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El lado menos infantil de los cuentos para niños

La obra de Julio Verne fue una de los más censuradas por los editores y traductores que la consideraban de género infantil

Mónica Zas Marcos

La literatura infantil es el cajón de sastre de la ficción fantástica. Y como tal ha sido censurada, aunque estuviese dirigida a una lectura adulta. Cuando la obra de Julio Verne llegó a manos de las editoriales, los traductores borraron de un plumazo todos los pasajes antisemitas de su imaginario utópico. Decían que los insultos velados hacia los judíos eran impropios para los niños. Algo parecido ocurrió con Robinson Crusoe y su crítica mordaz hacia la Iglesia católica, que fue suavizada en su versión anglosajona o directamente omitida en la española. Así, las violaciones y rameras del libro de Daniel Defoe se tradujeron para todos los públicos como raptos y chicas no honradas.

Estas licencias con la tijera y el uso interesado de los sinónimos fueron justificadas como el cuidado hacia una literatura que moldearía las grandes mentes del futuro.

Varias generaciones han soñando con levantar caballos como Pippi Calzaslargas, formar parte de la tribu de niños perdidos de Emilio y los detectives o con derribar a la mafia de Tintín en el Congo. Pero cada uno de estos universos fue como un explosivo envuelto en inocencia para las editoriales de nuestro país. ¿Cómo traducir a Pippi para que no fuese interpretada como una oda a la desobediencia? ¿Debía el traductor disimular los prejuicios racistas de la Europa de los años 30?

Aunque la literatura para niños es la gran maltratada en el escaparate mediático, su proceso editorial puede que sea el más peliagudo del sector. Ni todas las oscuras obsesiones de los autores nórdicos, ni el lascivo lenguaje del Marqués de Sade se someten a un tercer grado como el de los títulos infantiles. No en vano, esta categoría ostenta el segundo puesto en el ránking de libros traducidos en nuestro país, por detrás de lo que llaman “creación literaria”. Los mismos datos del Ministerio de Cultura afirman que 4 de cada 10 libros que caen en las manos de nuestros pequeños son interpretaciones.

Estas cifras difieren bastante en el caso de Inglaterra o Estados Unidos, donde la producción de títulos traducidos roza el chovinismo con un exiguo 3%. Decía Montaigne que enseñar a un niño no es llenar un vacío, sino encender un fuego. Y la cultura angloamericana se está perdiendo una enorme cantidad de ficción infantil por limitar sus librerías a la lengua de Shakespeare. Los adolescentes británicos tienen sus estanterías plagadas de superstars como J.K. Rowling, Lewis Carroll y JM Barrie, pero necesitan un chute foráneo entre sus filas.

Poco a poco, la globalización ha dado sus frutos y estos países intentan coser la brecha literaria entonando el mea culpa. Admiten que la leyenda milenaria de que los niños no pillan el humor o la moralina extranjera es totalmente falsa. Por eso están recuperando grandes clásicos desdeñados como Carta al rey, de Tonke Dragt, y otros fenómenos como la saga francesa de Oksa Pollock. El patriotismo literario ha dejado de ser una tendencia molona para convertirse en vergonzosa. Y esta cura de conciencia se ha conseguido con años de iniciativas como Literature Across Frontiers y editoriales que educan al público en la cultura traducida.

Pero no todo es paja en el ojo ajeno, pues la profesión española no está exenta de vigas para hacer autocrítica. El paternalismo en las traducciones, una evidente idolatría por las obras angloamericanas (más por las segundas), el maltrato institucional al oficio de traductor o el irreversible efecto mainstream de Harry Potter en la literatura juvenil: un buen puñado de batallas para un gremio que trabaja en las sombras y queda silenciado por las exigencias de los escritores.

El complejo del traductor padre

Los niños son capaces de convertir cualquier vivencia en un cubo de Rubik de preguntas. Por eso algunos traductores de literatura infantil (LIJ) han optado por omitir los asuntos peliagudos de los libros, o bien explicarlos con paráfrasis innecesarias. Es lo que en la profesión se conoce como paternalismo traductor. “Son purificaciones en la LIJ y en su traducción, es decir, un proteccionismo exacerbado que no deja espacio para temas como la muerte, el sexo o la violencia”, escribe Lourdes Lorenzo, catedrática de la Universidad de Vigo. Para la profesora, tan malo es sustituir el término alcohol por leche, como excederse en la interpretación de los elementos implícitos en el texto original.

