sabemos que tristemente nunca ha coincidido como debería. Leemos que en la época “los mozos salen las vísperas de los días festivos y aún estos mismos, de ronda, sin instrumentos, y obsequian a las mozas con canciones de ritmo lento y monótono, soñoliento y pesada reproducción, casi todas ellas” impresionando “el ánimo de melancólica tristeza”. En efecto, los informantes de la Sección de Ciencias Morales y Políticas del Ateneo de aquellos tiempos, no escatimaban incluso la crítica musical. Miraban también con lupa el ligoteo entre la juventud, tema sobre el cual podemos leer que “precede a la declaración un largo periodo de hacer el oso”, usando una expresión muy de la época equivalente a una mezcla de las posteriores “pelar la pava” o “tontear”. En la malagueña Ronda, a San Antonio debían de tenerle frito. Según la investigación, se hizo popular entre las solteras la idea de que tirándole chinas o garbanzos a una figura del santo, y especialmente acertando en su ombligo, era “seguro encontrar novio”. La crónica habla de un San Antonio en estado “verdaderamente lamentable”.

El final del camino vital, la muerte, también ha cambiado en este casi siglo y cuarto que nos separa de los tiempos del estudio del Ateneo. Quizá una de las costumbres más llamativas era el toque de agonía que las campanas de iglesia daban, lentamente, mientras la persona se aferraba a la vida, algo que podemos ver por ejemplo referenciado ya siglos atrás en la novela El hereje de Miguel Delibes. Aunque lo más habitual era repartir pan y vino, la llamada “caridad”, tampoco han perdurado los velatorios en los que “se prepara comida que más que de entierro parece de boda”, como escribe uno de los informantes de este trabajo de campo. Y continúa “todas las familias protestan desde hace tiempo contra tal costumbre que les hace prescindir de su pena para cuidarse de los que no la tienen”. Algunos invitados volvían a sus casas como de una romería, describe otra ficha de esta fotografía que muestra cómo fue un tiempo áspero pero que había que estirar en la medida de lo posible. Cómo éramos, en el fondo, nosotros mismos antes de haber nacido.

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