Sin embargo, los peores tentáculos del paternalismo se extienden hacia aquellos libros “peligrosos” que nunca llegarán a traducirse. “Esto es lo que ha ocurrido con dos obras de LIJ publicadas en Alemania en 1994 (Leanders Traum y Papas Freund), que no tuvieron correspondencia en España por el miedo a su temática homosexual”, cuenta Lorenzo. La censura se ha aplicado a todas las temáticas, pero en el caso de la infantil contaba con la excusa perfecta para imponer una ideología. “Dentro de esta categoría incluiríamos también aquellos referentes propios de la cultura origen que han sido neutralizados o sustituidos por otros compartidos”, dice el estudio en referencia al cuento de Pocahontas, donde se reemplaza al rey James por el simple título de rey de Inglaterra.

Ombliguismo occidental

Hemos visto que las conductas paternalistas de omisión o condescendencia infravaloran los conocimientos de los jóvenes y restan calidad a la traducción. Lo que se despliega de forma inmediata en el siguiente talón de Aquiles del sector: el dominio aplastante de las traducciones desde el inglés. Esto no solo supone una frontera idiomática, sino también de apertura a otras culturas no occidentales.

“El inglés es el idioma darwinista por antonomasia, el que se adapta cuando los demás ya estamos por extinguirnos”, escribe Javier Calvo en El fantasma en el libro. El mundo de la traducción le suele otorgar unos adjetivos al inglés que caracterizan su supuesta superioridad (maleable, sencillo, moderno...). Por eso la mitad de nuestras librerías tienen marca made in USA y están huérfanas de todo rastro oriental que no sea el japonés. Esta preferencia tiene un efecto boomerang que también influye en las obras españolas que llegan al extranjero, en su mayoría -sorpresa- traducidas al inglés. Por eso el Ministerio de Cultura ha intentado romper el sesgo con más ayudas a las traducciones al italiano, al francés y al árabe.

Pero esta buena intención no es bidireccional y las obras orientales o africanas siguen dándose contra un muro en nuestro país. Los niños españoles crecen observando un patrón único de personas blancas y costumbres occidentales, considerando todo lo ajeno a estos cánones como algo exótico. Así que algunas editoriales especializadas han atajado esta falta de diversidad publicando libros que no habrían tenido ni una oportunidad de llegar a España. Sim Sim, por ejemplo, ofrece cuentos infantiles centrados en un universo árabe para acabar con los tópicos del mundo musulmán. “Estos relatos nos ponen en contacto con los orígenes de la tradición, con su mundo imaginario, su sentido de la supervivencia y algunos de sus valores más asentados”, dicen desde esta editorial propiedad de la Casa Árabe.

Una hecatombe llamada Harry Potter

Los más críticos asumen este orientalismo como una consecuencia directa de la dictadura económica. La literatura angloamericana vende porque procede de una potencia que vende. La publicidad se ha convertido en el titiritero del sector editorial infantil y lo mueve al son de las oscuras necesidades del merchandising. Algunos académicos han encontrado el momento exacto de la colonización: la publicación del primer libro de Harry Potter, en 1997. Estos expertos defienden que los editores para niños ya no invertirán en traducciones pequeñas, sino en sagas con un gran potencial de convertirse en fenómenos comerciales. Porque muchas veces las mochilas, estuches o camisetas con la imagen del héroe literario del momento reportan más beneficios que la propia obra.

“Con los libros de Harry Potter hay cierta presión añadida por el elevadísimo número de seguidores que tiene la serie”, confiesa Gemma Rovira, traductora de la saga de J.K. Rowling al español. “Para mí era importante no rebajar el nivel de exigencia por el hecho de que los lectores fueran niños, puesto que la autora no lo hacía”. Sin embargo, Rovira no piensa que estos libros fuesen el comienzo de una dictadura de la publicidad. “No voy a negar que en el mundo editorial exista el marketing, pero ante todo prima el verdadero valor de la literatura y de la magia de la lectura”, concluye.

Con efecto Harry Potter o sin él, la profesión de traductor está sujeta a unas duras condiciones que no reciben una recompensa económica acorde. Cuando la versión es sobresaliente, el mérito se lo lleva el autor; y si hay un error, el traductor paga los platos rotos. “No hacemos más que asumir la responsabilidad del texto original”, admite Gemma. Pero gracias a ella (una de las firmas de traducción más conocidas de Salamandra) y a Javier Calvo, que ha editado su propio libro sobre las sombras de la profesión, estos fantasmas van consiguiendo una autoridad corpórea entre los lectores más jóvenes. Un insuficiente homenaje a ese reducto infantiloide de nuestro cerebro que a veces se va de paseo por Hogwarts o el Nautilus, y que siempre llevará dos firmas.

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